viernes, 27 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 7




Paula estaba caminando de un lado a otro presa de los nervios, cuando el teléfono sonó y se abalanzó sobre él.


—¡Silvina! ¡Menos mal que llamas!


—¿Qué ocurre? Acabo de oír el mensaje que me has dejado… ¿Estás bien?


Pau no sabía si reír o llorar, así que respondió:
—¡No, no estoy bien! ¿Te acuerdas del tipo que entró en la librería, el que te pareció tan atractivo? Era agente federal y me está investigando.


—¿Cómo? —preguntó, perpleja—. No te preocupes, John y yo estaremos ahí en diez minutos.


Ocho minutos después, Silvina y su marido entraron en la librería.


Silvana se sentó en una de las sillas y se llevó una mano al estómago.


—No lo suavices. Quiero saberlo todo, por malo que sea —declaró—. ¿Por qué te están investigando los federales? ¿Y qué le has dicho?


Paula y John se acercaron y la miraron con preocupación. Habían notado que se tocaba el estómago, y pensaron que no se encontraba bien.


—No debería haberte llamado —dijo Pau—. No sé ni cómo se me ha ocurrido…


—Se te ha ocurrido porque soy tu abogada, tonta —la interrumpió—. Has hecho bien en llamarme. El hecho de que esté embarazada no significa que no pueda trabajar.


—Pero deberías tomarte las cosas con calma —le recordó John, que adoraba a su esposa—. Tú médico dijo que…


—Mi médico es un viejo chocho, cariño —afirmó, haciendo un gesto de desdén—. Se preocupa demasiado.


Paula miró a John, que sonrió y se encogió de hombros. Silvina era su mejor amiga y lo más parecido a un familiar que le quedaba, así que era normal que se preocupara en exceso. Además, tenía buenos motivos para preocuparse con los embarazos; su propia madre había fallecido en un parto, cuando ella sólo tenía doce años de edad.


—Está bien, pero tienes que poner las piernas en alto —dijo con rapidez—. Pero espera un momento… Te traeré un té.


Paula le llevó un té y unas galletas, y encendió el fuego en la chimenea.


—Bueno, ¿me vas a contar lo que ha pasado? —preguntó Silvina.


Hasta ese instante, Pau habría jurado que a pesar de seguir furiosa con el agente Alfonso, estaba bastante tranquila. Pero de repente, rompió a llorar.


—Lo siento —se disculpó mientras se secaba con las manos—. Es que no puedo creer que me esté pasando esto. Los federales creen que mi padre robó unos documentos durante su última visita a los Archivos Nacionales.


—¿Qué? Será una broma…


—Si eso te parece una broma, espera a saberlo todo. Según el agente Alfonso, yo vendí esos documentos por Internet a pesar de saber que eran robados.


Su amiga la miró como si creyera que había perdido la razón.


—¡Eso es ridículo! Ni tú ni tu padre habéis hecho nada deshonesto en toda vuestra vida. El agente Alfonso comete un error.


Paula necesitaba creer a su amiga, pero Alfonso parecía tan seguro que empezaba a dudar de sí misma.


—Tenía un cartel que vendí por Internet. Un cartel del teatro Ford, de la noche en que asesinaron a Lincoln —explicó—. Afirma que pertenecía al Gobierno.


John frunció el ceño y preguntó:
—¿Dónde lo conseguiste?


—Era de mi padre. Me dijo que se lo había comprado al descendiente de un congresista que estuvo en el teatro aquella noche.


—Y obviamente, tú creíste a tu padre en su momento —dijo Silvina—. No tenías motivos para desconfiar de él. Pero… ¿Todavía lo crees?


Paula se había formulado la misma pregunta una y otra vez, desde que Alfonso salió de la librería.


—No lo sé —confesó—. No quiero creer que mi padre hiciera algo así, pero no se me ocurre otra explicación. Si es verdad que ese cartel fue robado de los Archivos Nacionales, ¿cómo terminó en sus manos?


—Puede que se lo comprara al ladrón —sugirió Silvina—, y puede que el ladrón le contara la historia que él te contó después a ti. Dudo que tu padre te mintiera.


—Y también es posible que se lo comprara a su propietario legítimo — puntualizó John—. Seguro que la noche del asesinato de Lincoln se repartieron muchos carteles. ¿Cuántas personas guardarían los suyos? Habrá docenas en colecciones privadas de todo el país.


—Pero supongo que el agente Alfonso sabría distinguir el cartel que robaron de sus archivos, ¿no es cierto? —preguntó Silvina.


—No, necesariamente —respondió Paula—. Como el propio
Alfonso me dijo, los Archivos Nacionales tienen tantos documentos que muchos ni siquiera están en su inventario. El hecho de que no lleven un sello o una numeración oficial, no significa que no pertenezcan al Estado.


—Ni que pertenezcan —observó John—. Por ese mismo motivo, Alfonso no puede tener la seguridad absoluta de que ese cartel sea el que robaron… No entiendo por qué te investiga y te molesta a ti.


—Yo tampoco lo entiendo. Imagino que empezarían a sospechar de mi padre porque pasaba mucho tiempo en los archivos. Y también imagino que cuando empezaron a buscar por Internet y vieron que yo había vendido varios documentos antiguos, llegaron a la conclusión de que eran los robados.


—¡Pero ni siquiera sabe si son los mismos! —protestó Silvina, verdaderamente indignada—. ¡Esto es una caza de brujas!


Paula asintió y dijo:
—Está perdiendo el tiempo. Yo no he hecho nada malo. Y lo voy a demostrar.


—¿Demostrar? La inocencia no se tiene que demostrar, Pau. Es él quien tiene que demostrar tu culpabilidad —le recordó su amiga—. Y le va a costar bastante, porque tú nunca has hecho nada ilegal… No vuelvas a hablar con él sin que te acompañe tu abogada. Y no le enseñes tus registros si te los pide. ¿Entendido?


Paula sonrió.


—¡Sí, señora! —dijo.


Silvina soltó una carcajada.


—Pero mira que eres tonta… —bromeó—. John, ¿me ayudas a levantarme de la silla?


John se acercó; pero en lugar de tomarla de la mano para que se apoyara en él, la tomó en brazos.


—¡John! ¡Suéltame ahora mismo!


—Cuando lleguemos al coche. Tienes que ir a casa y poner los pies en alto.


Silvina rió, le pasó los brazos alrededor del cuello y miró a su amiga.


—Bueno, parece que me tengo que marchar. Si el agente Alfonso aparece otra vez, llámame de inmediato. Es un asunto muy serio, Pau. No te enfrentes sola a él.


—No lo haré —le prometió—. Y discúlpame de nuevo por haberte obligado a venir… Seguro que ni siquiera habíais cenado.


—Bah, no te preocupes por eso, pararemos en algún restaurante de camino a casa —dijo John—. Y ahora, mi querida Silvina, despídete de tu amiga. Si te portas bien, hasta es posible que te compre un helado.


—Si es de chocolate, me portaré muy bien —dijo su esposa con malicia.


—Entonces, lo será.


—Buenas noches, Pau. Te llamaré mañana.


—Buenas noches, Silvina. ¡Ah! Y que disfrutes del helado…


Paula aún estaba sonriendo cuando cerró la puerta. Pero su
sonrisa desapareció en cuanto se acordó de Pedro Alfonso.


Ella no era una ladrona. Y no quería correr riesgos. Aunque Silvina había insistido en que era él quien debía demostrar su culpabilidad, tomó la decisión de investigar los registros de la librería y encontrar los datos relativos a la compra de los documentos supuestamente robados.


La próxima vez que se encontraran, estaría preparada.


Entró en el despacho y se puso a buscar los recibos. Le haría tragarse sus palabras. Y sería todo un placer.





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