jueves, 23 de noviembre de 2017
MI UNICO AMOR: CAPITULO 25
Sintiéndose infeliz, Paula pensó que no debió ir a Lynx desde el principio. La relación que tenía con Adrian y con Pedro no le había dado más que problemas y recriminaciones, y al proyectarse hacia el futuro sólo veía un panorama triste. Parecía que no podía estar cerca de Pedro sin que sus emociones emergieran, dejándola débil y confusa, muy desorientada; en cambio él, quedaba intacto.
Tendría que mantenerse alejada de él, pero… ¿Cómo hacerlo si tenía que terminar el trabajo para Adrian?
Abrió su carpeta y miró el contenido. ¿Qué hacían esos papeles ahí? Debido a su prisa debió tomar los documentos y los libros de contabilidad con los cuales estuvo trabajando.
Suspiró. Eso demostraba que estaba ofuscada. Incluso había olvidado su calculadora. Volvió a suspirar. Tendría que regresar, pero lo haría al día siguiente. Mientras tanto volvería a revisar los libros para tratar de encontrarles alguna lógica.
Adrian volvió a llamarla al día siguiente:
—¿Puedes venir? —rogó—. Tengo un problema y no hay quien me ayude. Rebeca llevó a su hija al centro de salud y Pedro está en la planta Brooksby.
—Por supuesto —prometió—. De todos modos tengo que ir por mi calculadora.
Ella toleraría regresar si Pedro no estaba presente. Con crueldad y sin remordimiento, Pedro se había aprovechado de ella para calmar sus necesidades. ¿No había él aceptado que no tenía tiempo para el amor? Sólo quiso aplacar sus deseos y Paula estuvo a la mano como una víctima complaciente. La vergüenza le tiñó las mejillas. Decidió que nunca más sucedería lo mismo. Si se mantenía alejada de él, Pedro no podría lastimarla más.
Trató de controlarse al conducir hacia la oficina. ¿Sería ese un buen momento para mencionarle a Adrian que se había topado con cierta dificultad en los libros? Algo estaba mal, pero no pudo encontrar qué. Había fotocopiado unas páginas para estudiarlas después, pero era posible que Adrian le aclarara el asunto en pocos minutos.
Estacionó el MG y estiró la mano para levantar su carpeta del asiento del pasajero, pero gimió para sus adentros. No estaba ahí, entonces recordó que lo había dejado sobre la mesa en su apartamento. Pedro tenía la culpa. Ella no tendría esa clase de problemas, si él no irrumpiera constantemente en sus pensamientos haciendo que olvidara todo. Tendría que devolver los papeles otro día.
Como siempre, Adrian tenía prisa. Le explicó la situación y con paciencia la observó mientras ella se encargaba del disco que él necesitaba.
—Gracias, Paula, no sé qué haría sin ti. Lamento tener que irme, pero debo estar en Bartons dentro de treinta minutos. Les dije que les llevaría este disco. No corras, quédate y termina tu café. Dejaré una llave extra de la oficina para que cierres cuando te vayas.
Ella le sonrió y le dio un sorbo al líquido caliente. Adrian se movía por la oficina como un torbellino que levantaba una y otra cosa. Después de que Adrian salió, Paula encontró su calculadora y la metió en su bolso. Llevó la taza y el plato al lavadero en la cocina y los lavó. Quizá podría hablar más tarde con Adrian con respecto a los libros.
Colocó la taza y el plato, en la alacena y regresó al escritorio donde había dejado su bolso, pero se detuvo en seco al ver a Pedro. El corazón le dio un vuelco dentro de la caja torácica y respiró profundo para dominarse.
—Pensé que esta mañana no estarías aquí —comentó con timidez al percatarse de su mueca.
—Regresé —murmuró tranquilo—. Y según veo, justo a tiempo.
—Estaba a punto de irme.
Levantó la barbilla sin perder serenidad. Debía dominarse.
—¿Tan pronto?
La observó de pies a cabeza.
—Vine por mi calculadora.
No mencionaría a Adrian. Pensó que Pedro y ella, eran como dos extraños remotos y serenos, dos personas que se saludaban con cortesía fingida como si ya nada los molestara. Caminó hacia la puerta, pero la voz grave de Pedro la detuvo.
—Creo que debes quedarte un rato. Tenemos que hablar.
—De alguna manera pienso que no es buena idea —contestó por encima de un hombro.
—Eso era de esperarse, pero de todos modos, creo que debes quedarte —se acercó a ella y la tomó del codo—. Vamos a mi oficina, a través del taller.
—No —Paula movió la cabeza—. Debo irme.
—Insisto —apretó la boca—. Lo que tengas pendiente puede esperar un rato.
—Una típica suposición arrogante.
Trató de soltar su brazo, pero Pedro hizo caso omiso del intento y la condujo a una pequeña habitación. Estaba alfombrada, había un escritorio, un librero, unos sillones y un mullido sofá adosado a una pared.
—No tenemos nada de que hablar —protestó irritada—. Y no estoy de humor para oír más acusaciones. Tengo trabajo pendiente.
—Deja de discutir y siéntate.
Con terquedad, Paula se resistió. Pedro, impaciente soltó el aire, le ciñó los hombros y la empujó al sofá.
—Obedece una vez en la vida. Y no te pongas tensa. ¡Por Dios! Se pensaría que estoy a punto de abalanzarme sobre ti.
Ella levantó una ceja oscura y él volvió a apretar la boca.
—No corres peligro. A nadie he atacado en semanas.
—Eso podría debatirse —replicó Paula.
Él se paseaba de lado a lado.
—¿Qué quieres decir? —echó chispas por los ojos—. No debe extrañarte mi reciente mal humor —él se irritó cuando ella rió con dureza—. A un santo se le perdonaría el que perdiera la calma cuando estás presente —gruñó—. Adrian no pudo escaparse después de que regresaste. Bastante malo fue que tuviera esa maldita y tonta obsesión por la programación, porque de haber comprendido cuáles eran sus prioridades, quizás él y Emma estarían tranquilos —volvió a pasearse sobre la alfombra—. Tal vez esta nueva crisis sea lo que necesitan para resolver sus dificultades. Mantente alejada de él. Emma pronto regresará a casa y no quiero que la perturbes. ¿Comprendiste?
—Muy bien —las facciones de Paula parecían esculpidas en hielo—. Fuiste muy explícito —se puso de pie—. Si ya terminaste me iré.
—Siéntate.
La empujó otra vez.
—No soy un perro —tronó—. Pero puedo morder. Harías bien en tomarlo en cuenta.
—Recordaré que debo mantenerme a distancia. Mientras tanto, tengo que decirte algunas cosas.
—¿De veras? —alzó una ceja—. No veo por qué habría de quedarme expuesta más tiempo a tu estado de ánimo asesino —era evidente que la relación de Pedro con Rebecca, se tambaleaba por lo que él perdía la calma. Sin duda la otra mujer veía a Paula con recelo porque sospechaba que había algo entre ellos dos. Era lógico que Rebecca estuviera resentida por la inconstancia de su amante—. ¿Por qué no tratas de llevar tus frustraciones a una cancha de squash? —sugirió en tono acre—. Podría resultarme más satisfactorio que irritarme.
—Mis frustraciones podrían disminuir con un poco de cooperación de tu parte. Tienes la extraña habilidad de irritarme y aumentar mi temperatura a un grado incómodo —apretó los dientes—. ¿Por qué estás tan deseosa de trabajar en este programa? Por lo que Adrian me ha dicho, tienes bastantes clientes. No necesitas este trabajo más qué cualquier otro.
—¿No crees que esa actitud sería errónea en los negocios? No podré triunfar si no soy exigente en cuanto a mi trabajo. ¿Por qué te molesto tanto? No interfiero con tu negocio. Y por lo que he visto, a ti te interesa más desarrollar tus proyectos, aunque no sé por qué te afanas si nunca quedarás satisfecho con lo que produces. Si estuvieras en tu sano juicio estarías vendiendo tus ideas en lugar de guardártelas.
—Ya te dije que aún no están del todo desarrolladas. Haré lo necesario cuando quede satisfecho.
—Y los cerdos podrán volar —resopló incrédula—. No logro imaginar por qué una persona tan ingeniosa, con una mente tan alerta como la tuya, puede ser tan testaruda en cuanto a modernizar el funcionamiento en la oficina. No es lógico. La vida de Rebecca podría ser diez veces más sencilla con los programas que puedo prepararle.
—Ese es le meollo del asunto —declaró—. Para alguien como tú, que conoce a fondo los ordenadores no existe problema alguno. Rebecca no tiene esa aptitud; se pone muy nerviosa con cualquier tecnología nueva. Además, por el momento tiene bastantes problemas. No es fácil vivir sola y criar a una hija. Tomarse el tiempo para aprender algo nuevo es una carga más para ella.
—Parece ser una mujer con inteligencia normal —comentó después de pensar—. ¿No se te ocurrió que podrían darle permiso de no venir a la oficina para que tome un curso? Se sentiría más confiada si contara con el entrenamiento debido.
—Mmm —Pedro pensó en la sugerencia—. Es posible que tengas razón, lo pensaré.
Claro, pensó Paula. La preocupación de Pedro por Rebecca era algo tangible y eso le agregó peso a su corazón. Fue un dolor que no se atrevió a examinar con detenimiento.
—¿Por qué siempre terminamos discutiendo? Contigo, la situación siempre se vuelve tormentosa —se sentó a su lado en el sofá—. Quizá sea hora de que sepa más de ti, sobre todo, qué te impulsa. Por ejemplo, las preocupaciones que me mencionaste el otro día, las que no puedes olvidar.
Paula comenzó a retirar de su falda motitas imaginarias.
—No sé por qué lo dije —murmuró—. ¿Por qué diablos te interesas por mis problemas si objetas tanto a que esté en tu oficina? Las dos cosas no concuerdan.
—No me perturba tu presencia en la oficina —la observó con detenimiento—. Es el hecho de que Adrian también esté aquí. ¿Podemos olvidarnos de las tácticas evasivas para continuar con lo que decíamos? Me agradaría conocer tus problemas.
—No son importantes —Paula parpadeó y se distrajo un momento—. Es sólo lo cotidiano, que pasado un tiempo, a todos nos llega a molestar. Tal vez se deba a las tribulaciones de dirigir un negocio.
—No, Paula, no es eso —habló con severidad—. Vuelves a mostrarte evasiva y no lo toleraré. No permitiré que trates de salirte por la tangente con engaños, desembucha. Esto lleva bastante tiempo.
—Sigo pensando que tienes una imaginación muy vívida. Todo está bien y marcha viento en popa.
—No es cierto. Presiento que hay algo y quiero saber qué es —la miró fijo—. Pienso averiguarlo, aunque eso signifique que tenga que mantenerte aquí indefinidamente. Más vale que comiences a hablar para que terminemos con el asunto. Y olvida las miradas de irritación porque hablo en serio.
—Ignoro qué pasa —respondió exasperada y de mal humor—. De saberlo dejaría de ser un problema —calló enfurruñada.
—Continúa —Pedro se apoyó contra el respaldo y estiró las piernas—. Adelante.
Entrelazó los dedos en la nuca y su postura fue la de una relajación total.
—Me sería odioso mantenerte despierto —murmuró.
—Pienso mejor en esta postura. Bien. ¿Qué problema tienes?
—Alguien no me quiere aquí, en Eastlake —señaló a regañadientes—. No sé por qué, ni sé quién es y quizá tampoco es importante; es posible que yo esté exagerando.
—¿Qué sucedió?
Paula le habló de los anónimos, de la copa rota y el vino derramado que la habían conmocionado.
—Es como si alguien me odiara y no sé qué hice para merecer ese sentimiento.
—¿Dijiste que la copa de vino estaba en el invernadero? —la observó pensativo—. Supongo que muchas personas pudieron ver que la dejaste allá.
—Me da frío de sólo pensar que alguien me observa y me sigue —se estremeció—. Supongo que si yo no hubiera regresado al invernadero me habrían hecho llegar el mensaje de otra manera. —Se frotó los brazos encima de las mangas de algodón de su blusa—. Así como están las cosas, no tengo forma de saber quién está en el fondo de esto, de modo que no es lógico que me angustie. Estaré mejor trabajando.
Trató de ponerse de pie, pero la mano de Pedro se lo impidió.
—No tan pronto. Cálmate y mantente donde estás. De acuerdo, es un misterio y no tienes muchas pistas para descubrir el meollo del asunto, pero no debes ponerte nerviosa. Tranquila, mientras yo pienso.
Paula observó la habitación retorciendo los dedos sobre su regazo. Finalmente, él le cubrió las manos con las propias.
—No hagas eso —dijo él.
—¿Ya se te ocurrió algo?
—Estoy pensando. Mientras tanto… —le rodeó la cintura con un brazo para acercarla a su cuerpo—. Quizás esto te haga olvidar el asunto.
El beso la sorprendió y la desequilibró. La calidez y la suavidad la hicieron capitular porque calmaron su torbellino interior, aunque sintió algo más perturbador. El tierno deslizamiento de los dedos de Pedro era incitante y su cuerpo la traicionó. Se curvó sensualmente contra el cuerpo de Pedro y sus senos rozaron el pecho masculino con lo que los pezones se endurecieron.
La boca de Paula se suavizó y tembló bajo la presión de los labios de él. Pedro la acarició y la incitó, porque buscaba los puntos sensibles en ella. Paula experimentaba algo desconocido. ¿Cómo era posible que él la hiciera sentirse así? Era como flotar sobre un mar cálido. Una sedosa sensación la rodeaba y la seducía. ¿Adónde la conducía él? ¿También Pedro sentía ese baño de dos almas gemelas en su elemento prístino? Casi deseó llorar, porque Pedro la hacía imaginar el éxtasis que podría proporcionarle…
El aliento de Pedro le rozó una mejilla cuando deslizó los labios por la tersa columna de su cuello.
—Quiero mirarte Paula —murmuró ronco y le desabotonó la blusa—. Esperé mucho tiempo, soñé contigo y con tu belleza.
El broche delantero del sostén quedó abierto y los senos parecían anhelar que él los besara.
—Hermosa —murmuró—. Son hermosos como dos botones de rosa que esperan mi beso. Si te beso, Paula, le rendiré homenaje a estas exóticas frutas maduras que me ocultaste tanto tiempo ¿Cómo debo tocarte? ¿Así? Dime qué debo hacer para proporcionarte placer.
Cuando los labios de Pedro se cerraron sobre el pezón erguido de su seno, Paula contuvo el aliento. Su cuerpo esperó y pidió esa caricia. Él la incitó con los movimientos de su lengua y la atormentaba al grado de que perdía el control. El cuerpo de Paula palpitaba y sus terminales nerviosas parecían arder.
—Pedro —musitó—. Deseo… No sé… Ayúdame, yo…
Se interrumpió cuando la boca de él comenzó a explorar sus senos extendiendo el fuego y la pasión.
—Te he deseado desde la primera vez que te vi —murmuró contra su piel—. Estabas de pie junto al yate exigiendo que te permitiera subir a bordo, y yo sentí tal necesidad que me conmocioné. Luego te mostraste altiva, entonces quise domar tu altivez y deseé poder escuchar tus suspiros, poseerte… No puedes imaginar cuánto te he deseado, Paula.
Ella inclinó la cabeza para ocultar sus mejillas arreboladas con la cortina de su cabello. Paula no supo lo mucho que él tuvo que dominarse, pero ¿qué había en el fondo de la constante persecución de Pedro? ¿Era sólo el deseo de conquistarla? ¿Qué sentía él por ella? ¿Sería algo más que una compulsión de llevar el conflicto entre los sexos hasta el último campo de batalla? Él deseaba su total capitulación, deseaba dominarla y ella, por instinto, sabía que Pedro podía lograrlo. Él la hacía reaccionar con mucha facilidad, como si la tuviera hipnotizada y eso la hizo temer.
—Pedro… ¿Qué…?
Levantó la vista, pero él le colocó un dedo sobre los labios.
—Oí algo, a alguien —murmuró él—. ¿No lo oíste tú? ¿La puerta del frente?
Paula negó con un movimiento de cabeza. Estuvo sorda y ciega a todo, menos a lo que ocurría entre los dos. Sin embargo, él siempre se mantuvo alerta, con los sentidos alerta, incluso en la intimidad que compartieron; él pudo pensar en otras cosas.
Paula se sintió muy mal. ¿Cómo permitió que Pedro la engañara así? ¿Cuándo aprendería la lección vital? Le permitió incitarla a algo, que para él sólo era una seducción y ella no se opuso. Comprenderlo le dejó un sabor de ceniza en la boca.
—Debe ser Rebecca —declaró tenso—. Arréglate. Iré a hablar con ella.
Él parecía calmado y Paula imaginó lo que él pensaba. No deseaba que su amiguita supiera que la había engañado con otra mujer. Sus características estaban escritas en las estrellas y él no podía negarlas, pero tampoco deseaba sufrir el inconveniente de que lo pescaran.
Lo vio salir de la habitación. Paula tenía el corazón pesado como si hubiera corrido colina arriba y no le quedaran fuerzas para regresar. Tarde o temprano, Rebecca sabría que Pedro no merecía la confianza que había depositado en él, y comprendería que tendría que compartirlo con la mujer que se le antojara. Pedro no creía en el amor. ¿No había dicho que expresarlo serían palabras huecas? Para él el amor era muy complicado porque necesitaba constancia.
Luchó contra las lágrimas y se acomodó la ropa antes de salir por al puerta de atrás. No quiso enfrentarse a ninguno de los dos porque el dolor de su propia traición, era demasiado profundo. Sólo deseaba que la dejaran en paz para enfocar lo mejor posible su angustia.
Paula se dijo que había momentos en que preferiría un trabajo más mundano, en el que sus pensamientos pudieran vagar sin obstáculos, pero no podía darse ese lujo. Como era dueña de su propio negocio, no podía flaquear ni tenía el tiempo para dejarse llevar por la autocompasión al recordar lo tonta que había sido. Eso le restaría fuerzas.
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