viernes, 20 de octubre de 2017

NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 9




El rechazo ante la arrogante afirmación de él fue como un grito en su cabeza. Había abierto la boca para dejarlo salir por sus labios cuando una tardía corriente de sentido común le impidió hacerlo. Recuperando un poco de control, se forzó en mirarlo a la cara y logró mantenerse calmada a pesar de la burla que reflejaban sus ojos.


—También dije que no quería que me atacaran…


—Ambos sabemos que yo no te estaba atacando. Jamás he atacado a una mujer y desde luego que no era lo que estaba haciendo. En realidad, tú estabas disfrutando…


—¡Eso no es cierto! —contestó Paula, preguntándose a sí misma por qué no podía mantener la boca cerrada. Se estaba delatando con cada cosa que decía.


El no creía ni una palabra de las que ella decía: la escéptica expresión de su bella cara y la manera tan cínica con la que levantó una ceja lo dejaron claro.


—Me alivió que me soltaras el pelo… con aquel moño me sentía como si me lo estuvieran arrancando de raíz. Y tú fuiste lo suficientemente amable como para ayudarme… —logró decir ella—. Y… obviamente fue un alivio…


—Obviamente —confirmó Pedro de manera irónica.


A continuación volvió a guardar silencio y esperó a que ella dijera algo más. Pero no había nada que Paula pudiera decir, nada que no la condenara aún más ni que no la hiciera parecer más tonta de lo que claramente él pensaba que era.


—Y eso es todo.


—Desde luego —respondió él, dejando claro con la manera en la que arrastró las palabras que no creía en absoluto que aquello fuera todo.


—Cualquier otra cosa está sólo dentro de tu imaginación.


La manera en la que Pedro inclinó la cabeza en lo que parecía un gesto de concesión, pero que en realidad era todo lo contrario, fue el colmo. Paula pensó que no podía permanecer allí sentada durante más tiempo viendo la diversión que reflejaban los ojos de él y escuchando la burla que su voz no podía ocultar.


—Y ahora me gustaría regresar al hotel —dijo, tratando de levantarse.


Pero se había olvidado de la manera en la que le habían dolido los pies. La dolorosa presión que sus zapatos hablan ejercido sobre éstos había sido la razón por la cual se había quedado descalza nada más sentarse. Pero se le habían hinchado los pies y, al tratar de levantarse, éstos le dolieron aún más. No pudo evitar emitir un grito de aflicción al sentir cómo el dolor le recorría los pies. Tuvo que cerrar los ojos.


—¿Qué…? —comenzó a preguntar Pedro, levantándose de inmediato y sujetándola—. ¿Qué ocurre?


—Mis pies… —contestó ella, abriendo los ojos.


Aquello fue todo lo que logró decir. Miró a Pedro a la cara y vio en ésta reflejada lo que parecía una sincera preocupación.


—¿Tus pies? —dijo él, mirando hacia abajo y aparentemente percatándose por primera vez de que ella estaba descalza—. Vuelve a sentarte.


Entonces la ayudó a sentarse de nuevo y Paula suspiró, aliviada.


—Déjame ver… —ordenó Pedro, poniéndose de rodillas delante de ella. Le tomó los pies y los colocó en una posición adecuada para que les diera la luz.


Con el corazón acelerado, Paula sintió cómo le acariciaba su dolorida y amoratada piel.


—¡Madre de Dios! —exclamó él—. ¿Qué ha ocurrido aquí?


El cambio de humor de Pedro fue tan repentino que ella levantó la cabeza de inmediato.


—Mis zapatos… —contestó, tratando de controlar las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos.


—¡Tus zapatos! —espetó Pedro sin ninguna amabilidad. Parecía estar muy enfadado, incluso consternado—. Te pones zapatos que le hacen esto a tus pies.


Parpadeando, Paula miró el pie que él estaba sujetando en alto para que ella lo viera. Las ampollas eran mucho peores de lo que había esperado. Tenía parte del pie en carne viva y algunas de las ampollas se le habían reventado.


—No me había dado cuenta de que los tenía tan mal.


Pero Pedro no estaba escuchando. En vez de ello había agarrado los zapatos y los estaba observando con el ceño fruncido. Con lo delicados que éstos parecían, resultaba casi imposible creer que hubieran podido hacerle tanto daño.


—¿Qué demonios te poseyó para decidir llevar puestos unos instrumentos de tortura como éstos? Debías haber sabido que te iban a hacer mucho daño.


—No me molestaban cuando me los probé. Pero no estoy acostumbrada a llevar tacones… ni tantas tiras.


En realidad, Paula no había pretendido llevar aquellos zapatos, pero el estrés del día y la sucesión de eventos habían hecho imposible que encontrara unos más cómodos que ponerse.


—Bailaste conmigo… —comentó él.


—Sí, lo hice. Pero…


Paula no sabía adonde quería llegar él con aquello.


—Bailaste conmigo mientras llevabas puestos estos malditos zapatos. Te destrozaste los pies…


—Yo… —comenzó a decir ella.


La verdad era que no se había dado cuenta. En aquellos momentos se había sentido como si hubiera estado bailando en el aire y no había notado ninguna molestia en los pies. Pero admitirlo era dirigirse hacia una trampa, supondría darle a Pedro más munición para las arrogantes suposiciones que había estado haciendo con anterioridad.


—En aquel momento no me dolían. Sólo empezaron a dolerme cuando salí aquí fuera. Creo que andar sobre la hierba, bajar las escaleras…


Pedro no la creyó, desde luego; la expresión de su cara lo dejó claro.


—Ven aquí —ordenó, tendiéndole los brazos.


Cuando ella vaciló, insegura de lo que quería él, Alfonso murmuró algo y se acercó a su cara. El aroma de aquel hombre la embargó, se apoderó de sus sentidos, y sintió cómo un escalofrío le recorrió el cuerpo.


Se preguntó a sí misma qué estaba haciendo Pedro. Trató de emitir la pregunta en alto, pero aunque abrió la boca para hacerlo le fue imposible. Entonces él se agachó aún más y la tomó en brazos. La levantó del banco y la apoyó sobre su pecho.


—¿Qué estás haciendo? —logró preguntar ella, confundida e impresionada. La pasión le recorrió las venas debido a la proximidad de él.


—Te voy a llevar dentro —contestó Pedro. Pareció sorprendido ante el hecho de que ella hubiera tenido que preguntar—. Tal y como tienes los pies, no puedes andar, por lo que ésta es la mejor manera de meterte dentro antes de que te hagas más daño.


—Pero…


—¡Silencio! —ordenó él con dureza—, esto es lo que voy a hacer… no hay más que hablar.






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