lunes, 23 de octubre de 2017

NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 18




Paula colgó el teléfono y suspiró. Era la segunda vez que le saltaba el contestador automático en casa de su padre. 


Aquél era un asunto demasiado importante y tenían que hablar de ello directamente. Lo mejor que podía hacer era dejarle un mensaje pidiéndole que la telefoneara en cuanto llegara a casa.


Esperó que eso ocurriera pronto, ya que no creía que Pedro fuera a estar fuera durante mucho tiempo. Pero en aquel preciso momento la puerta principal de su casa se abrió de manera salvaje y Pedro Alfonso entró en el vestíbulo como si hubiera sido conjurado por sus reflexiones.


—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, irritada ante el caso omiso que había hecho él de su exigencia de que no regresara hasta que ella no se lo dijera.


Pero al mismo tiempo no pudo evitar el vuelco que le dio el corazón al volver a verlo.


—Protegiéndome de la lluvia y el viento —contestó él de manera lacónica, pasándose una mano por el pelo.


El vendaval había alborotado el normalmente impecablemente peinado pelo de Pedro, al cual le brillaban mucho los ojos. Jamás lo había visto con un aspecto tan vivo, tan vibrante. La sangre se le revolucionó en las venas y recordó cómo se había sentido al estar en sus brazos, cómo habían sido sus besos y sus caricias. Se ruborizó y esperó que él supusiera que era debido al enfado de volver a verlo allí.


—Te dije que no regresaras a no ser que te telefoneara. Y no lo he hecho.


—Ya lo sé… —comenzó a decir él.


Pero Paula, que prefería sentirse indignada a alterada sexualmente, lo interrumpió.


—¿Que qué estás haciendo aquí? Entras en mi casa como si fuera tuya. Pensaba que tenías cosas que hacer…


—¡A sí es! —espetó Pedro, exasperado—. Y créeme; me hubiera marchado si hubiera podido. Volver aquí bajo este vendaval no habría sido mi primera elección.


—¿Entonces por qué…?


—¡No he tenido otra opción, Paula! —contestó él fríamente—. ¡No he podido hacer otra cosa!


—¿Nada más? ¿Crees que me voy a creer eso?  Seguramente has regresado aquí con algún otro plan para llevarme a la cama. ¿Crees que no te conozco? Oh, venga ya…


Impresionada, Paula dejó de hablar al observar cómo Pedro se acercó a ella y le agarró el brazo.


—¡No, venga ya tú!


Antes de percatarse siquiera de lo que estaba ocurriendo, ella observó cómo Pedro tomó su abrigo del perchero que había en la pared y se lo puso por encima.


—¿Tienes los zapatos puestos? —preguntó él, mirándole los pies a continuación—. Bien.


—Pedro…


Paula trató de soltarse, pero él la agarró con más fuerza y la sacó de la casa.


—¡Pedro! —protestó al sentir el helado viento golpeándole la cara.


Entonces él evitó que el viento le diera, ya que con su cuerpo creó como una barrera para protegerla de los peores elementos de aquella tormenta. También la tapó con su abrigo. Ella se sintió cómoda y segura, como si estuviera en un capullo especial, uno en el cual el calor del cuerpo de aquel musculoso hombre le llegaba incluso a través de la ropa. El aroma de su piel la embargó, un aroma cálido y con olor a almizcle.


En un segundo Paula se olvidó de su enfado, se olvidó de todo salvo de la maravillosa sensación de sentirse segura en los brazos de él. Pedro la guió carretera abajo, por el mismo lugar en el que él se había marchado en su vehículo momentos atrás.


En poco tiempo aquel sentimiento de seguridad dio paso a uno nuevo y completamente diferente. A pesar del tiempo, ella estaba incluso demasiado cálida en su capullo. Recordó la fuerza que había tenido la erección de Pedro cuando habían estado juntos y se le secó la boca. Las ganas de detenerse y besarlo eran casi agobiantes, por lo que, cuando la lluvia le dio de lleno en la cara, incluso estuvo agradecida, ya que la obligó a regresar a la realidad…


—Ahí tienes —dijo Pedro, parándose de repente. Indicó con la mano la escena que había delante de ellos—. Mira…


—¿Qué hay ahí… qué…? ¡Oh!


Paula se quedó muy impresionada al ver lo que tenían delante, lo que él quería que ella viera.


El vehículo que había estado conduciendo Pedro estaba posicionado en un ángulo muy peligroso, con la mitad apoyada en la carretera y la otra mitad suspendida en el precipicio que había junto a ésta. Obviamente había tenido que girar bruscamente para evitar chocar contra algo. Y fue ese «algo» lo que angustió a Paula… un enorme tronco de árbol que había caído sobre la carretera y que estaba taponando el paso completamente. Había ramas esparcidas por todas partes. Una se había introducido por la ventanilla del acompañante del coche y había roto el cristal.


—Ésta es la razón por la que… no podías irte… porque tuviste un accidente —comentó ella con la voz temblorosa.
Pero no sólo le temblaba la voz, sino todo el cuerpo. Y no era de frío.


Mirando el vehículo, se percató de que Pedro había escapado de milagro. No le había caído el árbol encima por cuestión de uno o dos metros. El peso del enorme tronco hubiera aplastado el coche… y a su conductor. Con sólo pensarlo se puso enferma.


—¿Estás bien?—le preguntó.


En la oscura noche se dio la vuelta hacia él y trató de recordar el aspecto que había tenido cuando había regresado a su casa. Había estado despeinado y mojado… pero no había mostrado ninguna herida.


Había salido ileso del accidente… ¿o no? Pensó que había estado tan irritada al verlo de nuevo en su casa que no se había parado a mirar detenidamente. No se habría percatado de si él hubiera tenido algún problema.


Pedro… ¿estás herido? ¿El árbol…?


El horror de lo que podía haber ocurrido se apoderó de nuevo de su mente y las lágrimas se agolparon en sus ojos.


Tuvo que parpadear con fuerza para tratar de ver la bella cara de él. Instintivamente levantó una mano y le acarició la mejilla, ya que necesitaba sentir su calidez. Quería asegurarse de que no le había ocurrido nada terrible.


—Dime que no estás herido.


—Estoy bien… De verdad… salí del coche justo a tiempo. Paula…


Pedro levantó una mano y cubrió la que ella tenía en su mejilla con la suya propia.


Paula sintió que necesitaba tocarlo… sentir su fuerza bajo sus manos, piel contra piel. El pensar que podía haberlo perdido antes siquiera de saber lo que él podía significar para ella era terrible. Era tan aterrador que ni siquiera podía controlar su reacción ante ello.


—¿Paula? —dijo Pedro con dulzura—. Estoy bien… no ha ocurrido nada.


Quizá si él no hubiera sido tan amable, si aquella mano que cubría la suya no la hubiera apretado, ella se habría mantenido entera. Pero la dulzura de aquel hombre era demasiado y rompió las frágiles barreras de su autocontrol… las destruyó completamente. Se le llenaron los ojos de lágrimas y sintió la necesidad de mostrar sus sentimientos, por lo que se acercó a su cara y comenzó a darle unos hambrientos besos en los labios.


—¡Paula! —exclamó él con dureza.


Durante un segundo ella sintió cómo Pedro se ponía tenso y temió que fuera a echarse para atrás, a apartarla de él. Pero a continuación su humor cambió. La abrazó estrechamente y le devolvió beso a beso mientras le sujetaba la cabeza para mantenerla en la posición deseada… donde su hambrienta boca pudiera tener el efecto más devastador.


Durante largo rato fueron ajenos a la tormenta que les rodeaba… sólo fueron conscientes de la tormenta que se estaba formando dentro de sus cuerpos. Pero finalmente comenzó a granizar y Pedro se apartó de ella a regañadientes.


—No… —protestó Paula, agarrándolo de nuevo con los ojos medio cerrados.


—Paula… —le reprendió él— si nos quedamos aquí, vamos a congelarnos.


Ella cuestionó aquello en silencio. No creyó posible que se fueran a congelar, ya que nunca antes se había sentido tan caliente ni tan apasionada.


—No… —murmuró de nuevo.


—Sí, querida… estás empapada… debemos regresar a la casa.


Paula se percató de que, aunque él ya se había referido a ella con anterioridad como «querida», la manera en la que lo dijo en aquel momento fue como si realmente lo dijera en serio, como si lo sintiera de verdad. Se emocionó.


—Entonces vamos —concedió de manera provocadora—. Y calentémonos.




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