viernes, 18 de agosto de 2017
LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 10
Paula se quedó boquiabierta.
–Y continuó a la mañana siguiente en el ascensor –prosiguió él y tomó un desvío–. De hecho, nunca ha desaparecido. A pesar de tus esfuerzos por enfriar las cosas.
Paula se dio cuenta de que habían atravesado el hermoso pueblo de Leura sin que ella se percatara y habían tomado una carretera comarcal. También, reconoció que era imposible negar lo que él afirmaba.
–Mire –comenzó a decir ella, bajando la vista–. Sería una locura que quisiéramos tener una relación.
Pedro esbozó una sonrisa, fugaz y llena de picardía.
–Las cosas no funcionan así.
–Somos dos adultos en nuestros cabales.
–Pero podemos elegir, ¿no es así?
Pedro aminoró la marcha, giró y se detuvo delante de unas
puertas de hierro forjado.
–¿Es aquí? –preguntó ella.
–Aquí es –repuso él y apretó un mando a distancia para abrir las puertas–. Bienvenida a Yewarra, Paula.
Durante un momento, Paula tuvo la urgencia de escapar… escapar de su coche, de su finca y del mismo Pedro Alfonso. Se sintió abrumada, como si estuviera perdiendo el control de la situación por completo.
Momentos después, sin embargo, se dejó seducir por el paisaje mientras él conducía despacio por el camino de grava.
Había flores blancas y azules bajo unos árboles majestuosos.
Había jazmín y madreselva trepando por jacarandas en flor.
Y gardenias y rosas. Era una mezcla arrebatadora de colores y aromas.
–Esto es… precioso –señaló ella, mirándolo.
–Gracias –replicó él y sonrió–. Es una especie de tributo a mi madre. Lo hice en honor a su amor por los jardines y su innato sentido del refinamiento, gracias a lo cual pudo sobrellevar la dura vida que compartió con mi padre.
Pedro aparcó junto a una fuente. Detrás, había una casa de dos pisos, de piedra, con ventanas enmarcadas en madera y barrotes de hierro forjado. La puerta principal lucía la bonita talla de un delfín y los manillares eran de bronce.
–La casa tampoco está mal –comentó ella con una sonrisa–. ¿La construiste tú?
–No. Y apenas la he cambiado nada. Bueno, sólo eso –añadió él y señaló a la fuente–. Antes, era un coro nauseabundo de damas desnudas persiguiendo querubines.
Paula se quedó mirando la fuente, en la que un delfín de bronce dejaba salir el agua con total sencillez.
–¿Tienen algún significado especial para usted los delfines?
Pedro pensó un momento antes de responder.
–Supongo que no es tan raro para alguien cuyas raíces proviene de gente del mar.
Paula recordó los cuadros que él tenía en su despacho de Sídney.
–Ha llegado usted muy lejos desde entonces –observó ella.
En ese instante, la puerta principal se abrió de golpe y un niño de unos cinco años salió, saludando con la mano muy excitado mientras una niñera lo sujetaba.
Paula abrió los ojos como platos.
–¿Quién…? –comenzó a preguntar y se mordió la lengua, pues no quería ser indiscreta.
–Ése es Armando –indicó Pedro–. Es el hijo de mi difunta hermana. Lo he adoptado.
Pedro Alfonso abrió la puerta del coche y salió, justo cuando Armando escapaba a las manos de la niñera y salía corriendo hacia él.
–¡Pedro! ¡Pedro! ¡Me alegro de verte! ¡Wenonah ha tenido seis cachorros, pero sólo me dejan quedarme uno!
Pedro tomó en brazos a su sobrino y lo abrazó.
–Pero piensa en los otros cinco niños que están deseando tener un cachorro. No puedes quedártelos todos.
Paula parpadeó. Había asumido que su sobrino Armando sería mayor.
No había esperado que Pedro Alfonso se sintiera tan cómodo con un niño de cinco años…
–Supongo que sí –repuso el pequeño en voz baja–. Bueno, igual no me importa –añadió y abrazó a su tío–. ¿Te vas a quedar?
–Esta noche, no –contestó Pedro y, para animarlo, añadió– : Pero volveré el fin de semana. Armando, te presento a Paula. Trabaja para mí – indicó, poniendo al niño en el suelo.
–¿Cómo estás, Paula? –saludó el pequeño con impecables modales–. ¿Quieres ver mi casita de los animales?
Tanto Pedro como la niñera abrieron la boca para intervenir, pero Armando se les adelantó.
–¿Cómo estás, Arrmando? Me gustaría mucho.
Armando le dio la mano.
–Está por aquí. Te lo enseñaré.
–No tardes mucho, Armando –le dijo Pedro–. Paula y yo tenemos que trabajar.
La casita de los animales era una parcelita vallada, no muy lejos de la casa. El tejado era de red y estaba sombreado por varios arbustos. Dentro, tenía varios troncos huecos y caminitos hechos de grava. Había allí conejos y una familia de cobayas en una jaula que imitaba a un castillo, con toboganes, campanitas y ruedas. También, había una cacatúa con la cresta azul y un vocabulario muy limitado, aunque sabía saludar. Y un estanque con una pequeña cascada, piedras, plantas acuáticas y seis ranas.
En otro estanque, nadaba una carpa.
–¿Lo has hecho todo tú? –preguntó Paula, fascinada, pensando en lo mucho que le gustaría a Sol.
–No, tonta. Sólo tengo cinco años –contestó Armando–. Pedro lo hizo casi todo. Pero yo lo ayudé. Toma –añadió y le entregó una cobaya–. Éste es Golly y ésta… –indicó y sacó otro del castillo– es Ginny. Es su esposa y ésos son todos sus hijos.
–Muy bien –repuso Paula, acariciando a Golly–. ¿Y dónde está
Wenonah? ¿Y sus cachorros?
–En los establos. Wenonah se porta un poco mal con los conejos y eso. Le gusta perseguirlos. Pero yo voy a enseñarle al cachorrito que me quede a no hacerlo. Lo que pasa es que… –comenzó a decir Armando y frunció el ceño–. No sé si quedarme con un chico o con una chica.
–Tal vez, Pedro pueda aconsejarte.
La carita del niño se iluminó.
–Sí, él siempre tiene buenas ideas. ¡Mira, esto sí que es especial, mi lagarto de lengua azul!
–¡Oh, vaya! –exclamó Paula y dejó a Golly en su sitio, poniéndose en cuclillas–. ¡Es precioso!
Poco después, Pedro los encontró de rodillas, riendo juntos
mientras intentaban convencer a Wally, el lagarto de lengua azul, de que saliera de su jaula.
Paula levantó la vista y se puso en pie, sacudiéndose las rodillas.
–Lo siento, pero esto es fascinante. Estaba pensando en lo mucho que le gustaría a Sol.
–¿Quién es Sol? –preguntó Armando–. ¿Le gustan los animales?
–Es mi hija y le encantan los animales.
–Deberías traerla para que juegue conmigo –sugirió el pequeño.
–Oh…
Pedro intervino.
–Ya veremos, Armando. ¿Puedo llevarme ya a Paula?
Armando aceptó, a regañadientes.
–Has triunfado con él –comentó Pedro mientras caminaba con Paula hacia la casa.
–Es muy fácil contagiarse del entusiasmo de los niños –afirmó Paula de buen humor.
Cuando atravesaron las puertas de la casa, Paula contuvo un grito de sorpresa.
La entrada conducía a un gran salón con una chimenea y varias alfombras de aspecto valiosísimo sobre un suelo de piedra. También los adornos y los cuadros parecían de un valor incalculable. Los tonos de la habitación eran cálidos y acogedores: crema y terracota, con pinceladas de verde menta.
Pero fueron los grandes ventanales, que llegaban desde el suelo al techo y sus vistas lo que más maravilló a Paula.
El valle se extendía ante sus ojos, bajo la luz de la mañana en todo su esplendor.
–Es… impresionante –comentó ella–. ¿Has conseguido
acostumbrarte a algo tan increíble?
–La verdad es que no. Cambia con la luz, la hora del día, la
estación del año. Esto… el estudio está por esas escaleras.
El estudio resultó ser otra sorpresa para Paula. Las vistas eran bastante distintas: daban a un jardín y a un cercado de madera con caballos pastando y moviendo las colas. Más allá del cercado, había un edificio alargado que parecía ser el establo.
Girándose desde la ventana, Paula miró a su alrededor. Había estanterías con libros en dos de las paredes. En las otras paredes, había cuadros muy similares a los del despacho de Pedro Alfonso en Sídney, con caballos y barcos pesqueros.
La alfombra era azul y las sillas que había a ambos lados del
escritorio eran de cuero color azul. Paula y Pedro se sentaron allí.
–No sé cómo consigue dejar esto para ir a Sídney –señaló ella, mientras él le servía una taza de café de un termo–. ¿La casita de los animales fue idea suya?
–Más o menos –repuso él y se sirvió su taza–. A Armando siempre le han gustado los animales, así que se me ocurrió hacerle un sitio adecuado para ellos –explicó y bajó la vista–. Creo que también le ha ayudado a superar la pérdida de su madre.
Paula titubeó y, al fin, decidió no comentar el tema.
–Bueno, he venido a trabajar, así que… –comenzó a decir ella y se interrumpió al darse cuenta de cómo la estaba mirando su jefe: de brazos cruzados y con un brillo de picardía en los ojos…
Entonces, la conversación del coche volvió a su mente. De golpe, recordó lo que habían estado hablando antes de que ella se sintiera cautivada por el entorno y antes de que Armando llamara su atención con la casita de los animales.
Paula cerró los ojos y notó cómo se sonrojaba.
–Dejemos el tema, señor Alfonso. Me niego a hablar de esto.
–¿Por qué? No podemos negar lo que sucedió.
–Fue una aberración –repuso ella con tono frío, tomando de
nuevo el papel de dama de hielo.
Él sonrió… con una mezcla letal de seducción y picardía.
–¿Crees que sólo fue una casualidad pasajera?
–Bueno… –contestó Paula, pensando rápido–. Acababan de dejarle sin previo aviso. ¿Tal vez fuera por eso?
–En esos momentos, no era Portia lo que yo tenía en la cabeza – aseguró él, tamborileando los dedos sobre el escritorio. Se encogió de hombros–. Puede que suene…
–Suena como si ella no le hubiera importado nada –le interrumpió Paula.
–Portia pensaba que, a cambio de sus… encantos, podría
convencerme para que invirtiera en una línea de ropa. De bañadores, para ser exactos. Tenía pensado diseñarlos y, sin duda, posar con ellos –explicó él con tono seco–. Cuando estudié el mercado, descubrí que estaba saturado y que no sería un buen negocio. A pesar de que yo nunca le había prometido nada, a ella le pareció que yo… me había aprovechado.
Paula parpadeó.
–Pareces sorprendida –comentó él, arqueando las cejas.
–Lo estoy –confesó ella.
–¿Creías que Portia estaba furiosa conmigo a causa de otra
mujer? –preguntó él, con cierto tono burlón.
Paula se mordió el labio, sintiéndose molesta por su tono.
–Bueno… sí. ¿Pero de veras esperaba que ella siguiera saliendo con usted?
Pedro Alfonso se pasó la mano por el pelo con gesto compungido.
–Sí… me equivoqué –admitió él–. Creí que, al menos, Portia confiaría en mis razones para no invertir –añadió y se encogió de hombros.
–Entiendo –replicó ella, incómoda por no saber qué otra cosa podía decir.
Pedro se apoyó en el respaldo y esbozó una débil sonrisa.
–Todo ha terminado entre nosotros.
–¡Pues ayer no lo parecía! –puntualizó ella.
–Pero así es. Créeme –afirmó él con gesto serio.
Paula se estremeció al ver cómo él apretaba la mandíbula y supo que no tenía razón para dudarlo.
–Aunque estoy seguro de que Portia no tendrá dificultades para encontrar a otra persona –adivinó él e hizo una pausa, clavando su penetrante mirada en Paula–. Y es probable que tarde menos que yo, ya que tú te obcecas en comportante como la dama de hielo.
Paula abrió la boca sorprendida.
–¿Cómo…?
Pedro se encogió de hombros.
–Nos conocemos desde hace casi un mes. Sé muy bien cuándo representas el papel de mujer inaccesible.
Paula parpadeó varias veces sin saber qué decir y abrió la boca, sin conseguir articular palabra.
–No te preocupes, lo dejaremos por ahora. ¿Qué tal se te dan los caballos?
Paula tardó un momento en responder, por lo inesperado de la pregunta.
–No sé por qué lo pregunta, pero me gustan los caballos. Montaba de niña. Sin embargo, si va a preguntarme por los barcos pesqueros, nunca he ido en uno ni tengo intención de hacerlo.
–¿Por qué iba a preguntarte eso? –replicó él, arqueando las cejas.
Paula señaló a los cuadros de las paredes.
–Parece que siempre van de la mano en su trabajo. Caballos y barcos. Y, tal vez, como no sé de qué va esta conversación, creí que me lo preguntaría a continuación.
–No. Pero supongo que tienes razón. Las dos cosas son importantes para mí. Heredé una flota pesquera de mi padre y eso hizo posible que pudiera invertir en caballos.
Paula lo miró.
–¿Y lo de Shakespeare?
–¿Te has dado cuenta? –inquirió él, impresionado.
Ella asintió.
–Es por mi madre –respondió él–. A ella le encantaba
Shakespeare.
–Ah –dijo Paula y se quedó un rato en silencio–. ¿Va a decirme por qué me ha preguntado si me gustan los caballos? ¿Y por qué tengo la sensación de que me ha traído aquí bajo falsas pretensiones? –quiso saber, pensando que nada era lo que parecía.
–La verdad es que necesito contratar a alguien. ¿Te gustaría
encargarte de dirigir este lugar, Paula?
Eso sí que no se lo esperaba ella, que se quedó sin palabras.
–No es un empleo de ama de llaves, sino logístico –continuó él–. Uso mucho la casa para hacer fiestas. Tengo un buen equipo de criados, pero necesito que alguien se encargue de coordinar las cosas aquí y en los establos.
–¿Y… eso? –balbuceó ella, perpleja–. Yo no soy experta en
caballos.
–No se trata de lo que hagas con los caballos en sí. Tenemos tres sementales y veinte yeguas. Además, vienen yeguas de fuera para ser montadas y tienen aquí a sus potros. Todo el papeleo necesario para llevar registro de ello es muy trabajoso. Así como comprobar el pedigrí de las posibles yeguas para nuestros sementales. Necesito a alguien que pueda organizarlo todo en un programa informático.
Paula respiró hondo, sin decir nada.
–Tengo que liberar al encargado de los establos y a los criadores de caballos del papeleo y, de paso, librarles de toda la gente que entra y sale a todas horas de aquí.
–Ah –fue lo único que consiguió decir Paula.
Pedro le lanzó una breve mirada irónica y continuó:
–Hay una cómoda casita para empleados que iría con el empleo, lo bastante grande para ti, para Sol y para tu madre. Incluso tienes aquí un amigo para Sol, Armando –señaló él, mirándola con intensidad.
–Pero… –comenzó a decir ella y se aclaró la garganta–. ¿Por qué yo?
–Me has impresionado –afirmó él y se encogió de hombros–. Eres tan buena como Roger o, incluso mejor. Creo que es una pena que derroches tu talento como secretaria. Tu capacidad organizativa y tu don de gentes son muy adecuados para el puesto que te ofrezco.
–Yo… –balbuceó ella y respiró hondo–. No sé qué decir. No me lo esperaba.
–Hablemos del sueldo, entonces –continuó él y le hizo una oferta más que generosa.
Y difícil de rechazar…
–Tendremos un periodo de prueba de tres meses –prosiguió él y sonrió–. Así podrás comprobar si echas de menos demasiado la ciudad o lo que sea.
–Si no traigo a mi madre… –comenzó a decir ella, deteniéndose a mitad de frase.
–¿Por qué no ibas a traerla?
Paula le contó lo de la nota que había encontrado en casa.
–Ha sido muy buena conmigo, pero yo sé que a ella le encantaría ocuparse de ese encargo. Me gustaría que pudiera hacerlo… pero no sé cómo –confesó Paula y meneó la cabeza–. Si se viene aquí, tampoco va a poder dedicarse a lo que le gusta.
–Podrías compartir la niñera de Armando para que cuide a Sol.
Paula se quedó mirándole, llena de incertidumbre.
–¿Por qué lo hace… en realidad? ¿Qué es lo que espera de mí a cambio?
–¿A qué te refieres? –preguntó él en tono apenas audible.
–¿Incluiría el empleo acostarme con mi jefe?
Sus miradas se entrelazaron y Paula percibió cómo la expresión de él se endurecía.
–Querida Paula, si crees que tengo que llegar tan lejos para
conseguir eso, te equivocas.
–¿Qué quiere decir?
–Sabes tan bien como yo que, si nos diéramos la mínima oportunidad, ninguno de los dos podría resistirse. Pero, si prefieres continuar caminando por la vida sola, adelante –añadió él con tono duro.
Paula apretó los dientes.
–Es usted quien lo ha dicho –replicó ella, acalorada.
–Al menos, soy honesto.
–Yo no soy deshonesta.
–Es verdad –repuso él y se quedó esperando su respuesta.
Ella apretó los dientes.
–Lo que quiero decir es que algunas personas creen que ser
madre soltera significa ser… una mujer fácil.
Paula pensó que Pedro Alfonso no podría sorprenderla de nuevo con su respuesta. Pero se equivocó.
–Sé bastante sobre madres solteras. Mi hermana lo era y, por eso, comprendo por lo que estás pasando, Paula Chaves.
Ella abrió la boca. Y la volvió a cerrar. ¡Así que aquello explicaba la acogida comprensiva que él le había mostrado cuando le había contado su historia!
–Y, para ser completamente honesto, también creo que serías una buena influencia para Armando –señaló él–. Yo no puedo estar con él todo lo que debería. Empieza el colegio el año que viene, así que nos distanciaremos todavía más. Quiero que este último año antes de ir al colegio sea memorable para él. Quiero que sea feliz.
–Usted no sabe… ¿Cómo sabe que yo sería buena para él?
Pedro se apoyó en la silla.
–Te he visto con él hace un momento. Desde el primer momento en que hablaste de tu hija, sé lo mucho que significa para ti. Se te ilumina la cara sólo con decir su nombre.
–De todas maneras… ¡Es todo demasiado rápido!
–La habilidad de darme cuenta de las cosas y tomar decisiones rápidas es, en parte, el secreto de mi éxito.
–Qué modesto –se burló ella.
–Lo sé –replicó él con un brillo de humor en los ojos.
–Bueno…
–Con permiso… –dijo una mujer en la puerta, interrumpiéndolos–. La comida está lista, señor Alfonso. La he servido en la cocina, si le parece bien.
Pedro Alfonso se levantó.
–Muy bien, señora Preston. Gracias.
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