miércoles, 22 de noviembre de 2017

MI UNICO AMOR: CAPITULO 21





Poco después, al salir de la fragante calidez de una bañera espumosa, Paula se secó con cuidado y se puso una prenda íntima de una sola pieza y de seda dorada. El agua la había relajado un poco y los tonos aguamarina del baño la habían tranquilizado. Su habitación tenía una agradable combinación de tonos crema y rosado. Se había proporcionado todo para que la habitación fuera atractiva y cómoda.


Sobre el tocador vio un florero de cristal con flores aromáticas, y las aspiró con placer. ¿Quién las habría puesto ahí?


Se enderezó y se dijo que lo único que faltaba era una cerradura en la puerta del dormitorio. Juntó las cejas. 


¿Debería poner una silla debajo del pomo? Descartó la idea. 


Pedro no la perturbaría. Era engañoso, pero no dejaba de ser hombre de principios.


Se deslizó bajo las sábanas, apagó la lamparita de noche y se acomodó en la calidez que la rodeaba. Por la mañana, con la cabeza despejada, se enfrentaría a sus problemas…


Por la mañana… Ese fue su último pensamiento antes de caer en un sueño profundo y satisfactorio.



****


La sábana se le enredó cuando se volvió y se estiró en la cama grande. Tenía las piernas lánguidas por el calor. Tuvo varios sueños que se mezclaron uno con el otro… Un hombre, cuya imagen conocida se borró por la bruma del sueño, pronunció quedo el nombre de ella y Paula se quedó sola. Tambaleante trataba de encontrar el camino en la penumbra de un bosque donde la neblina ocultaba las ramas de los árboles.


Se lastimó un dedo al tocar la rugosa corteza y ella se le quedaba mirando; unas gotas de sangre caían al suelo entre trozos de cristal roto. Un gemido recorrió su garganta, pero se atoró en sus labios; luego escuchó la voz del hombre que se filtraba a través de las capas del sueño. También percibió una fragancia, el cálido y tentador aroma que flotaba en el aire le incitaba el olfato. Despacio, abrió los párpados.


—Café —anunció Pedro al colocar una taza sobre la mesita de noche—. Quizá te ayude a despertar.


Caminó a la ventana y descorrió la cortina para que entrara la luz gris y acuosa. Ella cerró un momento los ojos para protegerlos del brillo apagado.


—¿Qué hora es? —murmuró ella.


—Tarde —informó Pedro—. Dormiste muchas horas y pensé que estarías a punto de levantarte.


Ella dirigió la mirada a la ventana donde la lluvia golpeaba contra el cristal.


—Me parece que estoy en el lugar correcto —dijo—. Quizá decida invernar. ¿Por qué no te vas y permites que haga eso?


—¿Te tienes lástima porque Adrian no está aquí para compartir tu idilio?


—Vete —repitió en tono grosero mientras tiraba de la sábana para cubrirse el pecho—. Y llévate tus suposiciones sin fundamento. No me hace ninguna falta despertar para que me molestes.


—¿Esconderte debajo de las mantas te dará la respuesta a tus problemas? —preguntó escéptico—. Dudo que así llegues lejos.


—Allí está la puerta —recalcó—. ¡Úsala!


—Eres una chica muy dulce —sonrió—. Bebe tu café, Paula —ordenó—. En un instante te sentirás como una persona diferente.


—Deja de decirme qué he de hacer —se quejó al levantar la taza para darle un sorbo.


Él se sentó con toda comodidad en una silla al lado opuesto de la cama y con la punta del zapato acercó un taburete. Ella lo miró por encima del borde de la taza.


—¿Nunca sigues las reglas de cortesía de la sociedad? —preguntó irritada—. ¿No puedes pensar en abandonar la habitación?


—Podrías volver a dormirte —levantó la taza de la mesa a su lado y le dio un buen sorbo—. Prefiero que hablemos.


—Descubrí que la mañana no es buen momento para charlar —murmuró ceñuda.


—Al contrario, puede ser el mejor momento. Quizá para comenzar, te agradaría decirme por qué tenías la necesidad de aislarte. Suponiendo, desde luego, que tu versión en cuanto a Adrian sea cierta.


Paula se puso tensa. Presintió que podía confiar en Pedro porque era un hombre con fuerza y podía ser un defensor, pero él siempre la había juzgado y declarado culpable, así que no estaba dispuesta a descuidar la guardia para confiar en él. Tratándose de ella, Pedro siempre la condenaría. Además tenía que descubrir lo que había detrás de las insidiosas amenazas que había recibido.


—No quiero hablar de eso —levantó un hombro descubierto—. Y menos contigo.


—Entonces no puedes esperar que aprecie tu punto de vista.


Paula no contestó. Dejó su taza y estiró un brazo para levantar la bata de seda de la silla junto a la cama. Pedro tenía la mano ganadora mientras tuviera a Paula atrapada ahí. Eso la hacía sentirse torpe e inquieta y la colocaba en desventaja.


Deslizó la prenda sobre sus hombros descubiertos, se rodeó con ella y ató el cinturón. Vestida de bata roja y dorada, al menos se sentía más controlada en esa situación. Era desquiciante tenerlo ahí observándola bajar los pies de la cama y ponerse las pantuflas.


Él bebió lo que quedaba de su café y dejó la taza sobre la mesita.


—Bebes demasiado café —comentó Paula al enderezarse y permitir que la suave tela cayera al suelo.


—Hablas como lo hace mi madre. Ella es enfermera y siempre recalca los efectos negativos que encierra el exceso de cafeína.


—Pero no le haces caso a sus advertencias.


—El café me agrada y me ayuda a pensar.


Se encogió de hombros.


—No puede ayudarte mucho porque sigues teniendo ideas alocadas en cuanto a lo que tramo —se llevó una mano a los rizos castaños—. ¿Por qué estás tan decidido a pensar lo peor de mí?


Él se puso de pie sin dejar de mirarla como si penetrara cada poro de la piel femenina y Paula comprendió que había sido un error retarlo. Tenía la boca seca y alisó los pliegues de su bata con dedos levemente temblorosos. Pedro no se movió, pero fue como si la hubiera tocado porque su mirada pareció una llama que se extendía febril por todo su cuerpo.


—¿Por qué será, que hagas lo que hagas y por más injurioso que sea tu comportamiento, no dejas de hechizarme? —respondió pensativo—. Tienes el cuerpo de un ángel con la fruta prohibida en sus manos, sin embargo, eres tan insustancial como una ninfa que revolotea por los arroyos en las montañas. Extiendo una mano para tomarte y te deslizas de mis dedos como una cascada de mercurio. ¿Qué posibilidad tengo, qué posibilidad tiene cualquier hombre, después de que comienzas a desplegar tu magia?


Se acercó y la tomó de los brazos. Ella lo miró sorprendida y titubeante. Él era el hombre de su sueño; sus anhelos subconscientes habían surgido durante el sueño; la habían traicionado y le habían dejado el cuerpo en conflicto con su mente. Estaba transfigurada sin poder alejarse y tenía las piernas débiles.


—¿Qué talismán habrá que pueda protegerme de ti? —preguntó conmocionado—. Riñes, insultas, pero no ejerces ningún efecto. Sólo haces que te desee más. Me incitas a besarte para borrar las duras palabras de tus labios, para sentir tu boca suave y temblorosa bajo la mía.


Deslizó los pulgares sobre sus brazos y le provocó pequeños torbellinos de calidez que traspasaron la delgada seda de la bata. Pedro la oprimió contra su cuerpo y sus labios buscaron el palmo terso de su mejilla y luego la curva llena de la boca. El beso fue dolorosamente dulce, una deliciosa sensación que duró y giró como un círculo eterno de incitante exploración.


¿En dónde estaban las defensas de Paula contra ese tierno asalto? ¿Qué tenía él que la dominaba y la dejaba a su innegable encanto masculino? Pedro la acomodó a su cuerpo y la incitó a que permaneciera dentro de sus brazos y ella accedió de buena voluntad.


El mundo exterior con todas sus adversidades se desvaneció por la excitación del abrazo de Pedro. Ella había luchado contra él, y trató de mantenerlo alejado de su vida… ¿Había sido por miedo? Antes la lastimaron, pero eso quedó en el pasado, ya no era una jovencita frágil, expuesta de manera repentina y cruel a las duras realidades de la vida. ¿No era el momento de olvidarse de los temores y las inseguridades para ceder a la delicia embriagante del amor y la pasión?


Ese hombre, en especial, tenía el poder de incitarla a que se atará a él. ¿Era eso posible? Si tan solo él le creyera… ¿No podrían sumergirse juntos en las aguas del Edén para ser renovados para siempre?


Pedro delineó la esbelta columna de su cuello con una mano. Con los labios siguió el mismo camino que sus dedos recorrieron. Con suavidad, alejó los sedosos pliegues de la bata y con la boca rozó la piel cremosa; luego, con la lengua probó el valle sombreado entre los senos.


Con caricias él buscaba la curva de la cadera y el muslo femenino, la respiración y el pulso de Paula se aceleraron. 


Despacio, él la empujó hacia la suavidad de la cama y se colocó encima de ella para que su cuerpo la quemara como un hierro candente.


Paula se movió inquieta debajo de él y su corazón comenzó a golpetear sin control mientras ella registraba los fuertes movimientos de la musculatura de Pedro. La sangre cantó en sus venas cuando las manos de él buscaron un seno. 


Con el pulgar acarició el montículo que la bata de seda moldeaba y lo deslizó al pezón. Paula contuvo el aliento, una y otra vez murmuró el nombre de Pedro quien le alteraba los sentidos y le elevaba la temperatura.


Pedro


—Lo sé, cariño… lo sé —murmuró ronco—. Quédate conmigo, permite que te guíe. Te ayudaré a que experimentes sensaciones que sólo en sueños has tenido. Prometo que no te arrepentirás.


Paula aceptó el poder que él ejercía sobre ella. La hacía sentirse muy femenina y el más leve contacto de los dedos masculinos la transportaba al éxtasis. Había algo en Pedro que la incitaba como ningún hombre lo había hecho… Pero de todos modos, una vocecita de cautela la frenaba. ¿Qué sentía él por ella? ¿Había algo más que deseo en su pasión? ¿La acosaba por algo más que el deseo carnal?


—Olvida el pasado —murmuró Pedro al notar su leve distanciamiento—. ¿Realmente tiene alguna importancia? —habló más quedo—. No necesitas a Adrian. Él está fuera de límites y nunca podrá darte felicidad; pero tú y yo, Paula, juntos podríamos alcanzar las estrellas.


Él seguía convencido de su culpabilidad. Nada de lo que dijo había cambiado la opinión que tenía de ella. Sintiéndose infeliz, volvió la cabeza para que él no viera las lágrimas que le causaban escozor en los ojos. ¿Cómo pudo olvidar cómo era él? Pedro seguía sospechando de ella, pero la acosó sólo para calmar una necesidad imperiosa. Rebecca estaba ocupada, así lo había dicho él, de modo que la buscó a ella.


¿Qué posibilidad había de que ese hombre la amara o de que le fuera fiel a una sola mujer?


Se equivocó cuando pensó que ya nunca volverían a lastimarla y sabía que en esa ocasión el dolor no desaparecería. Estaría presente siempre, en el transcurso de los años; sería una constante molestia en la boca del estómago.


—Quizá podríamos hacerlo, pero, ¿qué pasará después? —contestó ronca—. ¿Regresarás a la tierra sobre nuevas pasturas? ¿Por qué los hombres piensan que pueden aprovecharse de las mujeres y quedar impunes?


Pedro calló un momento, luego colocó un brazo a cada lado del cuerpo de Paula y se inclinó hacia ella.


—Tienes que olvidarlo —dijo severo—. Adrian nunca fue tuyo. Lo sabes, pero no te animas a aceptarlo.


Se impulsó para ponerse en pie y se apartó de la cama; el timbre del teléfono rompió el silencio y Pedro apretó la boca.


—Tarde o temprano tendrás que soltarlo, porque yo estaré vigilando para asegurarme de que lo hagas.


Levantó el auricular y gruñó.


Con un gesto protector, Paula se envolvió con la bata; tenía la mente congelada. ¿Cómo le había sucedido esa tragedia de enamorarse de un hombre que jamás sería parte de su futuro? Ella no le interesaba a Pedro Alfonso, él la deseaba sólo como un capricho pasajero. Su mayor y única preocupación era mantenerla alejada del esposo de su hermana.


—¿Qué pasa? —preguntó Paula al ver la palidez de su rostro, después de que él cortó la comunicación.


—Emma está en el hospital —respondió—. Hay peligro de un aborto.



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