domingo, 18 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 1




HACÍA una tarde preciosa, cálida y despejada. El cielo azul brillaba como una patena.


Paula Chaves sintió la caricia del sol sobre su piel. 


Desbordaba tanta felicidad que todo su cuerpo irradiaba luz.


‐Esta noche, Pedro, nos marchamos esta noche ‐dijo con una sonrisa furtiva‐. Por fin ha llegado el día.


Estaba tan excitada que apenas podía contenerse.


‐Te ilusiona mucho la idea de que nos escapemos juntos ‐respondió Pedro y le pellizcó la nariz‐. Eres una rebelde, Pau.


‐Quizá. Pero quiero quedarme a tu lado y, si hiciéramos caso de lo que opina la gente, nunca nos lo permitirían.


El gaucho asintió con un movimiento lento de la cabeza. El pelo, negro y fuerte, le llegaba hasta los hombros. Normalmente siempre lo llevaba recogido con una cinta de cuero, pero Paula le había retirado el lazo un minuto antes.


‐¿Estás segura de que tu hermano no sabe que...?


‐Dario ni siquiera está en la hacienda. Está en Buenos Aires. Me ha dejado al cuidado de su amiga americana, Daisy ‐Paula arqueó las cejas finas, oscuras‐. Y Daisy es muy dulce, pero demasiado confiada.


‐Tu hermano se pondrá hecho una furia ‐apuntó Pedro.


Paula se apretó contra su pecho y lo rodeó con los brazos.


‐Deja de preocuparte ‐dijo‐. Todo saldrá bien.


Estaban sentados en un muro de piedra encalado, algo apartado del ajetreo. Inclinó la cabeza y besó a Paula en la mejilla, cerca de la oreja.


‐No quiero que te hagan daño ‐susurró‐. No soportaría que te ocurriese algo malo.


Ella se rió de sus temores y se acurrucó contra él.


‐No pasará nada, Pedro.


Se quedaron en silencio un instante mientras la brisa agitaba el pelo de Paula y jugaba entre sus cuerpos. Paula cerró los ojos y saboreó la dulzura de ese momento entre los brazos fuertes de Pedro. En el futuro, todo sería perfecto. Estarían siempre juntos. Ella, Pedro y el bebé. No podía olvidarse del bebé. Haría que todo fuera posible.


Tensó los brazos alrededor del cuerpo de Paula. Rozó el lóbulo de su oreja con la boca.


‐Esto es una locura, ¿sabes? ‐dijo, la voz profunda.


Paula se liberó de su abrazo y encaró a Pedro, las manos apoyadas en el muro. Estudió su expresión. Los ojos negros, las cejas oscuras, la nariz larga y una boca muy sensual. Era encantador, pero ese encanto no era fruto de la simetría de sus facciones ni de su imponente figura. Poseía, en cambio, una deslumbrante belleza interior. Podía sentirse el fuego en su mirada, podía sentirse su energía. Era pura vida. 


Era real.


Todo lo contrario de la gente que poblaba su mundo.


Era diametralmente opuesto a su familia.


Paula tragó saliva, alargó la mano y dibujó el contorno de sus facciones.


‐Te quiero, Pedro.


Los ojos negros de Pedro se inflamaron, animados por el deseo y la pasión.


‐No tanto como yo te quiero a ti ‐replicó.


La llama que ardía en sus pupilas no intimidó a Paula. Hacía que se sintiera mejor, libre y poderosa. Y también lo deseaba.


—Recorreremos el mundo a nuestro antojo, Pedro. Tendremos todo lo que queramos, lo veremos todo y nada nos detendrá.


‐Eres una soñadora, ¿no te parece? ‐Pedro sonrió y sacudió la cabeza.


—Tendremos el mundo a nuestros pies —insistió, la mirada feroz‐. Tendremos a nuestro hijo. ¿Hay algo más?


Pedro buscó con su mirada los ojos de Paula. Ella sabía que a Pedro le divertía ese arrebato apasionado. Nunca hacía nada que incomodara a su amor. Se sentía aceptada tal como era. Y Pedro aceptaba a Paula por ser quien era.


‐Soy pobre, Paula ‐dijo despacio, deletreando las palabras, la mirada intensa—. Nunca podré ofrecerte todo lo que...


—¡No! ‐ella le tapó la boca con la mano y acalló su discurso.


El aliento cálido de Pedro cosquilleaba en su palma, pero no apartó la mano.


‐Tengo tu amor, Pedro. Es lo único que siempre he deseado y lo único que siempre he necesitado. Toda mi familia insiste en concederle más importancia a las apariencias, las propiedades y la posición social. Tú eres la única persona que me quiere así, tal como soy.


La expresión temible de Pedro se dulcificó. Apartó la mano de su boca sin dejar de besarle la palma mientras lo hacía.


—Pero, negrita, quiero dártelo todo —apuntó.


Se arrimó un poco más, acercándose poco a poco hasta que sus muslos presionaran las piernas de Pedro, de modo que prácticamente se sentara en su regazo.


‐El amor lo es todo ‐dijo.


‐¿Y nuestro hijo?


‐Tendrá todo nuestro amor ‐aseguró.


Se inclinó hacia delante y posó los labios en el cuello de piel broncínea. Tenía facilidad para broncearse, gracias a su herencia hispano‐india, y ella confiaba en que su hijo saliese a su padre.


Deseaba que su niño tuviera su pelo negro, sus ojos negros y la piel dorada.


‐Estás decidida a tenerlo todo, ¿verdad? —dijo con voz áspera antes de tomar su rostro entre las manos y besarla apasionadamente.


Se empapó de ella, absorbió su esencia como si fuera el aire, la luz y el agua de la vida. Paula notó un escalofrío que recorrió su cuerpo bajo la piel como una descarga de placer. Su mero contacto hacía que se sintiera ardiente, radiante y femenina.


‐Tu amor ‐susurró Pedro contra sus labios‐ merece el esfuerzo.


Ella lo abrazó con fuerza, la cara apoyada contra su pecho. 


Era casi un milagro que su hubieran encontrado. Pedro era un gaucho. Ella, por su parte, era la hija de un conde. Quizá la huida provocase un escándalo, pero sería lo mejor que nunca podría ocurrirle a Paula.


‐Estás sonriendo ‐dijo Pedro, los dedos entrelazados en la larga melena negra.


‐Ojalá nos fuéramos ahora mismo ‐apuntó sin perder la sonrisa.


‐Tendré un caballo listo para ti más tarde. Cabalgaremos casi toda la noche.


Ella asintió, inmersa en una burbuja de felicidad tan grande y brillante que sentía que se había tragado el sol. Levantó la cabeza para mirarlo a la cara.


‐¿Crees que le gustaré a tu familia? ‐preguntó.


‐No tengo la menor duda.


Ella estudió esos ojos negros, la expresión arrogante. Un rostro noble y orgulloso. Podría haber sido un conquistador español, un aventurero en busca del nuevo mundo. Y, sin embargo, le pertenecía a ella.


‐Te amaré siempre.


En un principio, Pedro no respondió. Entonces su mirada se ensombreció.


‐Sólo tienes diecisiete años ‐recordó‐. Para siempre implica muchísimo tiempo.


Pero el tono precavido de su respuesta divirtió a Paula, que soltó una carcajada y sacudió la cabeza mientras la risa cálida bailaba entre sus cuerpos con trémula vitalidad.


‐Y dime, Pedro Alfonso, ¿desde cuándo eso me ha dado miedo?




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