sábado, 20 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 11




Unos tenues rayos de sol se colaban por la ventana del dormitorio cuando Pedro abrió los ojos. Según el reloj eran las ocho y cuarto. Nunca se había levantado tan tarde. Claro que tampoco solía quedarse horas y horas pensando en la cama… Y eso era lo que había hecho la noche anterior.


Después de darse una ducha, se puso unos pantalones de pana y una camiseta de manga larga bajo un jersey de lana gruesa.


Tenía que salir de aquella casa durante un rato.


Había sido una tontería besar a Paula, pero verla tan vulnerable, tan asustada por despedirse de su hija, había despertado su lado protector. Y eso era algo que había heredado. De no ser así no podría hacer lo que hacía.


Pedro dejó la mochila sobre la cama, recordando los ojos tristes de Paula. No era por hacer justicia. La mayoría de la gente pensaba eso, y para algunos era verdad. Pero no para él. A veces no tenía nada que ver con castigar al culpable, sino con proteger al inocente.


Cuando bajó a la cocina comprobó que todo estaba muy limpio, los electrodomésticos brillantes. Y tuvo que sonreír. 


Empezaba a entender esa manía de tenerlo todo ordenado porque a él le pasaba lo mismo… Especialmente cuando estaba preocupado por algo.


¿Estaría Paula preocupada por el beso? ¿O por Juana?
Entonces arrugó el ceño.


¿Lo de la noche anterior habría sido una mera distracción?, se preguntó. ¿Le habría besado Paula para olvidar sus problemas?


¿Y eso sería tan malo? Un coqueteo inofensivo era más deseable que una relación complicada. Sin embargo… La idea de haber sido una simple distracción para Paula no le gustaba nada.


Mirando el reloj, Pedro se preguntó si también ella habría tenido problemas para dormir. Pero era absurdo esperar, se dijo, encendiendo la cafetera. Lo importante era comprobar si tenía un termo que pudiera llevarse.


La puerta que daba a la zona privada de Paula y Juana se abrió entonces, y ella entró en la cocina completamente vestida, haciéndose una coleta.


Cuando levantó la mirada, su corazón dio un vuelco dentro de su pecho. ¿Por qué?, se preguntó. Sentirse atraído por ella no estaba en su agenda. No podía permitirse distracciones. Y Paula no lo entendería si descubriese la verdad.


—Buenos días.


—Buenos días —Pedro se aclaró la garganta—. He encendido la cafetera, espero que no te importe.


—No, claro que no. Siento no haberme levantado antes.


Genial. Ahora estaban hablando como si fueran dos desconocidos.


—Paula, lamento mucho lo de anoche. No debería haber… Hecho lo que hice. Me pasé de la raya.


—Gracias —dijo ella, mientras sacaba platos del armario—. Me caes muy bien, Pedro. Eres un buen chico.


Él hizo una mueca. ¿Un buen chico?


—Es comprensible que las cosas… Se nos escaparan de las manos anoche, pero no me siento cómoda —continuó ella—. No puede volver a ocurrir.


—Lo sé.


Paula se dio la vuelta entonces, con un paquete de harina en las manos.


—Me alegro de que lo tengas claro. Y espero que te gusten las tortitas.


Ella no podía saberlo. No podía saber cuánto le gustaría contarle la verdad. Decirle para qué estaba allí y que su estancia en el pueblo ayudaría a Juana. Pero no podía decir nada, de modo que a partir de aquel momento, tortitas y conversación amable, se dijo a sí mismo.


—Me gustan mucho las tortitas. Con un par de huevos revueltos, si no te importa…


—Muy bien. ¿Quieres que te ponga queso o alguna otra cosa?


—Como quieras —sonrió Pedro—. Estoy acostumbrado a comerlos de cualquier forma.


—¿Pero cómo te gustan?


—No muy hechos. Y con jamón, si es posible.


Paula sonrió.


—¿Qué piensas hacer durante el resto del día?


—Hace menos frío que ayer, así que he pensado utilizar las botas de nieve que me prestaste —contestó él, sacando los platos del armario—. Llevo dos días sin realizar ninguna actividad física, y con lo que estoy comiendo…


—Hay sirope y zumo en la nevera —dijo ella, echando los huevos en la sartén.


Aquello era algo que echaba de menos. Mucho más de lo que había pensado. Tener alguien con quien hacer la comida, alguien con quien charlar… Ahora sólo ocurría cuando volvía a casa de sus padres, en Filadelfia, durante las vacaciones.


—Siéntate, Pedro.


Dos huevos revueltos con jamón y tortitas, con sirope de caramelo. Pedro suspiró. Había oído que la mejor manera de llegar al corazón de un hombre era su estómago y… Quizá fuera cierto.


—¿Paula?


—¿Sí?


—No tendrás un termo que puedas prestarme, ¿verdad?


—Sí, claro. ¿Cuánto tiempo piensas estar esquiando?


—Todo el día supongo.


—Entonces tendré que hacerte algo de comer.


—No tienes por qué…


—No te preocupes. Es uno de los extras que ofrecemos en este hostal.


Pedro apretó los labios. Claro. La tentativa amistad puntuada por claros recordatorios de que era un cliente. Era lo que Paula había dicho desde el principio: atenderlo era su trabajo, nada más.


—Gracias.


Era como si lo del día anterior no hubiese ocurrido nunca. Y quizá fuera lo mejor.


—Gracias por el desayuno —dijo, levantándose—. Voy a buscar mis cosas.



****


Una vez en su habitación se quitó la camiseta y se puso el chaleco antibalas bajo el jersey. Estaba seguro de que no habría ningún problema, pero sería mejor tener cuidado, por si acaso… Luego, después de mirar el reloj por última vez, volvió a bajar.


—Aquí tienes algo para el almuerzo.


Paula apareció en la entrada con una bolsa térmica y un termo lleno de café.


—¿Qué es?


—Sandwiches y fruta. Y un trozo del pastel que no tomaste anoche. Espero que te guste.


—Sí, claro, estupendo.


Pedro lo guardó todo en la mochila, sacando el GPS al mismo tiempo para meterlo en el bolsillo de la parka.


—¿Seguro que sabes adónde vas?


—Llevo un mapa. Y el GPS, así que no puedo perderme.


—Entonces, nos vemos a la hora de la cena.


—Sí, señora.


Pedro enganchó las botas de nieve a los esquís, y empezó a deslizarse por el nevado jardín, ganando ritmo poco a poco. 


Según el mapa que llevaba, a unos cuatro kilómetros de allí podría descansar y tomarse un café mientras esperaba… Y esperaba.









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