viernes, 8 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 22





Pedro sacó una garrafa de gasolina y la vació en el depósito, pero el coche se negó a dar ninguna señal de vida. 


Condujeron hasta la casa en la vieja furgoneta que normalmente se usaba para llevar gasolina y suministros.


—¿Cómo supiste que me había ido?


Él miró al frente.


—Me desperté sobresaltado. No tenía ni idea de por qué, sólo que tenía la extraña premonición de que algo iba mal. Intenté volver a dormirme, pero no pude. Por fin me levanté a inspeccionar y vi que no estabas en tu habitación.


—Entonces descubriste que faltaba la ranchera —aventuró ella.


Pedro asintió.


—Y sabía que le quedaba muy poca gasolina. Vi que no la habías llenado porque hay un escape en la manguera y no había gotas por el suelo. Ni siquiera hubieras llegado hasta el complejo Paraíso, así que salí a buscarte en esta cosa, pero no aparecías por ninguna parte. Sabía que lo único que podía haber pasado era que te hubieras equivocado de camino antes de llegar al pueblo. Y acerté.


Paula se estremeció y se abrazó.


—No sabía que había otro camino. No lo había visto antes, pero debí tomarlo sin darme cuenta. ¿A dónde conduce?


—A ningún sitio. Serpentea por las montañas y da la vuelta sobre sí mismo. Es un camino para estudios e investigación.


Pedro parecía haber recuperado la normalidad. Hablaba sin rabia y con calma. Cuando llegaron a la casa, Paula se dio un baño caliente y se puso un albornoz de Lisette.


Pedro apareció en el pasillo cuando ella salió del cuarto de baño.


—Te he preparado un té. Ven a tomarlo.


Le pasó un brazo por los hombros y la condujo a su habitación, justo enfrente del cuarto de baño. Y ella, como una colegiala obediente, le siguió.


—Métete bajo las mantas.


—Esta no es mi cama.


—No, no lo es —Pedro se quitó la camiseta y la arrojó a una silla—. La tuya no es lo suficiente grande para los dos. Quiero vigilarte en caso de que se te ocurra intentar otra escapada.


Ella miró su pecho desnudo. No podía estar hablando en serio. Un error fatal ya era suficiente para una noche. Soltó una corta carcajada.


—Sólo lo dices por decirlo.


—Sí, lo digo —se acercó hacia ella y sin ninguna ceremonia, le desabrochó el cinturón del albornoz y lo deslizó por los hombros—. Ahora, métete dentro.


La arropó como si fuera lo más normal del mundo.


Con el corazón desbocado, ella se reclinó contra las almohadas y levantó el embozo hasta debajo de los brazos. 


Pedro le pasó la taza de té. Paula lo tomó sabiendo que aquello era una locura, que debería salir de aquella habitación y no permitirle que se hiciera cargo de la situación de aquella manera.


Pedro se quitó el resto de la ropa sin ningún preámbulo. Ella contempló su cuerpo desnudo, aquel cuerpo fuerte y familiar, bello y excitado. El corazón se le aceleró sin remedio y de repente le costó respirar. Le temblaron las manos al llevarse la taza a la boca.


Pedro se metió en la cama a su lado, le quitó la taza medio llena de las manos, la dejó en la mesilla y apagó la luz. 


Entonces se estiró y la atrajo hacia sí como si fuera la cosa más normal del mundo.


Que en otro tiempo, por supuesto, lo había sido.


E incluso ahora, hasta con el caos de ideas que tenía en la cabeza, incluso ahora, le sentaba bien y le parecía correcto. Encajaba contra él como lo había hecho antes: perfectamente.


—Cuando una mujer está asustada y tiene frío —murmuró Pedro contra su oído—, el mejor sitio para ella es estar en los brazos de un hombre.


El comentario era totalmente extraño en él.


—¡Qué machismo! ¿Y eres tú el hombre?


—Por lo que sé, soy el único que hay en la casa.


—Pero ya no estoy asustada ni tengo frío.


—Entonces, aparenta que lo estás.


—No quiero hacer el amor contigo —balbuceó ella.


Era una mentira, por supuesto. ¿Por qué si no estaba en su cama? ¿,Por qué si no estaba echada desnuda en sus brazos?


—Pues no lo hagas. Sólo duérmete.


La apretó más contra su cuerpo caliente y excitado.


Paula lanzó un suave gemido.


—Estás intentando seducirme —murmuró con los labios contra la cálida piel del cuello de él.


—Me alegro de que ya te vayas enterando —la soltó un poco y la alzó la cabeza para que lo mirara a los ojos—. Y si crees que eso es conveniente, si crees que para mí es conveniente darme un susto de muerte al descubrir que habías desaparecido, ir a perseguirte en una noche infernal por esta maldita jungla, sin saber dónde estabas… Si crees que todo eso es la forma conveniente de atraerte a mi cama, será mejor que lo pienses dos veces.


Paula inspiró para recuperar el aliento.


—Entonces, ¿por qué te molestaste?


Él lanzó un gemido.


—Porque te quiero. Porque esta situación me está volviendo loco y porque no debo tener ningún orgullo.


—¿Orgullo? ¿Qué tiene que ver el orgullo con todo esto?


—No quiero discutirlo más. De hecho, no quiero hablar de nada. Ni siquiera quiero pensar —su boca atrapó la de ella, caliente y apremiante. Había un mundo de necesidad y pasión en aquel beso, una pasión que reflejaba la de ella. Su cuerpo estaba tenso e inquieto al moverse contra el de ella. Entonces apartó la cara de ella—. Lo único que quiero ahora mismo —susurró con voz ronca—, es besarte por todo el cuerpo y hacerte el amor. Pero si tú no quieres, Paula, será mejor que te vayas ahora mismo.


El corazón le palpitaba con furia.


Si se moviera ahora para alejarse de él, él la dejaría irse. Era libre de levantarse y abandonar la habitación. Él no la deseaba sin que ella le deseara a él. Comprendió que apenas estaba respirando y tenía la garganta comprimida de las emociones. Le deseaba más de lo que le había deseado nunca. Deseaba que sus manos la apretaran y acariciaran, que su boca la besara por todo el cuerpo. Deseaba el fuego que sólo él podía desatar en ella. Y deseaba tocarlo, besarlo y sentir su cuerpo temblar bajo sus manos.


—¿Paula? —La llamó él con suavidad—. Te conozco lo bastante bien como para saber que tú también lo deseas. 
Los dos lo necesitamos. No podemos continuar como hemos estado los últimos días. Nos saca los nervios de quicio.


Ella asintió apretando la cara contra su pecho y sintiendo su vello cosquillearle en la mejilla, en los labios. Porque ella tampoco podía aguantarlo más, iba a volverse loca.


—Y el que salgas escapando de mí no es la solución. Lo sabes.


—Sí —susurró ella—. Yo…


La voz le falló y se le empañaron los ojos de lágrimas.


—Me diste un susto de muerte, ¿lo sabes?


—Lo siento.


Paula luchó contra las emociones que la sacudían. Sintió una de sus manos sobre su seno, una suave caricia que le produjo una oleada de placer.


—¿Paula? Dime lo que quieres.


—Quiero que hagamos el amor —dijo ella con voz trémula apartando todo de su mente, los recuerdos de angustia y soledad, las campanas de advertencia, las vocecitas de enfado.


Algo se desató en él, Paula sintió el temblor pasarle a su cuerpo, el alivio de la tensión que había estado almacenando en el pecho. Pero ya no hubo más contención cuando la besó ahora en la boca con inagotable pasión. Ninguna contención más cuando le acarició los senos, besándolos de uno en uno con apremio, pero nunca con aspereza.


—He deseado esto tanto —susurró Pedro—. Tanto…


—Sí.


Su voz apenas fue un susurro. Deslizó las manos por su pelo, sintiendo sus pechos inflamarse contra su boca. Los nervios se le desataron, la sangre le cantó, el cuerpo danzaba.


Paula se abandonó a las sensaciones, a la liberación de las inhibiciones, a tocar y acariciar todo su cuerpo, besándolo con un abandono alimentado por un fiero deseo que ya no hacía falta reprimir.


Pedro susurró su nombre.


—Te siento tan bien… tan bien…


Ella se apretó contra él ahogándose en un frenesí de deseo, dejándose escapar. El tiempo y el lugar se borraron y ella ya sólo fue consciente de él y de la magia entre ellos, del ansia que necesitaba ser satisfecha, del fuego salvaje que necesitaba sofocarse.


Pedro… oh, Pedro.


Piel caliente contra piel caliente, el aliento mezclándose con el aliento. Los corazones palpitando con frenesí, las lenguas danzando, las manos explorando, acariciando. De nuevo gimió su nombre.


—Te deseo, te necesito —susurró Pedro—. Te he echado tanto de menos.


—Yo también te he echado de menos —jadeó ella sin pensar—. Tanto, tanto…


Sus cuerpos se apretaron juntos y fueron arrastrados a las alturas del éxtasis, un lugar donde las estrellas explotaron y la pasión explotó hasta que lo único que quedó fue una lenta y sensual sensación de contento.


Pedro la besó en los párpados, en las mejillas.


—Estás llorando —dijo con voz ronca—. Oh, Paula, por favor no llores.


Ella sonrió entre las lágrimas.


—Es sólo de felicidad. Ha sido tan perfecto… tan adecuado.


—Sí —la abrazó con compulsión—. Ha sido perfecto.







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