viernes, 8 de septiembre de 2017
UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 23
Paula se despertó con la luz del amanecer recuperando lentamente la conciencia. El aire fresco entraba por la ventana abierta. Los pájaros trinaban y los monos gritaban en la jungla.
Adormilada, con el cuerpo pesado y satisfecho, se sentía en la gloria. ¿A qué era debido? Recordó entonces las manos de Pedro sobre su cuerpo. Recordó cómo le había tocado ella. Se dio la vuelta, apoyó la cara contra la almohada y sonrió. ¿Habría sido un sueño?
No había sido ningún sueño.
Estaba en la cama de Pedro. Unas horas antes habían hecho el amor de forma salvaje y apasionada. Él la había rescatado de la jungla y la había llevado a casa y a su cama.
Paula alargó el brazo y tocó la cama. Las sábanas estaban frías. ¿Dónde estaba Pedro?
Levantado ya y trabajando en la oficina, sin duda.
Poco a poco, el adormilamiento se le pasó. La habitación estaba brillante de sol. Era hora de levantarse; la noche se había pasado. Había demasiada luz en aquella habitación.
Ningún sitio para esconderse de la realidad, pero eso no le devolvió la felicidad que había disfrutado en la oscuridad entre los brazos de Pedro.
Bueno, él había conseguido lo que deseaba.
«Y tú también», le susurró la voz de la conciencia.
Se incorporó en la cama y se frotó la cara. Ella le había deseado, no iba a negarlo. Él le había dejado la elección a ella y tampoco podía negar aquello. Había deseado ser besada por él de nuevo, sentir sus manos sobre su cuerpo, que le hiciera el amor y sentir lo que había sentido siempre.
Y, como un milagro, así había sucedido.
Pero no se podía recuperar el pasado. Y el sexo no era la respuesta para nada, ninguna solución a los problemas reales. Observó las cortinas agitarse bajo la brisa. Ella le había deseado tanto, y sin embargo, ahora a la luz del día, se preguntó si el amor tenía algo que ver con lo que había pasado entre ellos.
«Oh, madura», murmuró abatida.
Lo que había pasado no era nada complicado. Era sólo lo que había dicho Pedro: se habían necesitado el uno al otro.
Y, a pesar de la pasión, habían sido perfectamente responsables al respecto. O mejor dicho, Pedro lo había sido. El maduro y responsable Pedro, que nunca corría riesgos.
Lo encontró trabajando en el despacho y se quedó en el umbral de la puerta sintiéndose rara.
—Buenos días.
Él alzó la vista.
—Buenos días.
Pedro estaba esperando que ella tomara la iniciativa, pero ella sintió de nuevo la distancia del tiempo, la barrera de los cuatro años vacíos entre ellos, la vieja rabia y pena, todo allí, a la luz del día.
Se miraron el uno al otro como dos desconocidos. Paula se mordió el labio sin poder pensar en nada que decir.
—¿Has desayunado ya? —preguntó por fin.
—Sí. Tomé algo hace un rato —corrió la silla hacia atrás—. Aunque me sentaría bien otra taza de café.
—Te la traeré —ofreció ella—. Enseguida vuelvo.
Pedro había preparado una cafetera grande y ella sirvió dos tazas llenas y volvió al despacho. Cuando se lo dejó en la mesa, él alzó la vista para mirarla.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Estoy bien —intentó parecer relajada—. ¿Hace mucho que estás despierto?
—Cerca de una hora.
Como si hubieran llegado a un acuerdo, ninguno de los dos hizo referencia a la noche anterior, como si nada hubiera pasado.
—Siento haber salido con el coche anoche —dijo mientras tomaban el desayuno que les había preparado Ramyah—. ¿Cómo vamos a traerlo?
—Mandaré a Ali que vaya a Paraíso y mande una grúa para que lo lleve al garaje.
—¿Sabes que se ha podido estropear?
—Por lo que me dijiste, es probable que tengan que cambiar el alternador.
—¿Es por algo que hice yo?
—No. Hubiera pasado de todas formas. Tú fuiste la víctima desafortunada.
Aparte de las comidas, apenas vio a Pedro en los días siguientes, pero el recuerdo de aquella noche apasionada la asaltaba a menudo, como si toda la energía estuviera flotando entre ellos cada vez que lo tenía cerca. Y lo veía reflejado en los ojos de Pedro. Incluso las comidas juntos eran una prueba de nervios. Los recuerdos afloraban a la superficie. Una sola palabra, una mirada, un sonido, parecía desatarlos. Por las noches se removía inquieta con sueños cargados de extrañas imágenes que no conseguía descifrar.
Era una situación miserable. Tres días después, estaba peor que antes. Había escrito, leído y paseado por la casa. Pedro se mantenía escondido en su despacho.
Ya habían traído la ranchera arreglada y Pedro dijo durante la cena esa noche:
—Mañana voy a ir a Kuala Lumpur a pasar el día. Tengo una reunión para el proyecto e iré a ver a tu padre a averiguar qué ha pasado.
Paula dio un respingo de alegría.
—¿Iré contigo!
—No, de ninguna manera. Es demasiado arriesgado, Paula. No sabemos lo que está pasando y no tiene sentido ponerte en peligro. No sabemos si la policía ha atrapado a esos bandidos o si ellos siguen esperando la oportunidad de raptarte a ti. Te quedarás aquí.
—¡No me digas lo que tengo que hacer!
Sonó como una chiquilla, pero parecía que era la única defensa que tenía. Pedro tenía razón, por supuesto, si usaba el cerebro, sabía que lo más adecuado era quedarse en la casa.
Sólo que no le gustaba la idea. La odiaba.
—Lo siento, Paula, pero no hay otra elección. Si tu padre dice que ya puedes volver, te llevaré directamente a Kuala Lumpur al día siguiente. Mientras tanto, le pasaré un mensaje tuyo, si quieres.
Paula se puso tensa.
—Dile que estoy a punto de volverme loca y que quiero salir de aquí. Dile que quiero mi bolso y mi pasaporte.
—¿Algo más? —preguntó él con calma.
—Mi cuaderno de notas y los CD´S. Mi padre sabe donde están. Y algo de ropa.
Pedro asintió.
—Ahora, una cosa más —apartó a un lado el plato vacío estiró los brazos sobre la mesa y la miró a los ojos—. Te he rescatado de un destino incierto dos veces en los últimos días. Dos veces es mi límite. O sea, que hazme un favor y no hagas ninguna estupidez mientras esté fuera.
Ella apretó los dientes.
—Desde luego, sabes cómo dar órdenes, ¿eh?
Pedro soltó un largo suspiro.
—Por favor, prométeme que tendrás cuidado. No te vayas de paseo por la jungla ni se te ocurra algún plan compulsivo…
—Ya me he enterado. Esperaré a que hables con mi padre y me traigas el dinero y el pasaporte. Después me iré de aquí.
Él le dirigió una larga mirada sombría, pero no hizo ningún comentario
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