jueves, 25 de mayo de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 3




Paula Chaves contempló su empapado reflejo en el espejo del cuarto de baño mientras buscaba algún indicio de la determinación que había tenido por la mañana, antes de dirigirse al lago Tahoe. En su lugar, lo único que veía era una mujer empapada con los labios muy rojos y una expresión confusa en la mirada.


—Se supone que ibas a llegar y romper con él sin más —susurró rabiosa hacia la perpleja criatura que la miraba—. En ningún momento se supone que tuviera que resultarte atractivo.


¡Pero así era! Ese era el enorme y desquiciante problema. Al abrirse la puerta de la magnífica cabaña, se había encontrado ante Matias Alfonso, que la miraba igual que en las escasas ocasiones en que estaban a solas. Pelo oscuro, ojos oscuros, un enjuto rostro que, ella no lo podía negar, resultaba atractivo, pero que aun así, nunca antes le había llamado tanto la atención.


Luego, la había invitado a entrar y, al mirarlo, con el fuego a sus espaldas, de repente había sentido fuego también delante de ella. Una clase de fuego que había hecho que sintiera escalofríos y que su corazón latiera con fuerza.


La clase de fuego que convencería a una mujer para casarse. Y ella había ido hasta ese lugar para decirle que no iba a hacerlo.


¡Porque no iba a hacerlo!


Aquella mañana, cuando su madre había dejado caer un montón de revistas de boda sobre la mesa del desayuno, Paula las había contemplado, y luego a su hermana de trece años. Esa hermana, dura y marimacho, que había sido la pesadilla de Paula desde el anuncio del compromiso dos semanas antes.


—Será mejor que hagas algo enseguida —había dicho Catalina mientras se alejaba de las revistas como si se tratara de un nido de víboras—. O lo próximo será que mamá me obligará a meterme en un horrible vestido de dama de honor, y no te lo perdonaré en la vida.


Paula sabía que Catalina tenía razón. Su compromiso con un hombre al que apenas conocía era el resultado de la naturaleza arrolladora de su madre. De la naturaleza arrolladora de su madre mezclada con las insinuaciones de su padre sobre lo adecuado de ese matrimonio para el negocio familiar que, según él, siempre flojeaba. Eso, añadido a la humillación que sentía Paula por las tres ocasiones anteriores en que había intentado casarse.


En esas ocasiones había elegido ella personalmente a los hombres y los noviazgos habían terminado en desastre.


De modo que no había podido discutir con sus padres sobre el hombre elegido por ellos, a pesar del fastidio adolescente de Catalina.


Sin embargo, esas revistas repletas de trajes de novia la habían hecho despertar del estupor en que vivía desde su vuelta de París seis meses atrás. La tercera relación fracasada la había llevado a un estado insulso y sin emociones en el que dormía demasiado, veía demasiada televisión y obedecía casi mecánicamente a las órdenes de sus padres.


Hasta que había visto a esa novia, vestida de tul y con una tiara, en la portada de Matrimonial. Había sido como una bofetada que la había despertado. ¿En qué estaría pensando? No podía casarse con Matias Alfonso. No podía casarse con un hombre por los mismos motivos fríos y despiadados por los que su padre elegía a un nuevo socio.


De modo que había agarrado las llaves del coche, se había armado de valor y había conducido directamente hasta el lugar donde Matias había mencionado que se alojaría durante un mes, y todo ello decidida a alejarlo de su vida.


Pero en ese momento no podía ni alejarlo de su mente.


Con un suspiro, se separó del espejo y abrió la ducha. No había tenido problemas en encontrar el dormitorio principal. 


¡Cielos! Esa cama casi le había hecho perder el sentido, pero sin dudarlo, se había dado media vuelta y había elegido una habitación y un baño de invitados.


El agua caliente fue como una bendición, y parte de su inquietud se marchó con ella por el sumidero. Lo único que tenía que hacer era volver abajo y decirle a ese espléndido pedazo de hombre que no se iba a casar con él. 


Seguramente él se sentiría tan aliviado como ella. Después, volvería a casa, se enfrentaría a la cacofonía de gritos en la casa Chaves y seguiría con su vida.


Con una vida que no incluiría más compromisos con el hombre equivocado.


Minutos después, y envuelta en una enorme bata de felpa que encontró colgada de la puerta, Paula se dirigió a las escaleras con la ropa húmeda. De la pared colgaban unas fotos enmarcadas, pero ella no les echó más que una ojeada. Estaba más preocupada por salir de esa casa. 


Todavía llovía y el fuego que se percibía en la planta baja resultaba agradable y tentador, pero ella cuadró los hombros y se armó de valor.


«Termina con esto, Paula», se ordenó mentalmente mientras bajaba las escaleras. «Enseguida. Después, métete en tu coche y vuelve a casa». ¿Quién necesitaba esperar a que la ropa se secara? Con la bata tenía bastante.


Matias estaba de pie junto a la chimenea. Miró hacia arriba y, de algún modo, ella se sintió como si no llevara nada encima.


Paula se sonrojó y sus pezones se endurecieron bajo la tela, a pesar de que no sentía frío, al contrario. Ella era consciente de que se marcaban a través de la tela. 


¿Se daría cuenta él? ¿Lo notaría? ¿Le importaría?


Mientras intentaba aparentar que todo iba bien, siguió bajando, pero ¡menuda visión! El se había remangado la camisa y desabrochado el segundo botón. La camiseta que se veía debajo era de un blanco inmaculado y contrastaba con la oscura e incipiente barba que se adivinaba en la 
barbilla y alrededor de la boca.


Esa boca le recordó el beso compartido. Era una boca de hombre normal y corriente, supuso ella, pero le gustaba su amplitud y el profundo surco del labio superior. Le había encantado la sensación de esa boca sobre la suya y, cuando su lengua había tocado…


—No me mires así —dijo él de repente.


—Lo siento —ella se quedó parada a dos escalones de la planta baja, incapaz de moverse y sin apenas poder hablar—. ¿Qué?


—Si me miras así me olvidaré de mis intenciones.


—¿Qué intenciones? —ella tenía la boca seca. A lo mejor esas intenciones no eran buenas… ¿y por qué le sonaba eso tan bien?


—Mis intenciones de darte de comer antes que nada —Pedro la miró—. ¿No te prometí preparar algo?


Detrás de él había una mesita de café, preparada para dos, junto a un mullido sofá. Algo humeaba sobre dos platos, ella podía olerlo. ¿Ternera a la bourguignon? Un líquido de color rubí llenaba dos copas de vino y las velas parpadeaban.


¿Le había mencionado ella que se volvía loca por las luces de las velas?


—¿Se te da bien cocinar? —Paula volvió a inhalar otra bocanada de ese delicioso aroma.


—A lo mejor. Seguramente —él sonrió de un modo que a ella le encantó. Sus dientes eran tan blancos como la camisa y provocaron en ella una corriente de escalofríos—, pero nunca se me ha ocurrido intentarlo.


—¿Siempre te sientes tan seguro de ti mismo? —ella no pudo reprimir una carcajada—. Aunque jamás lo hayas intentado, ya das por hecho que se te daría estupendamente bien.


—Por supuesto. «Da por hecho el éxito y rechaza el fracaso». Mi padre nos lo enseñó.


—¡Vaya! —y Paula que pensaba que su padre sabía apretar las tuercas con esa sangre fría suya—. Eso es un poco duro.


—¿Eso crees? —Pedro se acercó a ella para tomar la ropa mojada con una mano, y la mano de Paula con la otra. Al entrelazar sus dedos con los de ella, le provocó una oleada de calor que llegó hasta su hombro.


—Creo que… creo que… —Paula había olvidado lo que iba a decir—. No importa.


—Permíteme que meta tu ropa en la secadora —él sonreía como si entendiese su turbación y la condujo hasta el diván—. Después comeremos.


Ella lo vio alejarse, antes de volver a la realidad. ¡Se suponía que iba a llevarse su ropa mojada a casa! ¡Justo después de romper su noviazgo! Justo antes de marcharse de allí sin cenar, sin nada salvo las llaves de su coche y la reconfortante sensación de haber hecho lo correcto.


Sin embargo, él ya estaba de vuelta, con esa sonrisita en la boca y esa luz apreciativa en los ojos. También estaba de vuelta la enorme atracción entre ellos, ese calor que le empujaba el corazón hasta la garganta y su sangre a unos cuantos sitios más abajo.


«Dile que habéis terminado», gritó su sentido común.


«Díselo más tarde», susurró su cuerpo.


—Siéntate —dijo él mientras alargaba una mano para acariciar su mejilla.


Las rodillas de Paula cedieron.


Simplemente posponía lo inevitable. Con determinación, ella se dijo que se ocuparía del asunto que la había llevado hasta allí y se marcharía. Pronto.









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