miércoles, 31 de mayo de 2017

EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 23





Pedro encontró a su hermano en la cocina, preparando otra cafetera, aunque no exactamente. Tenía los ingredientes a mano, pero miraba la cafetera con el ceño fruncido. Esa cafetera que había funcionado a la perfección aquella mañana tenía encendida una luz de alarma que parpadeaba furiosamente.


—Permite que un experto en tecnología se haga cargo —dijo Pedro mientras empujaba a Matias a un lado.


—El café siempre lo prepara Kendall.


—¿Quién?


—Kendall, mi secretaria —Matias se dejó caer sobre una silla junto a la mesa de la cocina—. También me lo sirve.


—Una entre un millón —Pedro puso los ojos en blanco. Su secretaria, Elaine, le tiraría la grapadora a la cabeza si él le pidiera que preparara el café. A su hermano se lo servían.


Una entre un montón de millones.


Su estómago se encogió. Un montón de millones. Recordó a Paula mencionarlo en referencia a embotellar la química sexual que bullía entre ellos. Con los ojos cerrados, se agarró a la encimera y dejó caer la cabeza, mientras esperaba a que se pasara la náusea.


—¿Dónde está mi prometida? —preguntó Matias con voz casual.


—Se quitó tu anillo —Pedro se volvió hacia su hermano.


—¿Cuando pensaba que tú eras yo? Eso es comprensible —Matias estiró las piernas.


—Maldita sea, ella vino para romper vuestro compromiso.


—No me has contestado —Matias bostezó—. ¿Dónde está mi prometida?


—Se marchó, ¿de acuerdo? Se marchó…


—De tu lado. Se marchó de tu lado.


Pedro estaba de pie junto a la cafetera, pero de un salto se colocó junto a su hermano y lo agarró del cuello de la camisa, obligándolo a ponerse en pie.


—Ella nunca quiso casarse contigo.


—¿Y qué vas a hacer al respecto, pedazo de burro? ¿Ponerme el otro ojo morado también? ¿Así resuelves ahora tus problemas?


—Todo es culpa tuya —Pedro empujó a Matias contra la silla. El ojo de su hermano estaba hinchado y rojo, pero él no sentía ni una pizca de remordimiento—. Maldita sea, Matias, si no me hubieses engañado…


—¿No te hartas de decir siempre lo mismo? —Matias se levantó de la silla y habló con voz tensa—. Ya te dije entonces que no te había engañado, y te lo he repetido hoy, pero no voy a insistir. Maldita sea, estoy harto de tu cantinela —se dirigió hacia la puerta, pero se quedó parado. Después, encogió los hombros y se giró—. He venido aquí para hacer lo correcto. Me hiciste el favor de ocupar mi lugar en la casa.
¿Quieres que me quede yo aquí para que puedas volver al trabajo?


«He venido aquí para hacer lo correcto».Pedro miraba fijamente a su hermano.


De repente, la voz de Paula sonó en su cabeza. «Ninguno de los dos disfrutaría de una victoria lograda con malas artes».


—¿Y bien? —insistió Matias—. ¿Vas a volver al trabajo?
El trabajo. Eagle Wireless.


Pedro se pasó una mano por el rostro. De nuevo al timón de su empresa, todo volvería a tener sentido. Celebraría reuniones, hablaría por videoconferencia, discutiría con ingenieros que necesitaban una patada en el trasero para sacar de ellos sus habilidades latentes. Y, lo mejor de todo, podría subirse de inmediato a un avión que lo llevara a Stuttgart para intentar lo que fuera para salvar su trato con Ernst.


Con todas esas ocupaciones, se olvidaría del tiempo pasado en la casa. Se olvidaría de Paula. Se olvidaría de la traición de Matias.


«Ninguno de los dos disfrutaría de una victoria lograda con malas artes».


—¿Dónde has estado? —preguntó mientras taladraba a su hermano con la mirada.


—Ya te lo dije la semana pasada. En Alemania.


—¿En Stuttgart? ¿Con Ernst?


—¿Conoces a Ernst? —su gemelo entornó el ojo sano.


—Es mi contacto —Pedro rió. Viva la fraternidad—. Como si no lo supieras.


—¿Qué? —una extraña expresión apareció en el rostro de Matias.


—Seguro que sabes que estoy negociando con él para que haga un trato con Eagle Wireless. De manera que supongo que has introducido a un espía en mi empresa. Otro a quien sobornas en beneficio propio.


—No tengo a ningún infiltrado en tu empresa —espetó Matias antes de que su voz se volviera más suave—, que yo sepa.


Pedro volvió a reír, pero al ver de nuevo esa extraña expresión en el rostro de Matias, se tragó su desprecio.


«Ninguno de los dos disfrutaría de una victoria lograda con malas artes».


—Escucha, llevo en contacto con Ernst desde el otoño pasado —Pedro se mesó los cabellos—. ¿Desde cuándo lo conoces?


—¿Desde el otoño? Yo empecé a negociar con Ernst hace un mes —Matias desvió la mirada y su mandíbula se tensó, igual que le sucedía a Pedro cuando se enfadaba—. Demonios.


—Maldita sea, Matias —dijo Pedro—. Júrame que no me engañaste hace siete años.


—Ya te lo he dicho, y te lo vuelvo a decir —el ojo sano de Matias lo miró fijamente.


—Vuelve a decírmelo —Pedro tomó un puñado de fotos de la mesa. Su estómago volvía a revolverse ante la perspectiva de algo grande. Algo muy, muy grande—. Aquí, en la casa de Anibal, jura sobre los hermanos que una vez fuimos — Pedro mostró las fotos a su hermano.


—Preferiría arrancarme mi propio brazo antes que tener que admitirlo. Pedro — Matias tomó las fotos, pero sin dejar de mirar a Pedro—, pero lo que acabas de decirme sobre Ernst me obliga a investigar qué está pasando aquí. Alguien en quien he confiado puede que nos la haya jugado a los dos. Pero créeme, por la memoria de nuestro buen amigo Anibal Palmer, por la memoria de los hermanos que solíamos ser en otros tiempos, no te engañé… conscientemente. Lo juro.


Las dos últimas palabras hicieron añicos el muro defensivo de amarga ira de Pedro. Las emociones tanto tiempo reprimidas fueron liberadas y el alivio, la tristeza, y una extraña sensación de júbilo inundó sus venas. Su hermano no lo había engañado.


Había recuperado a su hermano.


—Matias —aunque se sentía aturdido por la revelación, respiraba con más facilidad. Después de tantos años, al fin lograba respirar hondo—. Te creo, Matias.


—Di «te creo, cabeza de chorlito» —una tímida sonrisa surgió en los labios de Matias.


Cabeza de chorlito y pedazo de burro. Los apodos que utilizaban en su infancia cuando se enfadaban.


—Él no se sentiría culpable por lo que nos hizo —dijo Pedro.


—Nuestro querido papá y esos juegos destructivos a los que nos obligaba a jugar —Matias supo exactamente de quién hablaba su hermano.


—Espero que podamos pasar de él, y de ellos, otra vez —Pedro miró las fotos,que su hermano tenía en la mano—. Ya lo hicimos en la universidad.


—Te acostaste con mi prometida.


Paula. Cielos, Paula.


Una vez destruido el dique emocional en su interior, ya no había ninguna protección contra la culpa y el remordimiento que lo inundaba por completo. Le había hecho daño a Paula.


Paula, que estaba enamorada de él.


Paula, que había dicho «Igual que a todos los demás, en realidad yo nunca te importé».


Pero a Pedro sí que le importaba. A Pedro le importaba muchísimo, y no podía permitir que siguiera con su vida, pensando que él era otro de sus novios fallidos.


Salvo que el novio fallido sería Matias, ¿no?


Eso le hizo sentirse mejor, aunque todavía estaba sorprendido por lo arrogante e insensible que había sido al utilizar a Paula para vengarse de su hermano.


Él le había roto el corazón.


Pero todo iba a acabar bien, ¿no? Si le concedía un par de días, ella se daría cuenta de que él no se merecía sus sonrisas, su risa, sus caricias, su corazón.


Demonios.


No podría vivir con ello.


—Quédate tú en la casa —Pedro tomó una rápida decisión—. Tengo que ir a un sitio.


—¿Tienes que ver a alguien en especial? —preguntó Matias mientras se colocaba el paquete de guisantes congelados nuevamente sobre el rostro.


—Tú no la amas —como gemelo suyo, sabía que era la verdad.


—No la amo —admitió Matias mientras retiraba la bolsa y lo miraba con los dos ojos—, pero yo me refería a Ernst.


—¿Ernst? —Pedro se había olvidado de su intención de volar a Alemania. Hizo un gesto de desdén—. Yo estaba pensando en Paula —Paula, a quien él había traicionado.


—¿Qué te hace pensar que se alegrará de verte? —Matias negó con la cabeza y volvió a colocarse los guisantes sobre el ojo.


—Arreglaré las cosas con ella —Pedro se negó a sentirse derrotado. Tenía que hacerlo—. ¿Recuerdas el lema de la familia Alfonso? «Da por hecho el éxito y rechaza el fracaso».


—De acuerdo —Matias se encogió de hombros—. Puede que salga bien. Puede que no necesites más que poner un pie en la entrada.


Los hombros de Pedro cayeron. Ella no le permitiría poner un pie en la entrada, ¿verdad? Cuando hubiera llegado a su casa, ella ya se habría convencido de que no quería volver a verlo en la vida.


Si Pedro aparecía, ella ni siquiera le dejaría acercarse.


Pero, ¿y si…?


—Necesito que hagas otra cosa por mi —Pedro miró a su hermano—. Y creo que te va a gustar.








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