domingo, 11 de junio de 2017

ROJO: CAPITULO 3





‐No entiendo por qué tienes que estar fuera todo el fin de semana.


El abuelo de Paula, Hugo Chaves, siguió cambiando la tierra a los tiestos del invernadero. Incluso después de treinta años como presentador de un conocido programa de jardinería en televisión, jardinería con Hugo, no había perdido el amor por lo más básico de su trabajo.


Paula se apoyó en la pared, suspirando.


‐Ya te lo he explicado. Han venido unos clientes europeos y tenemos que hacer que se diviertan. Es una cosa de trabajo.


Al menos, eso esperaba.


‐Eso no hubiera ocurrido en mis tiempos. Es increíble que una secretaria tenga que pasar el fin de semana con su jefe... a menos, claro, que entre ellos hubiera algo ‐Hugo levantó la cabeza para mirar a su nieta como solía hacer cuando era una adolescente y llegaba tarde a casa.


‐No te preocupes, no hay nada entre mi jefe y yo.


‐Bueno, de todas formas, esas cosas no pasaban en mis tiempos ‐ refunfuñó él.


No, era cierto. Y tampoco había un casino en Auckland entonces, de modo que su abuelo sólo habría podido jugarse algo de dinero en las carreras de caballos o en una amistosa partida de póquer con sus colegas del estudio de televisión.


‐¿Abuelo?


‐¿Sí?


‐Prométeme que no irás a la ciudad mientras yo estoy fuera.


Hugo Delacorte se dio la vuelta para mirarla y Paula sintió que se le encogía el corazón. El siempre había sido su ancla, incluso cuando la regañaba de adolescente, tras la muerte de sus padres en un accidente de tráfico. Pero ahora los papeles se habían cambiado y era Hugo quien dependía de ella.


‐¿A la ciudad?


‐Ya sabes a qué me refiero: al casino. Prométeme que no saldrás de casa. Con lo que me van a pagar por trabajar este fin de semana casi podré pagarle a Lee el dinero que le debes.


‐¡Eso no es problema tuyo! ‐exclamó su abuelo, avergonzado.


‐Pero es que sí es problema mío. No quiero que te preocupes por esa deuda, abuelo, dije que te ayudaría y lo haré.


‐¿Y piensas ayudarme pasando un fin de semana con tu jefe? Debe pagarte mucho dinero si así vamos a poder pagar a esa sanguijuela de Ling.


‐Abuelo, sólo vamos a trabajar...


‐Quieres hacerme creer que no tienes nada con tu jefe, pero yo no te creo.


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas, pero las contuvo. No quería llorar delante de Hugo porque si se daba cuenta de cuánto la angustiaba aquella situación no dejaría que lo ayudase... Sabía cómo lo había avergonzado que descubriera su deuda con el prestamista...


‐No hay nada entre mi jefe y yo, te lo aseguro. Y por favor, no vayas al casino. No podré concentrarme este fin de semana si tengo que estar preocupada por ti.


‐Más bien soy yo quien debería estar preocupado por ti ‐replicó su abuelo.


‐No tienes que preocuparte ‐suspiró Paula, intentando olvidar el comentario de Pedro de que sería «su acompañante».


Tenía que haberlo dicho de broma. Era imposible que Pedro Alfonso esperase de ella algo más que su trabajo como secretaria porque hasta la noche anterior jamás había mostrado el menor interés por ella como mujer. Además, sabía que no era su tipo. ¿Por qué iba a empezar a interesarse ahora?


Pero no podía dejar de pensar en el brillo de sus ojos cuando la reconoció en el casino. Claro que ella no era esa mujer. Daba igual las expectativas que él tuviera para el fin de semana, Paula no era esa mujer.


Suspirando, se inclinó para besar a su abuelo en la mejilla.


‐Te quiero mucho.


‐Yo también a ti, hija.


Paula lo miró durante unos segundos antes de salir del cobertizo que usaba como taller y entrar en la casa. Había envejecido diez anos en los últimos meses y la preocupaba dejado solo ese fin de semana. Llevaba casi cuatro semanas sin ir al casino, pero... ¿se atrevía a esperar que no volviese nunca?


Cuando entró en la casa miro los numerosos premios que había ganado su abuelo por su programa de televisión sobre jardinería, todos colocados sobre la repisa de la chimenea.


Hugo no se había tomado bien la jubilación pero, ocho años antes, la cadena de televisión había pensado que a los sesenta y cinco ya no estaba en su mejor momento y habían contratado a un presentador más joven. Aunque aun recibía cartas de sus fans.


El trabajo que empezó a hacer desde entonces como portavoz de una cadena de invernaderos lo había hecho feliz durante un tiempo, pero ese trabajo requería que viajase por todo el país y, al final, a los setenta años, había tenido que retirarse.


Y entonces descubrió el casino y la emoción de ganar, por un tiempo al menos. Cuando sus ganancias le dieron entrada a la zona VIP de jugadores, la cosa había tomado un rumbo muy diferente y Paula se quedo horrorizada al descubrir que, en un corto periodo de tiempo, se había visto endeudado hasta el cuello.


Y no le quedó más remedio que insistir en usar sus propios ahorros para pagar su deuda con Lee Ling. Después de todo, ella no pagaba nada en la casa, algo que según su abuelo era innecesario. Pero Paula sabía que el dinero del seguro de vida de sus padres prácticamente se había agotado y Hugo estaba viviendo de lo que había ahorrado de sus días en televisión.


Cuando fue a pagar al prestamista, Ling le había informado de la cantidad que le debía su abuelo y propuesto una forma alternativa de pago: por cada noche que lo acompañase al casino, no le cargaría el interés normal sobre la deuda.


Paula quería a su abuelo más que a nadie en el mundo. 


Hugo había cuidado de ella cuando sus padres murieron y había tenido que soportar su comportamiento rebelde durante la adolescencia, algo que hacía para enmascarar el dolor. Y también había estado a su lado cuando por fin se
tranquilizó y empezó a portarse como una adulta.


Cuando el interés del público por la trágica muerte de sus padres se desvaneció y ella había dejado de luchar contra el mundo, lo único que deseaba era que la dejasen en paz. Incluso cambió de colegio, apuntándose al nuevo con el apellido de su abuelo para pasar desapercibida.


Y él la había apoyado en todo momento.


Paula había dependido de su abuelo para todo.


Ahora le debía ese favor. Tenía que pagar la deuda que tenía con Ling y sacado de aquel horrible apuro. De modo que había aceptado la propuesta de Ling de acompañado al casino, para «endulzar» sus tratos con los clientes. Odiaba cada segundo, pero mientras pudiese ayudar a su abuelo, lo haría.


Y aquel fin de semana también merecería la pena, se dijo.


Pero cuando se iba a la cama esa noche se dio cuenta de que su abuelo no le había prometido que no iría al casino, de modo que sólo podía rezar para que así fuera. Esperaba con todo su corazón que no se arriesgase de nuevo porque si era así, todo lo que ella estaba haciendo no serviría de nada.


Paula estaba preocupada pensando que se sentiría incómoda con Pedro durante el fin de semana, pero no debería haberse preocupado en absoluto.


Las esposas de los clientes decidieron viajar con ella mientras los hombres iban en el coche con Pedro y, durante el viaje, parecieron contentarse con que ella se dedicara a conducir, señalando algunos lugares de interés por la ventanilla de vez en cuando, hasta que llegaron a Puhoi.


Después de comer en el histórico restaurante del pueblo, el grupo dio un paseo, deteniéndose de vez en cuando en alguna tienda de regalos hasta que llegaron al cementerio. 


Allí, el señor Schuster encontró las tumbas de algunos de sus antepasados. Y estaba claro por las inscripciones en las lápidas que aquella gente había vivido una vida muy dura.


En realidad, era difícil reconciliar el Puhoi de hoy con el que aquella gente debía haberse encontrado más de un siglo atrás, cuando llegaron de Praga, un viaje por barco que había durado cuatro meses.


Pero todos estaban encantados de estar allí y, evidentemente, el detalle de Pedro los había conmovido.


Paula sabía lo importante que eran las exportaciones de lana de la empresa Alfonso a la república Checa, el origen de los pobladores de Bohemia que habían llegado allí tantos anos antes, pero dudaba que ésa fuera la razón por la que Pedro había decidido parar en Puhoi.


Pedro Alfonso era un hombre que respetaba la familia y la herencia familiar. Cualquiera que trabajase para él sabría el respeto y el cariño que sentía por sus padres. Tanto el señor como la señora Alfonso trabajaban para la empresa, aunque ella dedicaba su tiempo a la Obra Social, que patrocinaba varias casas de acogida para adolescentes huérfanos o problemáticos.


Si Paula no hubiera tenido a su abuelo para cuidar de ella cuando sus padres murieron, seguramente habría acabado en una de esas casas.


Aunque Pedro era hijo único, Paula sabía por sus primos, sobre todo Bruno Colby, que salía mucho en las revistas del corazón últimamente, que todos se tenían mucho cariño. Para ellos la familia era algo indestructible y eso explicaba que se hubiera molestado tanto por los clientes.


El resto de la jornada hacia el norte, hacia Russell, transcurrió sin el menor problema. Paula seguía a Pedro en el todo terreno negro que le había adjudicado... y le encantaba lo suave que era el poderoso coche.


Pararon de nuevo en la ciudad de Whangarei, donde sus invitados se quedaron encantados con una demostración de vidrio soplado que hizo uno de los artesanos de la zona. 


Pero para cuando llegaron al hotel de Russell, estaba un poquito cansada de conducir y de hacer de guía turística.


Cuando daba la vuelta al coche para sacar los equipajes del maletero, Pedro la detuvo.


‐Déjalo.


Se había materializado a su lado de repente y estaba tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo a través del jersey. El jersey que él había pagado.


‐Los empleados del hotel se encargarán del equipaje. Estás aquí como mi acompañante, no como mi criada.


Paula asintió con la cabeza, decidida a mantener las distancias durante el fin de semana. La palabra «acompañante» no dejaba de repetirse en su cabeza.


Debería haberle dejado claro que «acompañante» era una persona que acompañaba y nada más. Claro que otra vocecita le preguntaba cuánto protestaría si él esperase otra cosa.


Pedro Alfonso era, sin la menor duda, un hombre muy atractivo. Desde el pelo oscuro a las suelas de sus zapatos hechos a mano, era el epítome del éxito y el poder, algo que resultaba muy atractivo. Y, sin embargo, seguía soltero.


A los treinta y cuatro años, ocho más que ella, había tenido varias relaciones, pero nunca habla dado el paso definitivo hacia el altar. Y siendo un hombre para quien la familia era tan importante, resultaba sorprendente que no se hubiera casado todavía.


Pero mientras podía una mano en su espalda para guiarla hacia la puerta, Paula se recordó a sí misma que no era asunto suyo lo que Pedro Alfonso hiciera con su vida.


Tras la publicitada muerte de sus padres y su horrible comportamiento después de la tragedia, por no hablar del escrutinio público al ser la meta de alguien tan conocido como Hugo Chaves, Paula valoraba la intimidad por encima de todo. Por eso no solía contarle a nadie quién era su abuelo.


Era más fácil ir por la vida siendo una desconocida... hasta que las deudas de Hugo lo habían puesto todo patas arriba.


Paula arrugó el ceño, preguntándose si volvería al casino ese fin de semana.


‐¿Algún problema? ‐preguntó Pedro, inclinándose un poco para hablarle al oído.


‐No, no pasa nada ‐murmuró ella, sintiendo que se le ponía la piel de gallina.


¿Por qué reaccionaba así?, se preguntó.


Aunque nunca le había molestado tener un jefe tan guapo, al contrario, hasta entonces no se había sentido en absoluto atraída por el.


¿Era porque había visto a la Paula Chaves que había bajo la ropa ancha y las lentillas oscuras? ¿Porque, por una vez, quería que la viese como la mujer que era?


Pero pensar esas cosas no llevaba a ningún sitio, se dijo. 


No, estaba allí para hacer un trabajo y eso era lo que pensaba hacer: actuar como guía para los clientes y asegurarse de que todo saliera como estaba previsto.


Sabía que la familia Alfonso ganaba millones con sus negocios, pero no estaba preparada para la elegancia y el lujo del hotel; que era en realidad una fabulosa finca con vanas casas distribuidas por el inmenso jardín.


Desde allí podía ver una panorámica de las islas Bay y la piscina olímpica daba la impresión de estar colgada sobre el mar.


La casa en la que entró con Pedro debía de ser la más lujosa de todas.


Paula sabía, porque había enviado allí a muchos clientes, que tenía cuatro suites, cada una con su cuarto de baño pero la belleza de su habitación la dejó boquiabierta.


Los cuadros debían valer más que todas sus posesiones juntas. De niña no había conocido la pobreza, al contrario, pero aquello era increíble...


‐¿Tienes un minuto? ‐le preguntó Pedro desde la puerta.


‐Sí, claro. Dime.


‐Sólo quería enseñarte la oficina. Tenemos que hacer algunos cambios en el contrato que estoy negociando con el señor Schuster.


Paula dejó escapar un imperceptible suspiro de alivio. Muy bien, si era una cuestión de trabajo, no había el menor problema. Eso era algo que podía hacer automáticamente.


‐¿Los Schuster y los Pesek ya están instalados?


‐Sí, pero han dicho que querían salir a estirar un rato las piernas antes de cenar. Hemos quedado en el porche a las seis para tomar un aperitivo, de modo que tenemos una hora para hacer esos cambios en el contrato antes de firmado.


‐¿Ya está a punto de firmarse? El otro día me dio la impresión de que el asunto no iba tan bien.


‐Hemos conseguido ponernos de acuerdo durante el viaje.


‐¿Ese era tu objetivo? ¿Por eso hemos venido en dos coches?


‐Me gusta hacer las cosas como es debido y no necesariamente siempre en una oficina. La corporación Tremont ha estado metiendo la nariz últimamente y no vamos a perder otro contrato por culpa de Josh Tremont si yo puedo evitarlo.


‐Ah, ya entiendo.


‐Durante el viaje hemos tenido oportunidad de charlar, de que me dijeran lo que pensaban. Dos perros, un hueso, ya sabes. Estoy seguro de que firmaremos el contrato antes de volver el lunes a Auckland.


Pedro llevó a Paula a la oficina, una sala con equipo informático de última generación, y no tardaron mucho en hacer los cambios necesarios.


Cambios que Paula debía admitir eran más ventajosos para
Schustery Pesek de lo que ella esperaba en un contrato de esa magnitud.


Estaba casi terminando cuando Pedro se levantó.


‐Vaya ducharme. Y cuando hayas enviado el nuevo contrato al departamento jurídico, tú deberías hacer lo mismo. Relájate durante unos minutos antes de la cena.


‐¿No quieres que espere el correo de respuesta?


Él sacó el móvil del bolsillo.


‐Yo me encargo de eso, no te preocupes. Si hay algún cambio te lo diré. Por cierto... ‐Pedro se detuvo en la puerta‐, me gusta lo que te has puesto hoy.


‐Debería gustarte, lo has pagado tú ‐dijo Paula.


Cuando terminó con el contrato volvió a la habitación y se tomó unos segundos para admirar la fabulosa panorámica desde el ventanal. Si algún día tenía la oportunidad de vivir en un sitio como aquél no se cansaría nunca de admirarlo. 


Había algo en el mar, tranquilo como estaba aquel día o bravo durante una tormenta, que siempre le daba cierta paz.


Aquel fin de semana iba a ser agradable, pensó. Todo iba a salir bien, estaba segura.


Paula entró en el vestidor, donde algún empleado del hotel había dejado su bolsa de viaje, y buscó el vestido que había comprado para esa noche. Pero cuando iba a colgarlo en la percha se quedó helada.


En el armario había camisas de hombre pantalones, chaquetas...


Alguien había cometido un terrible error.


Aquélla era su habitación, ¿no?


Rápidamente, se dio la vuelta para mirar en los cajones. Y al abrir el primero encontró calzoncillos y calcetines.


Su corazón empezó a latir a toda velocidad.


Alguien había cometido uno error, desde luego. Tomando su bolsa de viaje, Paula salió del vestidor...


‐¿Dónde vas? ‐al oír la voz de Pedro se quedó helada.


Acababa de salir de la ducha y tenía el pelo despeinado, como si se lo hubiera secado con una toalla a toda prisa, gotas de agua corriendo por sus hombros y su torso desnudo...


Nerviosa, Paula tuvo que tragar saliva. Pero estaba demasiado desconcertada como para saber si era de vergüenza o algo peor. Deseo.


No encontraba palabras. Sabía que debería apartar la mirada, pero no podía hacerla. No podía dejar de mirar aquel torso ancho, de pectorales marcados, la toalla sujeta sobre las caderas, las piernas desnudas...


‐¿Paula?


Ella levantó la mirada por fin.


‐Yo he encontrado mi ropa en el vestidor. Iba a... llevarla a mi habitación.


‐Deja las cosas donde estaban, Paula. Ésta es tu habitación.


‐Pero...


‐O, tal vez debería decir, nuestra habitación.





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