viernes, 26 de mayo de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 4




Pero, tras la excelente cena, Paula se sentía algo aturdida por beber más Merlot del que estaba acostumbrada. 


También se sentía hechizada por el hombre que se había llevado los platos a la cocina y estaba de nuevo sentado junto a ella, jugueteando con la copa de vino.


Durante la cena, él la había entretenido con historias sobre sus aventuras con la comida preparada. Estaba claro que se trataba de un hombre de negocios obsesionado por el trabajo, igual que su padre. De otro modo, papá Chaves no habría insistido tanto en que ella se casara con Matias. El hombre que tenía frente a ella no recordaba la última vez que había comido algo preparado en una casa.


—Ni siquiera esta cena cuenta, me temo —dijo él mientras señalaba hacia la mesa vacía—. En los paquetes venía el nombre de un servicio de catering de la ciudad.


—De Hunter's Landing, ¿verdad? —preguntó Paula—. ¿Se llama así por tu compañero de la universidad? ¿El que construyó esta casa?


—No —él negó con la cabeza—. Supongo que no es más que otra broma suya.


Tenía un gran sentido del humor.


La voz, repentinamente ronca, hizo que ella se emocionara. 


Echaba de menos a su amigo, eso se notaba. Paula suspiró y cerró los ojos. Así no deberían ir las cosas.


Así no debería comportarse él. Ella no quería que el novio elegido por sus padres fuera sexy, encantador o vulnerable y, por el amor de Dios, mucho menos las tres cosas juntas. Eso dificultaría más el romper con él.


Ella siempre había sido una estúpida en lo concerniente a los hombres. Por eso se había prometido en otras tres ocasiones. Tenía que haber un motivo para que eligiera a los hombres equivocados y se aferrara a ellos hasta la humillación final, cuando ellos la abandonaban.


—Pero bueno —él interrumpió sus lúgubres pensamientos—, ya basta de hablar de mí. Cuéntamelo todo sobre Paula.


¿Todo sobre Paula? ¿Sería ésa la solución?


Los ojos de Paula se abrieron de par en par y se sintió animada. Si le contaba a aquel hombre tan perfecto todo sobre Paula ¡él mismo rompería el compromiso!


Porque lo cierto era que, en lo concerniente al romance, ella estaba abocada al fracaso. Y mucho más acostumbrada a que la abandonaran que al contrario.


Paula se acurrucó con las piernas encogidas en el diván y se volvió hacia él…


Pero los ojos de él estaban fijos en las piernas que se entreveían al haberse abierto la bata con el movimiento. Ella se sonrojó y se tapó con la tela. No pretendía atraerlo, sino intentar convencerlo de que un matrimonio entre ellos no funcionaría jamás.


—Bonitas piernas —dijo él, sin asomo de vergüenza, cuando Paula carraspeó.


El cumplido sólo sirvió para desconcertarla aún más. Sintió un terrible calor en la nuca antes de poder empezar a hablar.


—Pues resulta que eres mi cuarto novio.


—¿El cuarto? —él la miró fijamente.


—Ya he estado prometida anteriormente —ella asintió. Había dado en el clavo. Faltaba poco para que él dejara a un lado todos esos encantos y sex appeal—. Tres veces.


—Toda una optimista, ¿eh? —él sonrió tímidamente.


—Trevor, Joe y Jean-Paul —Paula frunció el ceño, molesta porque él se mostrara más divertido que contrariado. A lo mejor no la creía. A lo mejor pensaba que bromeaba.


—De acuerdo —él apuró la copa de vino y la dejó sobre la mesa, como si estuviera listo para hablar de negocios—. Cuéntame los detalles sucios.


Todavía parecía divertido. Y encantador. Y sexy.


Maldita fuera.


—Casi me casé con Trevor a los diecinueve años —Paula respiró hondo—. Iba a ser una ceremonia en la playa durante la puesta de sol, seguida de una luna de miel, elegida y ya pagada por mí, en los mejores lugares para practicar surf, en Costa Rica. El día de la boda, yo iba a ir vestida con un top blanco y una falda de paja que encontré en una tienda de segunda mano en Santa Cruz, y una corona de flores llegada directamente de Hawai.


—Suena atractivo —dijo él—, aunque no te veo haciendo surf.


—Seguramente fue ése el principal motivo por el que Trevor se largó sin mí. Cambió nuestros pasajes de primera clase por billetes de autocar y se marchó con su mejor compañero de surf a América Central. Desde entonces no he vuelto a saber nada de él.


Paula sintió una pequeña punzada al pensar en su primer amor. Recordó, con una tímida sonrisa, cómo sus padres casi se habían vuelto locos. Aquel chico era el perfecto anti-Chaves.


—De acuerdo. Ese fue el número uno, pero ¿por qué no eres ahora la señora de Joe…?


—Rutkowski. Se llama Joe Rutkowski.


—¿Bromeas? —Pedro se mordió el labio.


—No. Joe Rutkowski era, bueno, es, el mecánico de mi padre. Si encuentras un buen mecánico, no lo abandonas, aunque él haya abandonado a tu hija. Al menos eso es lo que dice mi padre.


—¿Y qué hizo que el viejo Joe cambiara de idea?


—El embarazo de su otra novia.


—Vaya.


—La pequeña Jolene nació el día de mi cumpleaños que, por cierto, también iba a ser el día de nuestra boda.


—Dime que le enviaste un regalito. ¿Unas sabanitas? ¿Una lamparita?


—Tenía el corazón roto —Paula entornó los ojos. Él no parecía comprenderlo—. Mi madre envió un vale para los pañales de un mes y lo firmó en mi nombre —todavía se sentía molesta por no haber podido presenciar cómo sus estirados padres presentaban al mecánico de la ciudad como su yerno.


—Pero tu corazón roto se recompuso a tiempo para caer en los brazos de… ¿cómo dijiste que se llamaba? ¿Jacques Cousteau?


—Muy gracioso. Jean-Paul Gagnon. Nos conocimos en París. Íbamos a casarnos en la cima de la Torre Eiffel. Yo llevaba un traje de lino blanco con una falda que me llegaba a los tobillos, y tan estrecha que no pude correr tras el pilluelo que me robó el bolso camino de la ceremonia.


—Por favor, dime que Jean-Paul se encargó personalmente del pilluelo.


—Lo hizo, pero cuando volvió con el bolso, me dijo que le había dado tiempo de reflexionar sobre lo que iba a hacer. Y que resultaba que no quería casarse conmigo —ella miró al frente, mientras recordaba su desilusión por no poder escandalizar a sus padres con el novio traído de Europa—. Jean-Paul me gustaba de veras.


—Por la mañana buscaré un lugar donde sirvan crepés.


—¿Has escuchado una palabra de lo que he dicho? —¿por la mañana? Paula dio un respingo.


—Por supuesto que sí —él se acercó y la rodeó por la cintura—. Lo que aún no sé es qué demonios tiene eso que ver con nosotros.


Paula tragó con dificultad. Esa era su entrada. La oportunidad para decirle: «no hay un nosotros, Matias. Nunca lo ha habido».


Pero las palabras quedaron atascadas en su garganta y ella no pudo sino ocuparse de respirar, algo bastante complicado cada vez que él la tocaba.


—Esto va a ser más difícil de lo que pensé —susurró ella.


—Ya te digo —Pedro sonrió tímidamente mientras entrelazaba los dedos de su mano con los de ella.


—¿Te estás comportando como un chico malo? —a pesar de estar sin aliento, Paula consiguió reír.


—Todavía no. Pero la noche es joven.


¿La noche? ¡Cielo santo! Paula había perdido la noción del tiempo.


—Tengo que irme —elijo mientras intentaba liberar su mano.


—Ahora no, cariño —contestó él mientras la sujetaba con más fuerza.


—Pero, Matias…


—Puede que sea un hijo de perra —una luz brilló en sus ojos, pero no la soltó—, pero no soy tan malvado. Es demasiado tarde, está demasiado oscuro y la tormenta es demasiado grande para que te marches esta noche. No es seguro.


Ella miró por la ventana y tuvo que darle la razón. No había parado de llover en todo ese tiempo. Estaba atrapada junto al hombre con el que no era capaz de romper y su corazón latía tan deprisa, y él era tan atractivo, que le preocupaba que si no se alejaba pronto de él…


—Tampoco sé si es seguro que me quede aquí.


—¿Hay alguien preocupado por ti? ¿Necesitas llamar por teléfono?


—Iba a quedarme unos días con una amiga en San Francisco —dijo ella mientras negaba con la cabeza—, pero no estará pendiente de mi llegada.


—Entonces, aquí estamos —él soltó su mano derecha para juguetear con uno de sus tirabuzones—. Solos tú y yo, en medio de una oscura y tormentosa noche.


—Entonces, aquí estamos —repitió ella—. Solos tú y yo —su madre, desde luego, lo habría calificado como «otra Mala Idea de Paula».


—¿Qué podríamos hacer para distraernos? —preguntó Pedro mientras enrollaba un tirabuzón alrededor de su dedo.


—¿Contar historias de fantasmas? —Paula intentó aparentar normalidad—. Parece lo más apropiado.


—Pero el miedo nos impediría dormir.


Cielo santo. El corazón de ella martilleaba con fuerza y no podía quitar los ojos de los suyos. El volvía a mostrar esa sonrisita, como si supiera que la mención de las palabras «nosotros» y «dormir» en la misma frase conseguiría que ella empezara a pensar en los dos juntos en la cama, pero sin dormir.


¿Qué demonios sucedía? Durante los últimos meses, ella había charlado con Matias en las fiestas, bailado con él un par de veces en actos benéficos, fingido interés durante las cenas familiares mientras él hablaba de negocios con su padre.


Pero ni en una sola de esas ocasiones había sentido ese escalofrío de atracción sexual que sentía en ese momento, y que casi le impedía quedarse quieta sobre el diván.


O sobre él.


—¿Por qué nunca te habías comportado así antes? —preguntó ella.


—Supongo que debería tomármelo como un cumplido —los dientes de él lanzaban destellos blancos.


—En serio, Matias…


—Shhh —él puso un dedo sobre los labios de Paula—, no digas nada.


—Si no hablo —ella retiró el dedo de sus labios—, me temo que…


—Lo siento —dijo él, tras interrumpirla de nuevo con otro beso—, es que no puedo evitarlo.


Paula no se lo impidió y empezó a deslizar los dedos por su nuca. Cada uno inclinó la cabeza hacia un lado y comenzaron a besarse con los labios entreabiertos y las lenguas en contacto, mientras saboreaban la mezcla de aliento y vino.


Paula sintió un escalofrío que la recorría desde la cabeza hasta los pies. Se acercó más a él y sin interrumpir el contacto de sus bocas, él la tomó en sus brazos.


La parte trasera de la bata se levantó y ella se encontró sentada sobre su regazo sin nada entre su trasero y los pantalones de él.


—No deberíamos hacerlo —Paula se despegó de su boca y comprobó que el escote de la bata seguía en su lugar, y que también tenía las piernas cubiertas.


—¿Hacer qué? —la voz de él era ronca.


—Ya sabes a lo que me refiero —¿por dónde empezar? ¿Por el compromiso? ¿El beso? ¿El regazo? ¿O la piel desnuda sobre los tensos músculos que se adivinaban a través de los pantalones?


—¿De modo que te reservas para la noche de bodas? —las pestañas de él eran oscuras y masculinas, como todo lo demás.


La irritación en su voz no la sorprendió. Ella también se sentía irritada, atrapada entre los consejos de su mente y las exigencias de su cuerpo.


—Apenas nos conocemos —dijo ella—, de modo que todo esto es… es…


—¿Deseo de meternos en un lío?


—… el resultado de la lluvia, el vino, el… —ella entornó los ojos.


—Lo cierto es que nos ponemos a cien el uno al otro, Ricitos de Oro, no hay que darle más vueltas, ni pedir disculpas. Y, para ser sincero, yo me siento tan abrumado como tú.


—¿En serio? —ella sabía que él no la consideraba un ogro ni nada de eso, pero tampoco se lo imaginaba sintiendo ese «deseo de meternos en un lío».


—Pareces encantada.


—Oye, durante los últimos años me han rechazado sistemáticamente, así que disculpa si me siento un poco halagada —el Merlot, definitivamente, le había soltado la lengua.


—Los novios del uno al cuatro eran unos idiotas.


—Tú eres el número cuatro —le recordó ella.


—Intento olvidarlo —ante el ceño fruncido de ella, él le pellizcó la mejilla—. Ricitos de Oro, sugiero que lo olvidemos todo salvo el hecho de que se ha hecho de noche y que hay una tormenta y que estamos aquí solos con nuestro deseo. ¿Qué me dices? ¿Por qué no vemos hasta dónde nos lleva?


—Ese es un razonamiento masculino —ella lo miró.


—¿Y ha sido convincente y claro? —él arqueó una ceja.


—Corto de miras y enfocado hacia el sexo.


—¿Y cuál es tu postura?


De nuevo la hizo reír y provocó que se moviera contra su regazo, lo cual hizo que él gruñera. Ella se sintió tan… cautivada por la fuerte sensación de ese gruñido que se inclinó para besuquearlo en la boca.


Y él lo convirtió en un verdadero beso.





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