lunes, 25 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 20




Había una notable ausencia de ternura en la mirada osada y dura de Pedro. Más que declarándose, parecía estar resolviendo un asunto espinoso. Paula no se engañaba pensando que quería casarse con ella, solo quería impedir que Edgar controlara el futuro de Benjamin.


—Te vas a reír —dijo Paula, mientras reprimía un abrumador impulso de llorar a lágrima viva—. Pero he creído oír que decías...


—Y lo he dicho —había una nota palpable de impaciencia en la voz de Pedro—. Cásate conmigo, Paula.


—Sabía que eran imaginaciones mías, porque ni siquiera a ti podría ocurrírsete una idea tan descabellada —Paula acertó a proferir una risita trémula para demostrar lo irrisoria que le parecía la ocurrencia.


—¿Por qué es disparatada? —replicó Pedro con voz beligerante.


—Mira, aunque existiera la posibilidad de que tú... de que Edgar quisiera obtener la custodia de Benjamin, lo cual dudo sinceramente, jamás se me ocurriría casarme contigo.


—Estás acostándote conmigo.


—Hay una gran diferencia entre acostarse con un hombre y casarse con él, Pedro —repuso Paula con creciente frustración. Pedro apretó los dientes.


—¡Es decir, que cualquier hombre te hubiera servido!


—¡Por supuesto que no! —repuso Paula, indignada—. ¡No podría acostarme con ningún otro hombre que no fueras tú! —le dijo en un tono cargado de convicción.


A cualquier hombre se le podría perdonar cierta complacencia cuando una mujer hacía esa clase de afirmación. Paula sospechaba que su franqueza iba a costarle cara en aquella ocasión.


—Bueno, no es un mal comienzo —fue el comentario satisfecho de Pedro.


—Quería decir que... —«adelante, Paula, ¿qué querías decir?»—. Que tendría que dejar de dormir contigo antes de... de...


—¿De buscar nuevas experiencias? —sugirió Pedro con delicadeza cuando la voz ronca de Paula se extinguió por completo—. Creo que, en términos generales, es una idea sensata. No se puede repicar y estar en la procesión.


—Como tú bien sabes —dijo Paula con voz ahogada.


—Creo que ya había dejado claro que soy fiel a la monogamia.


Paula profirió un gemido de pura exasperación e intentó formular una frase que pusiera punto final a todo aquel disparate.


—Sabes que no puedo casarme.


Pedro movió la cabeza y desechó sin piedad aquella objeción.


—Sé que no podrás darme hijos.


Era cierto, pero a Paula le dolía oírselo decir.


—Es lo mismo.


—Benjamin sería nuestra familia.


La lógica de Pedro y su aparente convicción resultaban cautivadoras, y Paula se asustó.


—Deja de presionarme, Alfonso—gruñó—. Sé que quieres quedarte por encima de Edgar, pero ¿no crees que estás yendo demasiado lejos?


Pedro no negó aquella acusación, porque era un hombre honrado y sincero. De no serlo, le estaría diciendo a Paula la clase de palabras que ella quería oír, palabras de amor, pero no lo hizo.


—No hace mucho ibas a casarte con otra mujer.


—Eso es distinto.


Por supuesto que lo era, Pedro había amado a Claudia, todavía la amaba.


—Sí, porque yo no estoy casada.


—Eso te molesta, ¿verdad?


—Pues sí. Soy de las que piensan que cuando se toman unos votos hay que cumplirlos. De lo contrario...


—De lo contrario, ocurren cosas como yo —afrontó la mirada confusa de Paula con una pequeña sonrisa sarcástica—. De no ser por una infidelidad marital, yo no estaría aquí... Claro que quizá eso no te parezca una gran pérdida —bromeó—. No te engañaré, Paula, si es eso lo que te preocupa, y sé que la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento, pero esperaba que fueras un poco más flexible. No sabía que Claudia estaba casada cuando nos conocimos y, cuando lo averigüé, ella me juró que su matrimonio no era más que una firma en un papel.


Claudia había jurado muchas cosas que resultaron no ser ciertas, como que no se estaba acostando con su marido o que seguía amando a Pedro, solo que también amaba a su marido, y él las había creído porque quería creerlas. Pedro quiso sentirse necesitado, no solo por su belleza o su dinero, sino por él mismo. Al final, la situación llegó a un punto en que él no pudo seguir engañándose.


—¿Y no lo era? —insistió Paula, con ánimo masoquista.


—Está embarazada y el niño no es mío. ¿Responde eso a tu pregunta?


—¿Estás seguro? —barbotó Paula sin pensar.


—Mi querida Paula, ¿crees que me habría acostado contigo sin tomar medidas si existiera la más remota posibilidad de que te hubiese podido dejar embarazada? —preguntó con incredulidad—. El niño no es mío, desde luego.


—¿Quieres decir que nunca has prescindido de... con nadie? ¿Nunca? —jamás había balbucido tanto en su vida, pero a Pedro no pareció costarle mucho trabajo entenderla.


—Ha sido una nueva experiencia para los dos, encanto.


Paula inspiró con brusquedad.


—Supongo que lo hiciste porque sabías que no podía quedarme embarazada.


—No estaba pensando en las consecuencias cuando ocurrió, ¿y tú?


Paula sintió cómo los músculos de su estómago se contraían. Arrancó la mirada de los ojos oscuros y penetrantes de Pedro y la clavó en sus propias manos, que tenía entrelazadas en el regazo. ¿Cómo podía olvidar la necesidad primitiva de entregarse, de ser poseída, cuando sentía lo mismo siempre que lo miraba?


—Conocí a Claudia cuando su matrimonio estaba atravesando una crisis —oyó decir a Pedro—. Al final, me reconoció que la única razón por la que se había acostado conmigo en un principio era para vengarse de su marido por una indiscreción.


Paula hizo una mueca.


—Fue un duro golpe para mi ego, lo reconozco, pero hay muchos hombres que sueñan con hallarse en esa misma situación. Sobre todo, si la esposa vengadora parece una diosa —reconoció Pedro encogiéndose de hombros—. Por irónico que parezca, cuando le habló a su marido de mí, logró reavivar su interés. Debí de devolver la chispa a su vida sexual... Todo un logro por mi parte, ¿no crees?


Dadas las circunstancias, a Paula no le sorprendió el aire de violencia contenida que envolvía a Pedro. El interés del marido había dado como resultado un bebé, sin el cual, Pedro bien podría estar con Claudia en aquellos momentos.


—Mala suerte.


El enojo de Paula debió de reflejarse en sus palabras, porque Pedro alzó la vista, y la expresión amarga y distraída desapareció poco a poco de su rostro.


—Pareces enfadada.


—¿Tan insensato sería que lo estuviera? Tú te pusiste hecho una furia cuando me sorprendiste dando un beso inocente a Ian. ¡No hace falta estar enamorado de alguien para que no te agrade ver cómo suspira por otra persona! —le gritó con voz aguda.


—Yo no he dicho que estuvieras enamorada de mí.


Paula fue presa del pánico. «No, no lo has dicho, pero si no mantengo la boca cerrada, el mundo entero acabará sabiéndolo». Era demasiado tarde para retractarse, así que tendría que buscar otra salida.


—Por supuesto que no lo has dicho. Eres estúpido y engreído, pero no tanto —vio una sombra de recelo en la mirada de Pedro y su indignación se disipó: no la llevaría a ninguna parte. Cuando logró serenarse, sus palabras resonaron con el peso de la verdad—. Para que lo sepas, solo de pensar que me tocabas mientras pensabas en... —se interrumpió y se cubrió los labios con la mano—. Me pongo mala —confesó en un lacrimoso susurro.


Pedro maldijo y cayó de rodillas delante de ella. ¡Había sido un bruto insensible! Había temas que podía tratar abiertamente con su mejor amiga, pero de los que no podía seguir hablando si su amiga se convertía de improviso en su amante. El primero de esos temas era otras mujeres.


—Lo entiendo perfectamente, encanto, pero sería incapaz de... Soy incapaz —tomó el rostro de Paula entre las manos y contempló sus ojos llenos de lágrimas. El leve temblor de sus labios sonrosados atrajo la atención de Pedro a la curva llena y apasionada de su boca... De hecho, nunca había sentido debilidad por los dulces, y Paula era más picante que dulce—. Soy incapaz de pensar en nadie más que en ti cuando estamos juntos en la cama.


Un hombre tendría que estar loco para reconocer que divagaba cuando hacía el amor a una mujer, sobre todo, si la distracción era otra mujer. Pedro se sorprendió al comprender que no necesitaba refugiarse en una mentira: amar a Paula no había dado cabida a ningún pensamiento ajeno a ella. No había existido nada ni nadie para él salvo Paula, sus sentidos se habían saturado de ella. La compasión asomó fugazmente a su rostro antes de que prosiguiera.


—Me enamoré de Claudia... —Pedro oyó el tono defensivo de su voz y su ceño se intensificó—, pero ¿qué conseguí? Vivir una pesadilla. Y no quiero volver a sentirme así jamás —le dijo con una sinceridad que manaba directamente de su corazón—. No —le explicó a Paula con ardor—. Lo nuestro es mucho mejor. El sexo entre nosotros es increíble —evocó la imagen del cuerpo esbelto y empapado de sudor de Paula arqueado bajo el de él y decidió hacer todo lo que estuviera en su mano para mantenerlo así—. Y además, somos amigos. Siempre seremos amigos. ¿Qué mejor base puede haber para un matrimonio duradero? A veces, la solución es tan sencilla que no se ve.


Las pestañas largas y rizadas se elevaron, y Paula contempló, hechizada, cómo el deseo se avivaba en aquellos ojos espectaculares.




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