domingo, 18 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 2




Cinco años después...



-Paula, llevas toda la mañana de pie junto a la ventana. Ven a sentarte. Tienes que estar rendida a estas alturas.


Paula tensó el cuerpo, los ojos tan secos y arenosos que bastaba un parpadeo para que le doliesen.


—No puedo sentarme —dijo—. Espero la llegada de Pedro.


‐Quizá tarde un buen rato...


—No me importa —interrumpió con voz ronca, la mirada fija en las cumbres nevadas de la cordillera andina.


Había hecho bastante frío en los últimos días, pero esa mañana había amanecido espléndido. Parecía un anticipo de la primavera.


‐Vendrá a buscarme ‐añadió‐. Me lo prometió.


‐Pero todavía no hemos podido ponernos en contacto con él, señora, y usted todavía está muy débil ‐señaló la enfermera con ternura‐. Tiene que concedernos la oportunidad de que lo encontremos.


Paula no contestó. Cerró el puño sobre la cortina dorada de damasco con dedos temblorosos. Estaba muy cansada. 


Sentía debilidad en las piernas, fatiga en los músculos, pero
echaba terriblemente de menos a Pedro. Había pasado una eternidad desde la última vez que se habían visto. Pero volvería a buscarla. Pedro nunca había faltado a su palabra.


‐Ha estado enferma, señora. Tiene que descansar y guardar fuerzas ‐prosiguió la enfermera en el mismo tono paciente que emplearía con un caballo nervioso o un niño difícil‐. Al menos, siéntese y coma algo.


‐No tengo hambre ‐replicó.


Paula odiaba el tono maternal que la enfermera empleaba con ella. No necesitaba que una persona velase por su salud a todas horas. Tenía suficiente cabeza para pensar por sí misma.


Claro que no le daban demasiadas oportunidades para tomar sus propias decisiones.


Haberse instalado en esa casa era un ejemplo. No había querido quedarse allí. El hospital ya había sido bastante duro, rodeada de ese ambiente antiséptico que inundaba todas las habitaciones entre el olor acre del desinfectante, la crema de manos inodora de las enfermeras y los algodones impregnados en alcohol. Pero entonces la habían trasladado a ese enorme mausoleo en medio de un viñedo.


Era una quinta enorme, solemne y repleta de antigüedades. 


Una casa preparada para grandes fiestas, almuerzos elegantes y recepciones de empresa. Se trataba de otra de las excentricidades de Dario. Otro despilfarro de su inmensa fortuna.


Todo lo contrario que su querido Pedro.


La única ventaja de la quinta era su proximidad de las montañas. Al menos, desde las ventanas de su habitación, veía las montañas. Pedro y las montañas eran sinónimos en su imaginación. Pedro se había criado en sus faldas y su familia todavía vivía al amparo de las montañas.


—Entonces, ¿Dario ha llamado a Pedro? —preguntó, los dedos clavados en la cortina.


‐No lo sé —la enfermera dejó la carpeta, sus pasos resonaron en el suelo y posó la mano con delicadeza en el hombro de Paula‐. El conde no me consulta. ¿Por qué no termina de vestirse? Su hermano llegará enseguida. No querrá encontrarse con él en camisón, ¿verdad?


‐No quiero verlo.


‐Ayer tampoco lo recibió ‐la enfermera retiró la mano.


‐Eso es asunto mío, ¿no cree? ‐Paula notó un nudo en el estómago.


‐Se trata de su hermano...


‐¿Y desde cuándo es asunto suyo? ‐Paula se volvió desde la ventana, los brazos cruzados sobre el pecho, y fijó con la mirada a la enfermera con su elegante uniforme blanco, las medias blancas y los zuecos—. ¿Y por qué está aquí? Estoy bien. No necesito sus cuidados.


‐Lo siento. Su hermano tomó esa decisión.


‐¿Y todavía me pregunta por qué no quiero verlo? ‐preguntó con amargura y se refugió en un sillón, en una esquina del dormitorio.


Dario, Dario, Dario. Siempre era cosa de Dario. Cada vez que ordenaba algo, la gente obedecía para complacerlo. Pero Dario no conocía toda la verdad.


Notó el picor de las lágrimas en los ojos y hundió la cabeza, cubriéndose la cara con el antebrazo. Estaba al borde de la locura. Tenía los nervios a flor de piel, se sentía emocionalmente alterada y notaba un zumbido constante en su cabeza.


—Todavía no estás vestida.


Paula se puso rígida en cuanto escuchó la voz profundamente masculina. Ya había llegado.


Levantó los ojos y su mirada se encontró con su hermano mientras entraba en la habitación.


Vestía un traje gris marengo, una camisa del mismo tono e iba sin corbata. Tenía el aspecto de un hombre de éxito, rico y sofisticado.


‐No sabía que tenía que vestirme para verte —contestó.


El conde Dario Chaves miró a la enfermera, que salió al instante de la habitación. Aguardó hasta que se cerró la puerta.


‐¿Qué ocurre, Paula? Últimamente estás enfadada con todo el mundo.


—Quiero a Pedro ‐dijo y esgrimió los puños cerrados, en claro desafío.


‐No, no lo quieres —corrigió su hermano con severidad‐. Confía en mí, Paula, no quieres que...


‐¡Te equivocas! —golpeó con ambos puños los brazos tapizados del sillón‐. Lo deseo. Lo quiero. Lo echo de menos...


Su voz se quebró y sacudió la cabeza, frustrada y furiosa. 


No soportaba la expresión lúgubre de Dario. Su hermano no entendía nada. No entendía lo que significaba que le negaran la persona amada.


‐Tú lo dejaste, Paula ‐dijo Dario con voz neutra‐. Fue decisión tuya. Comprendiste que no teníais nada en común. Te diste cuenta de que necesitabas algo distinto, algo que Pedro no podía ofrecerte.


‐¡Para! ‐gritó, deseosa de envolverse en algo cálido que le quitase el frío y las náuseas‐. Sólo dices mentiras. Intentas confundirme. Pero esta vez no te saldrá bien. Conozco la verdad. Pedro me quiere.


‐¡Ésa no es la cuestión, Paula!


‐Ésa es precisamente la cuestión ‐insistió mientras le castañeteaban los dientes.


Se frotó los brazos con las manos para calentarse en un intento por acallar la voz débil y asustada que sonaba en su cabeza. Pedro volvería, ¿verdad? No permitiría que se quedara con Dario, ¿verdad?


‐Tienes frío ‐Dario avanzó, tomó la manta carmesí de la cama y cubrió los hombros de su hermana con delicadeza antes de tomarle la temperatura‐. Estás helada. Necesitas reposo, Paula.Estás agotada.


‐No puedo permitírmelo ‐levantó la vista hacia su hermano, entre temblores.


Su expresión resultaba muy dura, pero sus ojos dorados brillaban. Quizá pareciese enojado con ella, pero sabía que la quería. Y, a pesar de sus intimidaciones y sus tácticas represivas, quería lo mejor para ella.


‐Dario, por favor, encuéntralo. Echo mucho de menos a Pedro. No tengo apetito y he perdido el sueño. Haz que Pedro vuelva a mi lado.




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