jueves, 19 de octubre de 2017

NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 6




—¿Yo? 


Paula pensó que Pedro no podía estar hablando en serio. 


Había pensado que sabía por qué el Forajido había insistido en celebrar el banquete. Un inflexible orgullo le había obligado a mantener la cabeza en alto y le había impedido admitir que algo había salido mal. Estaba decidido a lograr que nadie pensara que le había importado lo que había ocurrido aquel día.


Le había dicho directamente que su planeado matrimonio con Natalie no había sido otra cosa que un matrimonio de conveniencia y le mostraba al mundo lo poco que le importaba el abandono de su novia al seguir adelante con el banquete de la boda. Pero seguramente que, como para ella, aquello también suponía una prueba de aguante para él. Todos los miraban y cada movimiento que hacía era observado y comentado.


Sonrió de nuevo. Fue una sonrisa que iluminó su cara pero no sus ojos, los cuales continuaron reflejando una gran frialdad.


Paula se estremeció bajo aquella mirada, pero otras partes de su cuerpo, partes más femeninas e íntimas, estaban respondiendo ante el poder de la sonrisa de aquel hombre.


Bastaba con que él curvara levemente los labios para que la calidez se apoderara de su cuerpo y para que se le acelerara el corazón. Nunca antes su mente había entrado en una lucha tan intensa con sus sentidos. Sabía que su parte inteligente debía ser la más fuerte y debía apartar cualquier discusión sin ningún problema. Pero en aquel momento era su parte irracional, emocional… completamente sensual… la que estaba ganando.


Podía decirse a sí misma que se estaba imaginando cosas, que ningún hombre podía tener tal impacto sobre ella en tan poco tiempo. Podía repetírselo una y otra vez para tratar de metérselo en su estúpida cabeza, pero incluso cuando pensó que había tenido éxito, seguía deseando que él la mirara con aquellos brillantes ojos y que volviera a sonreír.


—Pensé que habíamos acordado no perder el banquete que ya había sido preparado.


—No acordamos nada… tú estableciste que las cosas serían así.


—Así que, si te pidiera que bailaras… ¿me dirías que no?


—¿Bailar?


Paula se preguntó si Pedro estaba loco.


Como si los músicos les hubieran oído, la música comenzó a sonar en la sala contigua. Confundida, ella parpadeó y observó cómo Alfonso le tendió la mano.


—También contraté a unos músicos —comentó él, esbozando una mueca—. Y tampoco pretendo malgastarlos. Baila conmigo, Paula.


—No… no puedo.


—¿No puedes? —preguntó Pedro en un tono de voz que dejaba claro que le resultaba imposible comprender su respuesta—. ¿O no quieres?


La mano que había tendido él todavía estaba entre ambos.


La anchura de su palma tentó a Paula a poner su mano en ella, a sentir su calidez y la fortaleza de sus músculos. Para evitar hacerlo, apretó los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en la carne. El dolor que le causó le hizo percatarse de que aquello estaba ocurriendo, de que no era un sueño.


—¡No debería bailar contigo!


—¿Por qué no? —preguntó él con dureza.


—¡Se supone que debes empezara bailar con tu novia… con tu esposa!


—Pero mi novia está a miles de kilómetros de aquí. Dime una cosa…


El tono de voz de Pedro cambió abruptamente al acercarse a ella. Bajó la mano y Paula se percató de lo decepcionada que se había quedado ante ello. En realidad sí que había querido tomar su mano y sentir la calidez y la fuerza que ésta desprendía.


—Si éste no fuera el día de mi boda, si nos hubiéramos conocido otro día, en otro momento, y yo te hubiera pedido que bailaras conmigo… ¿dirías que sí? Si ésta fuera una fiesta en la que simplemente nos hubiéramos conocido, ¿bailarías entonces conmigo?


Paula respondió para sí misma que desde luego que lo haría. Se apresuró a cerrar los ojos, temerosa de que él pudiera leerle los pensamientos con la mirada y de que descubriera lo rápidamente que había caído bajo su hechizo.


—¿Lo harías?


Pedro estaba tan cerca de ella en aquel momento que le hubiera bastado con murmurar la pregunta para ser oído. La fragancia de su cuerpo la atormentaba y le hizo pensar en la realidad de la carne y la musculatura que se escondía bajo el elegante traje que llevaba él.


—Paula, contéstame…


—Sí… sí, lo haría.


—Entonces ven… —ordenó Pedro, tendiéndole de nuevo la mano. Pero en aquella ocasión no lo hizo con un gesto amable, sino de forma autocrática—, ¿Por qué pelear? —continuó al percatarse de que ella vacilaba—. No hay necesidad de hacerlo.


Paula se estaba haciendo a sí misma la misma pregunta. 


Pero el problema era que no sabía contra quién estaba luchando, si contra Pedro o contra ella misma.


Tenía muy pocas dudas de que aquello era algo pasajero; él sólo estaba buscando una distracción, algo que le ocupara la mente para no pensar en el hecho de que había sido plantado en el altar.


Incluso si realmente era indiferente ante lo que había ocurrido, el rechazo en público debía de haber afectado por lo menos a su orgullo masculino. Y por eso quería algo con lo que distraerse.


Y ella era la persona que había estado más cerca.


Pero si era sincera, tenía que admitir que no le importaba que fuera ésa la verdadera razón… si significaba que podía tener aquella noche. Si podía estar con Pedro durante unas horas…


—Está bien —concedió sin terminar de creerse lo que estaba ocurriendo. No estaba segura de adonde iba a llevar aquello. Sólo sabía que siempre se arrepentiría si rechazaba el ofrecimiento de Alfonso—. Está bien… bailemos.


Cuando Pedro le tomó la mano y sintió la calidez y la fuerza de sus dedos, el pequeño vuelco que le dio el corazón le dijo que había tomado la decisión correcta. La decisión que provocó que aguantara la respiración en anticipación a lo que iba a ocurrir a continuación.


Incluso aunque al finalizar el día, cuando el reloj marcara las doce, su carruaje se convirtiera en una calabaza y su ropa en harapos, aquella noche Cenicienta iba a asistir al baile. Iba a bailar con el príncipe y, si a medianoche todo terminaba, demostrando así que era la fantasía que ella sospechaba, por lo menos habría tenido una noche.


—Bailemos —dijo Pedro con la satisfacción reflejada en la voz.


A Paula se le alteró la sangre en las venas. Se olvidó incluso de cómo le dolían los pies y de cómo las tiras de sus elegantes zapatos se le estaban clavando en la carne mientras se dirigía con él hacia la sala donde estaba el baile.


Pero cuando pasaron por las grandes puertas de madera que daban al exterior, se percató de que éstas estaban abiertas y vio que al final de las escaleras había una gran limusina con el motor encendido, claramente esperando a algún invitado que se marchaba antes de tiempo.


Comenzó a andar más despacio y le cambió el ánimo. 


Afuera ya había oscurecido y ello le recordó que aquel increíble día, en el que nada había salido como había esperado, estaba comenzando a llegar a su fin. Y no pudo olvidar que, en el refugio que ofrecía su habitación de hotel, su padre y Petra estarían sintiendo las repercusiones de los hechos acontecidos aquel día.


Y por muy encantador que fuera, o no, Pedro seguía siendo la persona implacable que se había ganado su famoso apodo. El hombre cuyas conexiones con su padre habían convertido a Pedro Alfonso en la sombra del hombre que un día fue.


—¿Paula?


Pedro había detectado su cambio de humor y la manera en la que había aminorado el paso. Se detuvo y la miró sobre su hombro. Pero no se dio la vuelta.


—Quizá debería regresar —sugirió ella.


—No.



—Pero debería comprobar cómo está mi padre…


—¡No! —espetó él—. No te vas a marchar.


—Pero Pedro, creo que debería hacerlo. Así que si pudieras arreglarlo para que un coche viniera…


Impresionada, Paula dejó de hablar al observar cómo él negó enfáticamente con la cabeza y la dura mueca que esbozó con su bella boca.


—No va a haber ningún coche.


—Oh, pero seguro que tienes más de uno… —comenzó a protestar ella. Pero emitió un grito ahogado al percatarse de lo que realmente había dicho Pedro.


No había dicho que no tuviera otro coche, sino que no habría ningún otro coche. No le estaba diciendo que iba a ser difícil conseguirle un medio de transporte, sino que no estaba dispuesto a hacerlo.


—¿Qué quieres decir con que no va a haber ningún coche? —preguntó, clavando sus tacones en el suelo tanto física como mentalmente. Se negó a moverse.


Trató de soltar su mano de la de él cuando pareció que Pedro pretendía continuar andando. Pero Alfonso la agarró con más fuerza.


—¡No puedes mantenerme aquí!


—Pensé que querías quedarte —contestó él con una dulce voz.


Dulce voz que no iba acompañada por la advertencia que reflejaron sus ojos y que provocó que Paula se estremeciera. Se preguntó a sí misma si quería quedarse. Hacía un momento había estado muy segura, pero había comenzado a planteárselo.


—Creo que tal vez…


—Creo que tal vez, no —la interrumpió Pedro—. No te pidieron que fueras con ellos, así que no tienes ninguna necesidad de marcharte… no hasta que yo te lo diga.


¡Aquello era demasiado! Al oír la arrogante declaración de Alfonso, ella levantó la cabeza y lo miró a la cara con desafío.


—¿Qué te da el derecho de decir cuándo puedo ir o venir?


Pedro se dijo a sí mismo que se había equivocado al actuar de aquella manera. Ella no iba a permitirle que se saliera con la suya. Un inesperado sentimiento de admiración se apoderó de su mente al percatarse del desafío que reflejaban los ojos de aquella mujer. Si no tenía cuidado, la iba a perder, y no quería permitir que se apartara de él… no hasta asegurarse de que era suya. En aquel momento Paula parecía una yegua nerviosa, exactamente igual a las yeguas de pura sangre que él criaba.


Aquella hermana Chaves suponía un gran desafío, un desafío más grande del que había imaginado. Y lo cierto era que le gustaba la idea. Paula era mucho más interesante que su hermana. El resultado final haría que el esfuerzo mereciera la pena.


—No es que tenga el derecho…


Paula no sabía si la mueca que estaba esbozando Pedro era de diversión o de admiración ante su descaro al desafiarlo.


—Quizá no esté preparado para soltarte —comentó finalmente él.


Aquella respuesta no se parecía en nada a la que ella había esperado oír. Se quedó impresionada, incapaz de creer que lo hubiera oído bien. Se preguntó si realmente había dicho…



—¿Qué quieres decir con eso?


—Ya te lo he dicho; estás aquí porque quiero que estés aquí.


Y él siempre obtenía lo que quería. Pero lo que Paula no comprendía era por qué la quería allí, qué quería de ella.


—Así que te vas a quedar hasta que yo te diga que te puedes marchar —dijo Pedro, cerrando la puerta con un movimiento brusco.


Impresionada, ella gritó.


—Vamos, Paula —se burló él—. ¿Qué crees que te voy a hacer? ¿Crees que voy a violarte aquí mismo, delante de todos mis invitados?


Entonces comenzó a acariciarle la mano que le tenía agarrada. Ella sintió cómo cada nervio de su cuerpo se alteraba.


—Simplemente te estoy pidiendo que te quedes, para que bailes y compartas la velada conmigo.


Pero Paula sólo podía pensar en que él le había dicho que quizá no estaba preparado para soltarla. Incluso se mareó al repetírselo una y otra vez en la cabeza.


Se preguntó a quién estaba tratando de engañar. En realidad ella misma quería quedarse. Cenicienta quería quedarse en el baile… y quería pasar más tiempo con aquel hombre que, si no era el Príncipe Azul, era desde luego el más encantador, glamuroso y devastador macho que había visto en toda su vida. Ya no tenía tanto miedo ni estaba tan preocupada como lo había estado hacía unos minutos, pero le dio un vuelco el estómago al pensar en la velada que tenía por delante.


Se preguntó a sí misma si podía manejar aquella situación, si podía soportar a un hombre como Pedro. La clase de hombre que estaba a años luz de cualquier hombre que hubiera conocido con anterioridad y que vivía la clase de vida que ella jamás había experimentado. También se preguntó si podría soportar siquiera una noche en su compañía y si podría perdonárselo a sí misma si se acobardaba en aquel momento.


Todo había cambiado. Increíblemente, parecía que Pedro también sentía algo. Su cerebro le estaba diciendo que se marchara de allí mientras pudiera, mientras que su parte femenina le estaba suplicando que se quedara. 


Y la tensión resultante de la guerra entre ambas posturas parecía que la iba a partir en dos.


A su lado, él le colocó la mano sobre su pecho para que ella pudiera contar cada latido de su corazón mientras la miraba profundamente a los ojos.



—Sólo un baile, belleza. ¿Es eso mucho pedir? —le preguntó.


Y cuando le sonrió, ella supo que estaba perdida. Sólo había una respuesta que podía dar.


—No, desde luego que no es mucho pedir.


Sólo un baile… Pero Paula se preguntó si supondría el fin o el inicio de algo. Sólo sabía que no iba a ser capaz de descansar hasta que no lo descubriera.



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