martes, 8 de agosto de 2017

UNA CANCION: CAPITULO 15





—¿Qué te ha dicho? —preguntó Daniel, entrando en el cuarto de estar.


—Al principio no estaba muy convencida —respondió Pedro que seguía con el teléfono inalámbrico en la mano, a pesar de que ya había colgado—, pero al final aceptó ir a mi casa y acampar el lunes por la noche en el jardín. Tal vez lo haya hecho por Joaquin. No estoy seguro.


—¿Y qué va a pasar después?


—Bueno, de momento, lo creas o no, el martes me quedaré cuidando de Joaquin.


Ese día no tiene colegio y Paula tiene que trabajar. Por la mañana está ayudando a Erika y por la tarde trabaja como camarera en el LipSmackin’ Ribs. Erika bajó las escaleras en ese momento y miró a los dos hombres.


—¿Qué andáis tramando?


En cualquier otra circunstancia, Pedro habría respondido con una sonrisa o alguna broma, pero ahora todo era distinto. Paula no era una mujer con la que quisiera divertirse una noche para decirle adiós a la mañana siguiente. Por supuesto, quería llevársela a la cama, pero también deseaba estar con ella y con Joaquin como si fueran una familia. Era una sensación nueva para él que nunca había sentido antes.


—No estamos tramando nada —replicó Pedro—. Estaba organizando una acampada con Paula y Joaquin. Podrías ayudarme a planificar el menú. Espero poder ir yo mismo a comprar las cosas sin que nadie me reconozca.


—Nadie te ha reconocido hasta ahora —le recordó Erika.


—Sí, lo sé. Pero no debo confiarme. En cualquier momento, puede aparecer un paparazzi cuando uno menos se lo espera.


—Esta es una ciudad muy pacífica —dijo Daniel—. Aquí la gente es muy cívica y solidaria.


—Sí, te creo. El público, los fans, esa gente a la que he estado firmando autógrafos todos estos años son los que me encumbraron a la cima del éxito. Pero ahora, tras la muerte de Ashley, todo se ha vuelto más negro. Si tuviera que subir a un escenario, no sé si me acordaría de la letra de mis canciones. Si mi abogado supiera todo lo que le he contado a Paula…


—¿Te lo pidió ella? —preguntó Erika.


—Sí, quería saber mi versión de los hechos.


—¿Qué más puedes pedir? —dijo Daniel.


Pedro sabía la respuesta a esa pregunta. Quería acostarse con ella. Quería poder salir a la calle con ella como cualquier pareja normal. Quería llevar a Joaquin a un parque de atracciones sin temor a que estuvieran acechándoles los reporteros de la prensa sensacionalista.


Pero, tal vez, eso fuera mucho pedir.



* * *


—Mira mamá, es una tienda de campaña de verdad —dijo Joaquin, con el sombrero que le había regalado Pedro, mirando la tienda por dentro y por fuera—. Incluso tenemos sacos de dormir. El mío debe ser ese más pequeño de los trenes. ¿Me lo puedo probar?


—Por qué no —respondió Paula a su hijo, y luego añadió dirigiéndose a Pedro—: No me habías dicho que tuvieras una tienda de campaña.


—Sí. Daniel y yo la usamos un par de veces. Cuando llegué a esta ciudad por primera vez, la casa estaba aún sin amueblar. Dormimos en la montaña algunas noches.


—¿Y los sacos de dormir?


—Ya tenía dos. Solo he tenido que comprar uno para Joaquin. Es de talla infantil. Así estará más caliente por la noche.


Pedro estaba en todo, pensó ella.


Había puesto unas tumbonas en el jardín, alrededor de unas piedras en círculo en donde había encendido una hoguera. Pedro se acercó a ella y tomó sus manos entre las suyas. 


Paula había salido con algunos hombres a lo largo de su vida, pero ninguno de ellos tenía la costumbre de tocarla tanto como Pedro. El mismo Eduardo había sido muy reservado para esas cosas. Sí, a Pedro le gustaba demostrar su afecto, exteriorizando su deseo. Al lado de él, y con las manos juntas, se sentía la mujer más afortunada del mundo.


—Tengo dinero más que de sobra, Paula. Comprendo que no quieras que eche a perder a Joaquin, dándole todos los caprichos, pero solo le compré el saco para que pudiera dormir mejor por la noche. Tampoco me costó tanto. No tienes por qué preocuparte de eso.


—No es fácil para mí despreocuparme de las cosas y vivir solo el momento.


Nunca tengo tiempo ni para ver una puesta de sol. Pero esta noche deseaba estar contigo.


Él la miró entonces de una forma que ella pensó que la besaría en cualquier momento.


—Me alegro de que estés aquí —le susurró él al oído, con una calidez tal que ella se imaginó el placer que sería tenerle a su lado toda una noche.


Pedro le soltó la mano y le pasó el brazo por el hombro. Ella inclinó ligeramente la cabeza hacia él, mientras contemplaban la puesta de sol. Unas manchas de color dorado y violeta se fundían con el azul del cielo, mientras el sol se ocultaba lentamente en el horizonte. Era algo muy hermoso. Pero ella estaba aún más pendiente del hombre que tenía al lado.Pedro llevaba unos pantalones vaqueros y una camiseta verde oscura, pero se había puesto por encima una camisa gruesa de franela que llevaba desabrochada. Ella llevaba una chaqueta de punto pero, aun así, podía sentir el calor de su cuerpo y el placer de tener su brazo rodeándola.


Pedro era más alto y atlético que Eduardo, e irradiaba un magnetismo irresistible.


Ella odiaba las comparaciones. Había amado al padre de Joaquin y aún no estaba segura de si seguía amándolo. Tal vez por eso se resistía a mantener una relación de pareja con Pedro y a derribar las barreras que había levantado esos últimos años para protegerse.


—Te veo muy pensativa. Deja de pensar por una noche. Es una orden —dijo él con una sonrisa.


—Como usted mande, señor —replicó ella, echándose a reír.


Joaquin salió entonces corriendo de la tienda con su sonrisa contagiosa.


—¿Estás ya preparado para los perritos calientes, las verduras con guacamole y las galletas de chocolate? —preguntó Pedro, dirigiéndose al galpón para sacar la leña para la hoguera.


Joaquin vio con gesto de admiración cómo colocaba la leña y luego encendía el fuego. Pedro le advirtió que él no debía encender nunca un fuego hasta que no fuese mayor.


Paula sonrió complacida. Pedro sería un padre maravilloso, pensó ella.


Se sentaron alrededor de la hoguera, mientras se hacían los perritos calientes en el fuego. Hacía una noche espléndida. Se veían miles de estrellas brillando en el firmamento. Había luna llena y corría una brisa fresca. Pedro se puso a contarle a Joaquin historias de su infancia en Texas, cuando iba al colegio en el autobús con su amigo Daniel. Le habló de sus comidas a base de macarrones con queso, mientras su madre le contaba historias de países lejanos.


Las galletas de chocolate con malvavisco tostado estaban deliciosas. Más de una vez, Pedro le pasó a Paula el pulgar por el labio inferior para limpiarle algún resto de chocolate. Si Joaquin no hubiera estado allí, seguramente, Pedro y ella hubieran acabado en la tienda. Y para hacer algo más que dormir.


Joaquin se puso a contar las estrellas y Pedro le fue enseñando las constelaciones, hasta que al niño se le empezó a abrir la boca y a cerrar los ojos. Ella pasó con él a la casa para que se lavase, pero le dejó que durmiera esa noche en el saco con la sudadera y los pantalones vaqueros, en lugar de con el pijama. Después de todo, eso formaba parte del encanto de la acampada. Paula le dio un beso de buenas noches y le dejó una linterna encendida al lado.


Pedro se asomó entonces a la entrada de la tienda.


—Estaremos aquí fuera, vaquero, por si nos necesitas.


Joaquin puso los pulgares hacia arriba como sabía que hacían los vaqueros después de hacer un buen trabajo.


Pedro sonrió. Unos minutos después, Paula y Pedro estaban sentados junto al fuego. Ella miró de reojo a Pedro. Parecía pensativo.


—Gracias a ti, Joaquin se lo ha pasado muy bien esta noche.


—Es un chico estupendo.



—Le gustaron las historias que le contaste.


—Bueno, necesitaba a alguien nuevo al que no se las hubiese contado todavía.


Pedro respondía a todo de forma cordial y generosa, con las palabras correctas.


Ella se arriesgó a abordar entonces un tema más delicado.


—Solo ha faltado una cosa.


—¿Cuál? —exclamó él, mirándola con interés.


—Cantar canciones alrededor del fuego, como en los campamentos.


Pedro negó con la cabeza como diciendo: «no sigas por ahí».


Paula pareció comprender su gesto y decidió limitarse a hacerle unas preguntas.


—Dime, cómo empezaste a cantar.


—Mi madre era camarera, igual que tú. Trabajaba muchas horas en un local familiar bastante más humilde que el LipSmackin’ Ribs. Le encantaba la música country. Mientras ella hacía la cena para los dos, yo me ponía a imitar a los cantantes country que había oído. A ella le gustaba eso mucho, pero me decía siempre que tenía que crear mi propio estilo y escribir mis propias canciones si quería ser alguien en el mundo de la música. Y así lo hice. Siempre que tenía a mano un instrumento, me ponía a tocarlo. Tenía una habilidad especial para tocar de oído cualquier canción en el piano. Había uno en la escuela y muchas veces me quedaba allí tocándolo hasta muy tarde. Pero un día de Navidad, Daniel me compró una guitarra. Mi familia era bastante pobre, pero la de Daniel nadaba en la abundancia. Él siempre fue muy generoso conmigo, incluso cuando éramos niños. Esa guitarra me abrió al mundo de la música. Con ella, podía tocar o escribir canciones cuando quisiese.


—Por lo que veo, eres un autodidacta, ¿no?


—Sí.


El viento silbaba entre los pinos. Paula sintió un escalofrío. Debería haberse puesto una chaqueta más gruesa, se dijo para sí.


—¿Tienes frío?


—No, solo un poco. Estoy bien. No te preocupes.


—Espera un minuto, vuelvo en seguida —dijo él.


Un minuto después, apareció con una manta gruesa en las manos. Acercó su silla a la suya y extendió luego la manta de forma que les tapase a los dos.


Ella se sintió en la gloria con el calor de la manta y de su cuerpo.


—¡Qué bien se está así! —exclamó ella.


Él la miró a los ojos con una expresión llena de ternura y… de deseo. Le agarró la mano por debajo de la manta y entrelazaron los dedos.


Estuvieron así callados un buen rato con las manos agarradas, sin decir nada.


—¿Qué te llevó a querer ser un cantante de éxito? —preguntó ella finalmente.


—¿Aparte de la fama o el dinero? —respondió él, bromeando.


—Sí. No creo que esas fueran tus motivaciones.


—Te equivocas. Quería darle a mi madre una vida mejor. Pero había también algo más.


—Querrás decir alguien más, ¿no es cierto? —dijo ella, con perspicacia.


—Está claro que un hombre no puede tener secretos para una mujer.


—Si es un secreto, no me lo digas —replicó ella, apretándole la mano.


—Tienes que entender una cosa, Paula. A algunos hombres no nos gusta hablar de las experiencias desagradables que hemos sufrido en el pasado.


Ella lo comprendió perfectamente. Todo el mundo tenía sus muros detrás de los que refugiarse. Pero, tal vez, a un hombre tan autosuficiente e independiente como él, le resultase más difícil superar las adversidades.


Decidió no acuciarle y dejar que se explicase a su manera. 


Era su vida, después de todo.


—Ella se llamaba Beatriz —dijo Pedro suspirando profundamente—. Era mi novia del instituto y pensábamos que nos amaríamos eternamente. Al menos, yo. Ella quería que nos casáramos nada más terminar el instituto, pero yo quería tener antes un trabajo con el que mantener a mi familia. Pero para ello, sabía que tenía que hacer algo más que cantar en las tabernas de la ciudad. Por eso me trasladé a Nashville.


Ella vino conmigo.


—¿Te apoyó ella en todo?


—Sí, al menos eso fue lo que pensé. Los dos teníamos un trabajo por el día y luego yo daba mis conciertos por la noche. Ella siempre iba conmigo. Pero, con el tiempo, llegué a comprender que esa no era la vida que ella quería.


—Oh, Pedro, ¿cuánto tiempo tardaste en averiguarlo?


—Mucho. Después de años de pequeñas actuaciones en diversos locales, un productor vino a verme una noche y me pidió que le diera una maqueta con algunas de mis canciones. Después de eso, mi vida dio un giro de ciento ochenta grados. Conseguí grabar un CD que tuvo mucho éxito. Gané mi primer premio con una de las canciones del álbum. Después de eso, le pedí a Beatriz que se casara conmigo y ella aceptó. Pensé que íbamos a disfrutar, a partir de entonces, de la vida con la que siempre habíamos soñado. Yo estaba siempre viajando o de gira mientras ella planeaba la boda. Me acompañaba a veces a los conciertos y se quedaba detrás del escenario dándome ánimos. Me ayudó incluso a equipar mi primer autobús para las giras. Pero un par de semanas antes de la boda, ella me devolvió el anillo de compromiso. Dijo que no podría quedarse sola en casa sentada, mientras yo me iba de gira. No quería parecer una madre soltera sin un marido a su lado, como había sido su madre. Su padre se había pasado la vida en la carretera con el camión. No quería que sus hijos tuvieran la misma vida que ella había tenido de niña, sin ver
apenas a su padre. Y dijo también que no podía soportar ver que las mujeres me miraran de una forma a la que solo ella tenía derecho.


—Debía ser muy joven, ¿verdad?


—Sí, pero tú no eres mucho mayor de lo que era ella. He conocido, a lo largo de la vida, muchas mujeres que pensaban lo mismo que Beatriz.


Pedro era once años mayor que ella. Tenía treinta y nueve. 


Lo había leído en uno de los periódicos de la hemeroteca, pero nunca le había dado importancia a su diferencia de edad.


—¿Has tenido alguna relación seria desde entonces? —preguntó ella.


Él negó lentamente con la cabeza.


—Después de la ruptura con Beatriz, sabía que tenía que tomar una decisión. Podría haber renunciado a todo para casarme con ella, pero me decidí por mi carrera. Una carrera que exigía toda mi dedicación y en la que no tenía tiempo para pensar en nada ni en nadie.


Paula se quedó pensativa mirándole, como si hubiera algo que no acabase de entender.


—Pero ahora, en cambio, sí has renunciado a todo. Has sacrificado tu brillante carrera de éxitos, después de todos los esfuerzos que has tenido que hacer para llegar arriba.


—La verdad es que no sé muy bien lo que me está pasando. Parece como si la música se me hubiera ido del cerebro y, lo que es aún peor, del corazón.


Paula podía percibir su dolor y su frustración. Inclinó la cabeza hacia él y se apoyó sobre su hombro. Él la rodeo con su brazo y le acarició el pelo.


—Eres tan encantadora —susurró él al oído—. Hueles tan bien y eres tan comprensiva. Tienes un hijo. Sé que no debería dejar que te acercaras a mí, pero te deseo tanto.


Se inclinó hacia ella y la besó en la boca. Luego, a los pocos segundos, su lengua trató de abrirse paso entre sus labios. Ella los abrió, entregada. ¿Estaba dispuesta por fin a echar abajo las barreras y a renunciar a todo para enamorarse de nuevo?


Ella no podía responder a esa pregunta porque no era capaz de pensar cuando Pedro la estaba besando. Se sentía embriagada en aquel mundo mágico y nocturno, con aquellas estrellas y aquella luna llena que parecían brillar solo para ellos en la negrura del firmamento. No podía haber placer mayor que estar junto a él, sintiendo sus manos acariciándole el pelo y su boca adueñándose de la suya.


—Me pasaría la vida besándote —dijo Pedro apartando la boca para recobrar el aliento.


Ella también estaba dispuesta a pasar la vida en sus brazos. 


Cuando le acarició la mejilla, él supo que ella estaba sintiendo lo mismo que él. Volvió a besarla con pasión, en la boca, en el pelo, en el hombro y en el cuello, hasta que oyó sus gemidos de placer.


—No sé si podré parar —dijo él, apoyando la frente sobre la suya—. No me gustaría que nos sorprendiera nuestro pequeño vigilante.


¿Qué pensaría Joaquin si les pillara besándose?, se dijo ella. ¿Cómo podría explicárselo?


—Será mejor que vaya a verle. Me acostaré yo también en el saco de dormir.


—Muy bien, yo iré en seguida. Limpiaré un poco todo esto y me quedaré aquí un rato hasta comprobar que el fuego se ha apagado totalmente.


Paula sonrió para sí, pensando que el fuego que ella sentía por dentro sería mucho más difícil de apagar.







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