viernes, 27 de octubre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 8





El amanecer del día siguiente puso fin a una de las noches más largas de la vida de Paula. Apenas había dormido tres horas. Estaba tan preocupada que se puso a investigar los libros de registro de su padre en busca del recibo del cartel, pero fue como buscar una aguja en un pajar.


Había documentos sueltos por todas partes; los había encontrado en las estanterías, dentro de los libros, y hasta en la cocina de la casa, que ocupaba el primer piso del establecimiento.


Y eso sólo era la punta del iceberg, porque el ático estaba abarrotado.


Abrumada y tan agotada que casi no se tenía en pie, se sentó en un sillón junto al fuego, e intentó reprimir el impulso de llorar.


Había encontrado muchos recibos, pero ninguno que tuviera relación con el cartel del teatro Ford. Y eso le espantaba. Si la acusación de Pedro Alfonso resultaba ser cierta, se encontraría en una situación insostenible.


Durante los tres meses anteriores, había vendido cientos de libros, cartas y mapas antiguos heredados de su padre; cientos de libros, cartas y mapas entre los que podía haber más objetos robados.


Se estremeció e intentó convencerse de que se estaba preocupando sin motivo. Había dormido poco y no pensaba con claridad. A fin de cuentas, su búsqueda acababa de empezar, el recibo del cartel podía estar en cualquier parte.


Justo entonces, se acordó de que había reservado una caseta en la feria sobre la guerra civil que se celebraba ese día en Arlington. Debía estar dos horas más tarde y aún no se había duchado ni había preparado las cosas.


Gimió, se levantó y se puso a llenar una caja con lo que necesitaba.


Hora y media después, cuando llegó a la feria y ocupó su caseta, dio las gracias al inventor de la ducha y a la existencia del café. Seguía cansada, pero el futuro ya no le parecía tan negro.


Además, le encantaban las ferias de coleccionistas. Los aficionados que asistían a ellas amaban la Historia de Estados Unidos, y no se molestaban en ocultarlo; siempre tenían algo que contar, siempre tenían alguna antigüedad que enseñar y siempre tenían una pregunta inteligente que formular. Y luego estaban los profesionales como ella, con los libros raros y las cartas históricas que vendían en los puestos. Invariablemente, alguien aparecía con alguna antigüedad cuya existencia se desconocía hasta entonces, y que se convertía en la comidilla de la feria.


Paula comprobó que todo estaba en su lugar y salió con
intención de echar un vistazo antes de que la feria se abriera al público.


Unos segundos después, se encontró bajo el escrutinio irritante y familiar de unos ojos verdes. Los del agente Pedro Alfonso.


Sorprendida, frunció el ceño y se preguntó qué estaría haciendo allí.


Automáticamente, pensó que la había seguido para asegurarse de que no vendía más objetos robados, pero desestimó la idea por paranoica.


Estaba segura de que Alfonso tendría cosas más importantes que hacer que seguirla por las ferias y examinar lo que vendía.


Fueran cuales fueran sus motivos, Paula supo que su presencia podía resultar desastrosa. Si hubieran estado solos, se habría acercado a él y le habría dicho unas cuantas cosas desagradables; pero si sus colegas de profesión descubrían que un agente federal sospechaba de ella, perdería su confianza y el negocio al que su padre había dedicado una vida entera de pasión y trabajo.


Maldijo su suerte y volvió a la caseta.


Si el agente Alfonso pensaba que se dejaba intimidar con facilidad, se había equivocado. Estaba hecha de un material muy duro.



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