viernes, 27 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 9





Pedro solía asistir a las ferias en compañía de Guillermo Rhoades, un investigador de memoria fotográfica que sabía distinguir un documento falso sin necesidad de examinarlo con ninguna lupa. Sin embargo, Guille había sufrido una indigestión y estaba en cama.


En circunstancias normales, habría suspendido la visita a la feria, pero quería ver a Paula Chaves en acción. Si pensaba que podía vender objetos robados delante de sus narices, se llevaría un buen chasco.


Abrió una mesa de tijera y empezó a colocar los folletos de la Oficina del Inspector General de Archivos Nacionales, que además de explicar el trabajo que la institución realizaba, también informaba al público sobre la forma de distinguir documentos robados al Gobierno de los Estados Unidos. Era una forma perfecta de asistir a las ferias de coleccionistas e investigar la procedencia de las antigüedades que se vendían en ellas.


Las puertas del centro de convenciones se abrieron en ese momento, y el público empezó a entrar.


Pedro no se llevó ninguna sorpresa al ver a la multitud. Las ferias de objetos históricos eran muy populares como divertimento y como inversión, porque todo el mundo esperaba encontrar algún tesoro. Sabía por experiencia que la gente compraba lo que fuera, aunque su origen histórico fuera más que discutible. Incluso había llegado a presenciar la venta de la cabeza disecada de un bisonte, que supuestamente, adornaba el despacho del general Custer.


Sonrió al acordarse de la anciana que había comprado aquella cabeza y miró a Paula, que en ese momento vendía un mapa a un hombre bajo y entrado en carnes. El cliente pagó con tarjeta, aparentemente encantado con su adquisición, y esperó a que Paula le diera su recibo.


Pedro maldijo en voz baja y se acercó a su caseta.


—Discúlpeme —le dijo al hombre—. ¿Le importa que mire lo que hacomprado?


—Por supuesto que le importa —dijo Paula, indignada—. Márchate de aquí.


El cliente frunció el ceño y miró a Pedro con confusión.


—¿Quién es usted? ¿Por qué quiere ver mi mapa?


—Soy agente federal, señor. Sólo quiero comprobar su autenticidad.


—¿Su autenticidad? ¿Insinúa que es una falsificación?


—No, por supuesto que no lo insinúa —intervino Paula—. El agente Alfonso sólo quiere decir que…


Pedro la interrumpió.


—Hemos descubierto que en la zona de Washington D.C. están circulando objetos que podrían pertenecer a los Archivos Nacionales.


—¿Que podrían pertenecer? ¿Qué significa eso? —preguntó el cliente—. ¿Son objetos robados?


—No, necesariamente —dijo Paula, adelantándose al agente
federal—. Los profesionales del sector vendemos muchos documentos históricos que pertenecieron al Gobierno en el pasado, pero eso no significa que procedan de robos.


—Es cierto —asintió Pedro—. Con el tiempo, el Gobierno libera los documentos que considera poco importantes y permite que se vendan a coleccionistas privados… Pero a veces llegan al público sin permiso gubernamental, y ni los propios vendedores lo saben. Una de las labores de nuestro departamento consiste en asistir a las ferias y comprobar la
procedencia de los objetos. Así que, si no tiene inconveniente…


Pedro arqueó una ceja y miró al hombre, que le dio el mapa.


Paula estaba obviamente disgustada, pero se mantuvo en silencio.


Era un mapa muy bello, dibujado y pintado a mano; el típico
documento que cualquier amante de la Historia querría tener en casa para adornar una pared. Mostraba las colonias inglesas de Norteamérica antes de su independencia, con las ciudades, los ríos, los bosques y los puertos.


Y aunque efectivamente era de la época en cuestión, no había nada en él que indicara que hubiera pertenecido al Gobierno.


Pedro no tuvo más remedio que devolvérselo a su propietario.


—Felicidades, señor. Ha comprado un gran mapa —le dijo.


—¿Está seguro de que no es robado?


—Absolutamente. Que lo disfrute.


El cliente se dio la vuelta y se marchó.


—¿En qué diablos estabas pensando? —protestó Paula en voz baja—. ¡Maldita sea, esto es acoso…!


Pedro sonrió.


—¿Bromeas? ¿Me acusas de acosarte porque he querido comprobar una venta? Estoy haciendo mi trabajo. No es nada personal.


—Si eso es cierto, ¿por qué no compruebas las ventas de los demás? —lo desafió—. Sólo me vigilas a mí.


—No las compruebo porque hasta donde sé, ninguno de ellos ha vendido objetos robados por Internet. Si conoces a alguien que lo haya hecho, indícame quién es y estaré encantado de hacerle una visita.


Paula miró a su alrededor y se ruborizó al observar que varios vendedores los estaban mirando con interés. Tomó a Pedro del brazo y lo llevó al pasillo estrecho que llevaba a los cuartos de baño.


—Déjame en paz de una vez… —susurró entonces—. Te lo advierto, Alfonso, si me sigues molestando, tendré que llamar a la policía.


Él la miró con humor.


—¿Estás segura de que quieres llamarlos? Hasta ahora sólo te has enfrentado a mí; pero si acudes a la policía y les informo, te buscarás un montón de problemas —declaró—. Ahora bien, si estás tan empeñada, usa mi teléfono. Seguro que la cobertura de mi móvil es mejor que la del tuyo. Y te saldrá gratis.


Pau se sintió más frustrada que en toda su vida. Estuvo a punto de decirle lo que pensaba de él, pero afortunadamente se contuvo. Pedro Alfonso tenía la extraña habilidad de sacarla de sus casillas.


—Eres un hombre muy irritante —se limitó a decir.


Él sonrió.


—Crees que me tienes donde querías, ¿verdad? —continuó ella.


—¿Y no estoy en lo cierto?


—No. De hecho, vas a hacer un ridículo espantoso.


—¿En serio? ¿Y eso te preocupa?


—En absoluto —respondió, sarcástica—. Si quieres perder el tiempo intentando demostrar que soy una ladrona mientras el verdadero ladrón anda suelto por ahí, piérdelo. Es tu problema y tu carrera profesional.


—También son los tuyos —le recordó—. Aunque es posible que tu reputación no te importe, claro… Puede que sólo quieras venderlo todo, dejar el negocio y regresar a California.


Ella parpadeó, sorprendida.


—¿Cómo sabes que vivía en California?


—Lo sé porque lo he comprobado, por supuesto —respondió—. Lo sé todo de ti, desde el suspenso que sacaste en biología cuando estabas en la Universidad de Duke hasta el nombre de tu primer novio.


—¿Ah, sí?


—Sí. Y por cierto, era un cretino. ¿En qué estabas pensando, Paula?


Paula observó el brillo de sus ojos y supo que estaba disfrutando de la situación; pero por mucho que le molestara admitirlo, lo encontró increíblemente atractivo. Tenía mucho sentido del humor, y era divertido e irónico. Justo el tipo de hombre por el que siempre había sentido debilidad.


—Bueno, ahora que ya sé todo lo que hay que saber de ti, ¿por qué no me ofreces tu confianza y me permites indagar en tus archivos?


Paula pensó que Alfonso había pronunciado una palabra difícil, confianza. Él no podía saber que desde la muerte de su padre, le costaba mucho confiar en los demás. Había descubierto que en la vida no había garantías; que hasta los seres más queridos podían dejarte en la estacada.


Por otra parte, no sabía nada de él; no sabía si Pedro Alfonso era un hombre de palabra o si sólo pretendía ganarse su confianza para atraparla en cuanto bajara la guardia.


Se preguntó si podía correr el riesgo. Aunque no lo creía, cabía la posibilidad de que su padre hubiera robado documentos históricos del Gobierno. Y si los había robado y ella los había vendido, tendría problemas graves.


—Mira, sé que hemos empezado con mal pie —dijo Pedro al ver que dudaba—. No pretendo destruir tu negocio ni arruinar la reputación de tu padre, sólo quiero averiguar la verdad. Si tu padre no robó esos documentos, se los compró a quien los robó y tú los has vendido. Necesito saber quién se los vendió. Y tú me puedes ayudar. Seguro que su nombre está en alguna parte de tu establecimiento… Pero si me niegas tu ayuda, proteges indirectamente al ladrón.


—Yo no protejo a nadie —protestó.


—Por supuesto que sí. Y sinceramente, no sé por qué —dijo—. Estás tan preocupada por la reputación de tu padre que proteges a la persona que puede destruirla. ¿Eso es lo que verdaderamente quieres?


—¡No, claro que no!


—Entonces, ayúdame.


—Mi abogada me ha recomendado que no te diga nada.


Pedro frunció el ceño.


—Si no has hecho nada malo, ¿por qué necesitas a una abogada? Estás jugando con la reputación de tu padre.


—Mi padre era un hombre honrado. Jamás habría comprado algo a sabiendas de que se lo habían robado al Gobierno.


—Pero en cualquier caso, sería un problema de tu padre, no tuyo. Tú no tienes nada ver con el contenido de la librería, ¿verdad? Sólo la has heredado. No eres responsable.


—No, no lo soy.


—¿Y cuándo he insinuado yo que lo seas?


Paula lo miró con sorpresa y Pedro se quedó asombrado. 


Hasta ese momento, no se le había ocurrido pensar que ella tenía miedo de que la acusara por los pecados de su padre. 


Además, ni siquiera estaba seguro de que su padre fuera un ladrón. Lo había investigado bien y sabía que Paula decía la verdad, Miguel Chaves había sido un hombre de reputación intachable.


—Lo que tu padre hiciera o dejara de hacer —continuó —, no es asunto tuyo. A no ser, por supuesto, que sigas vendiendo objetos robados… Te estás arriesgando de forma completamente innecesaria, Paula.


Ella giró la cabeza y contempló su caseta. En ese mismo instante, Pedro supo que había tomado la decisión de cooperar.


—No intento dificultar tu trabajo —declaró, mirándolo a los ojos—. No tengo nada que ocultar. Si mi abogada está de acuerdo, puedes venir a la librería y comprobar los registros de mi padre cuando quieras.


Él asintió.


—En tal caso, te acompañaré a la librería cuando termines aquí. Quiero empezar tan pronto como sea posible.


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