jueves, 19 de octubre de 2017
NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 4
Un par de horas después, Paula se preguntó si realmente había pensado que las cosas podrían mejorar. La verdad era que en realidad no sabía si las cosas estaban mejorando… o yendo mucho peor.
Inquieta, anduvo por el gran comedor decorado en tonos azules y de color oro. Aquél era el lugar donde se había ofrecido el banquete que debía haber servido de celebración para la boda de Pedro. Un pequeño ejército formado por miembros del personal de Alfonso estaba llevándose los restos de la maravillosa comida.
Ella había logrado llevarse dos bocados a la boca y había tenido que reconocer que la comida estaba deliciosa. Pero le había resultado imposible comer más. El estómago no había parado de revolvérsele y la cabeza le dolía mucho.
Y todo había empeorado ya que Pedro había insistido en que se sentara a su lado… en el asiento que debía haber ocupado su esposa.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —se preguntó Paula a sí misma al detenerse delante de una de las inmensas puertas francesas que daban a un amplio balcón de piedra desde el que se veían los jardines y la piscina de la mansión.
El agua de la piscina brillaba intensamente bajo el sol. Sintió ganas de quitarse la ropa y sumergirse en ella. O por lo menos de quitarse los elegantes zapatos que la estaban matando y meter los pies para refrescarlos.
—Así que aquí es donde te estás escondiendo…
Aquella profunda voz masculina la devolvió a la realidad.
Aunque sólo lo había oído hablando aquel día y la noche en la que se habían conocido, sabía que siempre reconocería que era la voz de Pedro Alfonso. El sexy acento que éste tenía y el profundo timbre de su voz lo hacían inconfundible.
—No me estoy escondiendo. Simplemente estaba tomando el aire.
Deliberadamente, mantuvo la mirada en la piscina. No quería mirar la cara de Pedro ya que era consciente de que le traería a la mente los pensamientos que tan duramente estaba luchando por apartar de su cabeza. Además, ya le había mirado demasiado su hermosa cara, se había preguntado qué escondían aquellos impresionantes ojos, había tratado de juzgar su estado de ánimo según el tono de cada palabra que había dicho… y había fracasado. Fuera lo que fuera lo que él tenía en la cabeza, se lo estaba ocultando sin ningún esfuerzo. Todo lo que decía, cada gesto, cada expresión que reflejaba en la cara no dejaba entrever absolutamente nada.
—Y tratando de comprender qué demonios estoy haciendo aquí.
—Estas aquí como mí invitada… al igual que todos los demás.
—Una invitada en el banquete de una boda que nunca se celebró. Parece algo extraño.
—¿No crees que es una solución práctica a un problema de la misma índole? No tenía ninguna intención de perder el dinero que había pagado por todo esto.
—¿Pagaste tú el banquete? —preguntó ella, impresionada.
Cuando se había enterado de que la boda se iba a celebrar en España, le había impresionado, pero Natalie le había dicho que Pedro había insistido en ello.
—¿Pero por qué?
—Tu padre no podía permitirse hacer las cosas como quería tu madrastra… y yo sí.
A Paula le impactó que él le hubiera contestado aquello sin ningún toque de cinismo… lo que le preocupó aún más.
Sabía que su madrastra tenía gustos extravagantes y últimamente había sido obvio que su padre había tenido ciertas dificultades para consentirla de la misma manera que había hecho en el pasado.
—Y yo quería que mi novia sólo tuviera lo mejor.
Aquello no tenía sentido. Pedro le había confesado que no le había importado que Natalie le hubiera dejado plantado en el altar, pero al mismo tiempo había estado dispuesto a gastarse una fortuna para asegurarse de que ella estuviera orgullosa de su boda.
—Has sido muy generoso.
Pedro se encogió de hombros.
—Si no hubiera invitado a todos a venir aquí, me hubiera agobiado con tanta comida cara y con tanto vino sin nadie que me ayudara con ello. Y no todo el mundo ha comido tan poco como tú.
Paula se percató de que él se había fijado en la manera en la que ella había estado dando vueltas a su comida en el plato. La sensación de haber sido observada desde tan cerca, de que aquel hombre se diera cuenta de todo lo que hacía, era desconcertante.
Pudo ver la alta figura de él reflejada en el cristal de la puerta francesa al comenzar a ponerse el sol. Pedro se había quitado la elegante chaqueta del traje, por lo que pudo ver el chaleco que llevaba, chaleco que enfatizaba la musculatura de sus brazos y la anchura de sus hombros.
—¿No te ha gustado la comida?
—No es eso, sino que no me gustaba la sensación de ser observada… de estar como en una exposición. Me sentía como si todo el mundo me estuviera mirando… preguntándose por qué estaba yo allí.
—¿Y a quién le importa lo que piense la gente? —preguntó Pedro, dejando claro que a él no le importaba en absoluto.
Paula no podía continuar con aquella conversación sin mirarlo, por lo que se forzó en darse la vuelta hasta estar cara a cara con él.
Pero aquello no la ayudó. La expresión de Pedro no reflejaba nada.
Cualquiera que los mirara simplemente vería que le estaba prestando atención por educación… la natural cortesía de un anfitrión atento hacia uno de sus invitados. Pero al mirarlo de frente, Paula no pudo ignorar el hecho de que él estaba ejerciendo un control total sobre cada una de sus facciones, sobre cada expresión que reflejaba su cara.
Tenía los párpados tan caídos que casi tenía los ojos cerrados. Ello le otorgaba un aspecto adormilado que tenía un efecto devastador en el ritmo cardiaco de ella. Pero bajo aquellos párpados, lo último que reflejaban los ojos de Pedro era que estuviera adormilado. Estos brillaban con gran intensidad al observar cada movimiento que ella hacía.
—Y tenías que evitar a los paparazis —continuó Alfonso—. Yo te ofrecí una manera de lograrlo.
—Te lo agradezco…
A Paula le tembló levemente la voz al recordar los reporteros que hablan estado a las puertas de la catedral. Escudada tras la alta figura de Pedro, se había apresurado a entrar en una de las limusinas, donde estuvo segura tras los cristales ahumados. Desde allí observó el interés de los periodistas y el continuo flash de las cámaras.
—Así como estoy segura de que también te lo agradecen mi padre y mi madrastra.
Sólo les había visto una vez desde que habían llegado a la preciosa casa de Pedro. Su padre había estado ayudando a Petra a sentarse en un asiento y le había acercado un brandy… aunque lo cierto era que parecía que él mismo se iba a caer al suelo. La huida de Natalie les había afectado mucho a ambos y por esa razón debía estar agradecida con Alfonso por la manera en la que estaba actuando.
—Protegernos de la prensa quizá haya sido el comienzo de todo, pero hay mucho más implicado.
—¿Tú crees? —preguntó Pedro, levantando una ceja.
Aquello provocó que Paula se ruborizara. Tenía la sensación de que con aquel hombre siempre decía algo incorrecto.
Desde el momento en el que había llegado a la catedral para informarle de que la ceremonia no se iba a celebrar, él nunca había reaccionado de la manera que ella había anticipado.
—Bueno, tiene que haber más repercusiones, si no, nada de esto tiene sentido —respondió.
—Tú estás aquí porque yo quiero que estés aquí —comentó Pedro—. Y eso es todo lo que importa.
—¿Siempre consigues lo que quieres?
Alfonso no respondió a aquella pregunta verbalmente. No tenía que hacerlo. Su mirada y la inclinación de su cabeza le dijeron a ella todo lo que tenía que saber. Paula pensó que lo peligroso fue la reacción que apenas fue capaz de controlar… la excitación que le recorrió el cuerpo… el placer que sintió al pensar que él la había descrito como alguien a quien quería allí, a su lado. Alguien por quien estaba preparado a maniobrar para llevar a su casa.
Cosas como aquélla no le ocurrían a ella. Hombres como Pedro no le ocurrían a ella. No les ocurrían a bibliotecarias hogareñas con el pelo castaño oscuro, sino que le ocurrían a rubias explosivas de ojos azules.
—Parece que te has recuperado muy bien —comentó repentinamente. Necesitaba cubrir su propia confusión con un desafío que pareció demasiado agresivo debido a los incómodos pensamientos que se ocultaban tras él—. No me puedo imaginar que nadie más que haya sido abandonado en el altar tan recientemente sea un anfitrión tan afable.
—¿Hubieras esperado que me hubiera derrumbado en las escaleras de la catedral y que hubiera comenzado a llorar? —preguntó Pedro sardónicamente.
—Pero si querías casarte con ella… si la amabas…
—¿Amarla?
Alfonso se rió de manera cínica. Fue un acto tan frío y burlón que Paula se echó para atrás.
—Yo no creo en el amor. Nunca lo he hecho. Y nunca lo haré.
—¿Entonces por qué te ibas a casar con Natalie?
En aquella ocasión Pedro frunció tanto el ceño que apenas se le vieron los ojos en la cara. Paula tuvo la incómoda sensación de ser una pequeña e indefensa mariposa en un microscopio preparada para ser diseccionada.
—Era lo que tu hermana quería. Ella lo deseaba y a mí me venía bien. No había nada de amor implicado.
—Ibas a casarte con mi hermana sólo porque… —comenzó a decir Paula, enfadada. Pero entonces las palabras se borraron de su lengua al pensar en la segunda cosa que había dicho él—. ¡No… ella no haría eso!
—¿Por qué estás tan indignada, belleza? —preguntó Alfonso en voz baja—. Seguro que lo sabías.
—Bueno, sí…
Natalie le había admitido que no amaba a Pedro, y en aquel momento él había dejado claro que tampoco la había amado a ella. Se preguntó qué había planeado ser su hermana… ¿una esposa trofeo? Se preguntó si el Forajido era capaz de una maquinación tan fría.
Pedro le agarró la barbilla y le levantó la cara. Ella no tuvo otra opción que mirarlo directamente a los ojos.
—¿Por qué te impresiona tanto eso? Hay mucha gente que se casa por conveniencia… por razones dinásticas.
—Quizá en el pasado… o en otros países. O gente que necesita dinero. Pero no gente como tú… tú no…
Horrorizada, casi se muerde la lengua al percatarse de lo que había estado a punto de decir.
—¿La gente como yo no qué? —preguntó Pedro—. ¿Qué ibas a decir, Paula? ¿Humm?
—Bueno, tú no necesitas dinero, ¿verdad? Nadas en billetes… tanto que repugna.
El levantó las cejas de tal manera que ella sintió cómo le dio un vuelco el estómago. Fue consciente de que se había precipitado al hablar y lo había hecho demasiado enérgicamente, pero sólo había tratado de explicar que no pensaba que un hombre tan impresionantemente atractivo y rico como Pedro necesitara casarse por conveniencia. Sólo tenía que chascar los dedos y las mujeres se agolparían en su puerta.
Se preguntó a sí misma si ella sería una de esas mujeres.
Pero no quiso contestar a esa pregunta. Sería demasiado arriesgado perder lo poco que le quedaba de compostura.
—¿Repugna? —repitió Pedro con un extraño tono de voz—. ¿No apruebas mi riqueza?
—No cuando la utilizas para dominar la vida de otras personas.
—Yo no dominé a tu hermana…
Cruzándose de brazos, Pedro se apoyó en la pared y la miró de arriba abajo. Entonces la miró a la cara y el fuego que reflejaron sus ojos dejó claro el enfado que sentía.
Paula se estremeció.
—Natalie sabía muy bien lo que iba a obtener del matrimonio.
Y quizá al principio le había parecido suficiente. Paula tuvo que admitir que según las cosas que le había contado su hermana, le había parecido que ésta estaba emocionada con la idea de casarse con Alfonso… por lo menos al principio. Le había encantado que la vieran agarrada de su brazo y aparecer en todas las revistas de cotilleo. Sólo había sido después, cuando había conocido a aquel nuevo hombre, que las cosas habían cambiado.
—¿Y tú? ¿Qué sacabas tú del matrimonio?
—Yo quería una esposa. Herederos legales a los que les correspondiera todo por lo que he trabajado.
—Hay otras maneras…
En aquella ocasión la mirada que le dirigió Pedro casi echaba chispas debido al desprecio que ésta reflejó. Su expresión dejaba claro que ella no podía haber dicho nada más estúpido, nada en lo que él creyera menos.
—Si estás pensando en el amor, en los romances y en los finales felices, entonces olvídate. Ya te lo he dicho; no creo en el amor.
—¿Por qué no?
—No existe.
Aquélla era la afirmación más fría y definitiva que Paula jamás había oído. Le quedó claro que sería una tontería tratar de discutir con él. Pero su incredulidad le hizo decir algo desconsiderado.
—Por lo que te compraste una esposa.
—No —contestó Pedro cínicamente—. No compré…
—¿De qué otra manera lo llamarías?
—No lo llamaría de ninguna manera, señorita. Porque, si recuerdas, no he terminado teniendo una esposa. Mi novia no mantuvo su promesa.
Aquel comentario garantizó que Paula no dijera nada más al respecto. El tenía razón, desde luego; cualquiera que hubiera sido su acuerdo. Natalie no lo había cumplido. Un pensamiento terrible se le pasó por la mente. Se preguntó si sería posible que él estuviera tan enfadado que fuera a demandar a su hermana por incumplimiento de promesa.
—Y yo no quería simplemente una esposa… había otras cosas implicadas.
—¿El qué? ¿Qué más querías?
—Una unión con una respetable familia dinástica. Ya has oído mi mote —añadió Pedro cuando ella lo miró con recelo.
—¿El Forajido?
Alfonso asintió con la cabeza.
—No se utiliza como un cumplido —comentó.
—¿Y eso te importa?
Paula no podía creerlo. Parecía que a él no le importaban las opiniones de los demás, parecía muy indómito…
—No me importa en absoluto —contestó Pedro, confirmando sus sospechas—. Pero no quiero que mis hijos tengan que luchar por ocupar su puesto en la sociedad como yo tuve que hacerlo. Si tu hermana hubiera sido su madre, si el nombre de vuestra familia hubiera estado unido al de mis hijos, incluso las personas más conservadoras y llenas de prejuicios habrían tenido que aceptarlos.
La voz de él reflejó una cierta amargura. No había necesidad de que explicara los prejuicios que había tenido que soportar… su voz y la oscuridad que reflejaron sus ojos lo dejaron claro.
—No puedo hacer otra cosa que disculparme —dijo ella.
Pedro se encogió de hombros y expresó una total indiferencia. Pero aquel gesto no concordaba con la oscuridad que reflejaban sus ojos, con el hielo que reflejaba su mirada.
—¿Crees que una disculpa es suficiente?
—Creo que por lo menos sería… educado.
—Ah, sí. Los ingleses… siempre son tan educados. Eso, por supuesto, lo arregla todo.
—¡No he dicho eso! —protestó Paula—. ¿Pero hubiera sido mejor si te lo hubiera dicho Natalie?
—¿Es eso lo que hubieras hecho tú, eh? —preguntó Pedro con una premeditada dulzura—. ¿Hubieras venido a decírmelo tú misma? Me pregunto si me habrías dicho la verdad. ¿O si habrías hecho lo que ha hecho tú hermana y te hubieras marchado del país antes que enfrentarte a mí?
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