martes, 30 de mayo de 2017
EXITO Y VENGANZA: CAPITULO 19
Los días pasaron y Paula no consiguió que Matias volviera a hablar sobre Pedro aunque, para ser sincera, tampoco lo había intentado demasiado por miedo a estropear su relación. Juntos, habían creado su pequeño universo, una burbuja, entre la cabaña de madera y piedra y la pequeña ciudad de Hunter's Landing. Pero no tuvieron reparos en hablar sobre todo lo demás: los lugares a los que habían viajado, los lugares a los que les gustaría viajar, las personas interesantes que habían conocido en sus vidas…
Paula no encontró motivo para cambiar su opinión sobre la adicción al trabajo de Matias y su necesidad de aprender a relajarse, siendo las vacaciones forzosas en la cabaña de Anibal la ocasión ideal para bajar de revoluciones. Aunque se quejaba por no hacer nada, dormía hasta tarde cada mañana. Y dado que parecía no haberse tomado ni un día libre en los últimos años para ir al cine, ella consiguió animarlo a pasarse tardes enteras acurrucados en el sofá frente al televisor de plasma mientras repasaban la extensa colección de DVDs que había a su disposición.
Temblar, reír o llorar ante la pantalla era mucho más agradable junto al calor de su hombre. Él la abrazaba fuerte cada vez que ella escondía el rostro cuando aparecía el villano, cuchillo en mano. Los ojos de él brillaban cuando ella se partía de risa viendo una comedia, y él le enjugaba las lágrimas ante una historia de amor especialmente trágica, de una manera tan dulce que a Paula le daba un vuelco el
corazón.
—Cariño, no es más que una película —decía mientras le enjugaba otra lágrima.
—El amor verdadero no es cualquier cosa —había gimoteado ella.
—Te tomo la palabra —él la miraba divertido—, pero creo que nuestro héroe se sentiría mejor si se pusiera a trabajar, o saliera a tomarse unas cuantas cervezas, en lugar de lloriquear todo el rato con los enmohecidos camisones de su amada fallecida en la mano.
«Ponerse a trabajar. Salir a tomarse unas cervezas. Camisones enmohecidos».
Ella intentó apartarlo de su lado, pero él la levantó en vilo y la sentó en su regazo, obligándola a corresponder su beso.
Pero Paula empezó a preocuparse ante la impresión de que él no creía en el amor.
Quizás Pedro presintió su estado de ánimo porque de repente la retó a una de sus partidas de air-hockey. Se habían convertido en asiduos del salón de juegos y a ella le gustaba ver cómo se divertía Matias, y cómo parte de su espíritu competitivo había empezado a pegársele a ella.
Ella había conseguido ser la campeona entre los chicos menores de doce años, una hazaña de la que estaba vergonzosamente orgullosa, aunque si le habían permitido competir contra jugadores que tenían menos de la mitad de su edad había sido únicamente, tal y como habían precisado no sin falta de desprecio, «porque no era más que una chica».
Pero en aquellos momentos, esos preadolescentes se lamentaban de haber pronunciado esas palabras y ella no perdía ninguna oportunidad de perfeccionar su técnica para poder llegar a batir al grande y malvado campeón, Matias.
—No me gusta ese brillo despiadado en tu mirada —dijo Matias, desde el otro extremo de la mesa de air-hockey, mientras sostenía un mango en la mano—. Antes jugabas con esa mirada de «no me hagas daño porque soy una monada». Pero eso ha cambiado.
—Ya no pienso conformarme con esa actitud pusilánime y pasiva —ella arqueó las cejas y le dedicó su mirada más perversa—. Voy a empezar a hacer las cosas a tu manera.
—¿Eso significa que piensas ganar? —él la miró divertido.
—El perdedor invita a café.
Treinta minutos más tarde, ella se jactaba en la cola del Java & More.
—Lo conseguí. Lo conseguí —antes de pararse en seco—. No me dejaste ganar, ¿verdad? Prométeme que no me dejaste ganar.
—No te dejé ganar —él negó con la cabeza—. Me ganaste limpia y abrumadoramente, Ricitos de Oro.
Ella dio un saltito, encantada por haberlo logrado. Tal vez no fuera más que un logro estúpido, pero tenía un significado más profundo. Su reacción habitual ante la actitud agresiva de Matias hacia el air-hockey consistía en encontrar un modo más retorcido de ganarlo, o directamente rendirse. Pero en aquella ocasión, ella se había subido el listón y no había perdido de vista su objetivo.
Paula contempló a Matias de reojo. De algo había servido que él se mostrara distraído durante la partida. Pero eso no cambiaba el hecho de que algo había aprendido de la victoria, y de él.
—Oye —ella se giró y apoyó una mano en su brazo.
—¿Qué? —él la miró inquisitivo.
—Eres bueno para mí.
—Paula… —los músculos de él se tensaron.
—¿Qué van a tomar? —preguntó la persona tras el mostrador.
—Para mí un café mediano —contestó Matias—, y para Paula…
—¿Paula? —el hombre al otro lado del mostrador pestañeó mientras su mirada iba de Matias a ella. Sus cabellos rubios, quemados por el sol, colgaban hasta los hombros y sus ojos azules resaltaban en su rostro bronceado—. ¿Eres tú? ¿Paula Chaves?
Tras fijarse detenidamente en el empleado, el calor inundó el rostro de Paula y sintió un aguijonazo. «Madre mía», pensó Paula mientras se sobresaltaba. «Madre mía y maldita sea».
Su feliz y pequeña burbuja acababa de explotar.
A su lado, Matias carraspeó.
Debería hacer algo. Decir algo.
¿Presentarlos? ¿Soltarle un bofetón al chico que debería estar preparándoles los cafés? ¿Hacerse un ovillo y fallecer, presa de un repentino ataque de la vieja humillación?
—Matias Alfonso… el prometido de Paula —dijo él mientras alargaba la mano derecha que, hasta entonces, había acariciado la nuca de ella.
—Eh… Trevor Clark… el primer novio de Paula —el dependiente saludó a Matias.
La vergüenza del rechazo volvió a inundar a Paula, igual de fuerte que el día en que descubrió que se había marchado de luna de miel sin ella. Ella estaba en su dormitorio, probándose la falda de paja, cuando llegó la nota. Sabía que la boda volvería loca a su madre y por eso sonreía al reflejo del espejo cuando Catalina entró para entregarle una hoja de papel escrita con la caligrafía casi indescifrable de Trevor.
Durante un instante, Paula había pensado que se trataría de una sugerencia para practicar nudismo durante la ceremonia, pero tras no pocos esfuerzos y pasar por alto los errores ortográficos, había quedado claro que la había abandonado. Ella todavía sentía el tacto del papel entre sus manos. Todavía recordaba el murmullo de la falda de paja al desplomarse sobre la cama. La lista de invitados era pequeña, pero ya habían llegado algunos regalos y ella aún recordaba cada ardiente lágrima derramada mientras envolvía de nuevo, para ser devueltos, cada batidora de diez velocidades y cada resplandeciente juego de cuchillos de cocina. Sola.
Indeseada.
Sin amor.
Trevor se había girado para buscar los cafés y ella aún sentía la mortificación, sin saber qué hacer. Intentó fingir que no se encontraba en el establecimiento.
¿Funcionaría? ¿Podría hacer creer a todo el mundo que Matias y ella estaban de vuelta en la casa, sobre el sofá, en su pequeño mundo para dos y que ese embarazoso encuentro nunca había tenido lugar?
Salvo que la otra mitad del pequeño mundo para dos le acariciaba la nuca y se inclinaba para mirarla a los ojos.
—¿Estás bien? —preguntó con dulzura no exenta de preocupación.
Ella no estaba bien. No sólo resultaba incómodo encontrarse cara a cara con el primer hombre que la había dejado tirada, sino que… Aunque pocos días antes ella había pretendido que Matias conociera todo sobre sus compromisos fracasados para que él tuviera claro que elegirla a ella sería un error, en ese momento no pensaba igual. En ese momento, lo último que quería era que su cuarto novio fuera
consciente de por qué ella no había sido capaz de agradar ni a un dependiente desgreñado
La mejor opción era que salieran de Java & More y volvieran a su burbuja lo antes posible. Cuando Trevor regresó con los cafés, ella hizo amago de quitárselos de las manos. ¿Cómo iba a saber que él decidiría retenerlos con fuerza si no había tenido esas mismas intenciones con ella diez años antes?
—Escucha. Creo que debería explicar… —comenzó a decir Trevor.
—No hace falta —Paula tiró de los vasos, lo bastante fuerte como para que parte de la espuma saliera por el agujero de la tapa. A lo mejor, si tiraba con bastante fuerza, se derramaría la cantidad de café suficiente como para que Trevor soltara los vasos. Paula aumentó la presión de los dedos.
Otro par de manos agarró los vasos de papel.
—Ya los tengo yo, Ricitos de Oro —un cálido pecho se apoyó contra la espalda de ella—. Vayámonos, nena.
«Nena». Él nunca la había llamado así. Sonaba sexy. Así llamaría un hombre a la mujer que le daba placer en la cama. Sonaba a intimidad. Tal y como hablaría un hombre a la mujer con la que no le importaría pasar el resto de su vida. Parte de la humillación se esfumó. Sus dedos se aflojaron alrededor de los vasos mientras Matias permanecía como una cálida presencia junto a ella.
—¿Y bien, Trevor? —dijo él—. ¿Qué querías decirle a mi futura esposa?
Paula quería desaparecer, o al menos cerrar los ojos y fingir de nuevo que no estaba allí, pero con Matias a su espalda no tenía ninguna escapatoria. Fingir tampoco daba resultado. El único consuelo que tenía era que Trevor parecía más desdichado de lo que se sentía ella.
—Paula, llevo años sintiéndome culpable por aquello —se sacudió el pelo hacia atrás—. No debería haberme marchado de ese modo. Con una simple nota y…
—¿Y con esos billetes de avión que Paula había pagado por adelantado? — Matias sonaba exageradamente amable.
—Te los devolveré algún día, lo juro —Trevor se sonrojó violentamente—. Ahora mismo no dispongo de esa cantidad, pero no se me dio mal como instructor de esquí el invierno pasado. A lo mejor, si consigo el trabajo con los kayak para este verano…
Él continuó con sus promesas, que sonaban muy poco convincentes, y Paula no supo qué responder. Hubo un tiempo en que Trevor había sido el amor de su vida, pero en esos momentos parecía más bien…
—Patético —afirmó Matias mientras abandonaban Java & More—. Cielos. Si ése es un ejemplo de la clase de hombre con la que te gustaría casarte, empiezo a sospechar que tus elecciones anteriores no fueron más que una manera de rebelarte contra tus padres. De seguro que no pensabas con la cabeza. ¿Qué viste en ese patoso y grandullón Peter Pan?
—¡Lo amaba! —Paula se escuchó a sí misma espetarle a Matias—. Él era… un espíritu libre.
—Un gorrón, querrás decir. ¿Captaste la parte en que explicó que vivía con una chica cuyo papá era el dueño de un centro turístico?
—Sí —contestó ella con voz sombría.
—Dime que ya no estás enamorada de él —tras un tenso silencio, Matias la tomó por el brazo y la obligó a mirarlo de frente.
¿Enamorada de Trevor? Paula miró a lo lejos. Por supuesto que había estado enamorada de Trevor hacía mucho tiempo, pero no resultaba fácil recuperar la emoción. Era mucho más sencillo recordar la falda de paja, la vergüenza del rechazo y el alivio de sus padres al ver que no iba a casarse con un hombre, un niño, con tan pocas perspectivas y ambiciones.
En esos momentos contemplaba a su prometido, que mostraba un gesto de irritación. Ella supuso que estaba enfadado con su primer novio por lo que le había hecho. Le había soltado la indirecta sobre devolver el dinero de la luna de miel, de pie y detrás de ella, como una sólida presencia.
Sólido y cálido. Esa era la descripción de Matias, aunque no hacía referencia a lo ardiente y sexy que era. Y también dulce y divertido, añadió mentalmente al recordar los besos compartidos mientras reían sobre el sofá, y todos esos dulces momentos que ella había pasado contemplando su rostro relajado y, finalmente, dormido.
De repente, la burbuja en la que habían estado viviendo, la que había estallado al ver a Trevor, estaba de vuelta. Ella sentía cómo llenaba su pecho, tanto que el corazón se vio empujado hacia la garganta y su estómago quedó aplastado.
De repente fue consciente de que la burbuja era su corazón que se expandía hasta ocupar todo el espacio en su interior, porque… porque el amor ocupaba mucho espacio.
Amor.
Ella tragó con dificultad y miró a los oscuros ojos del hombre que sus padres habían elegido para ella.
—¿Y bien? —la apremió él.
—¿Y bien, qué? —susurró Paula con voz aguda. Su voz estaba ahogada por la imparable emoción que crecía en su interior.
—¿Sigues enamorada de Trevor?
—¡No!
De él no. No había sitio para ningún otro hombre en su mente, cuerpo o corazón, que no fuera Matias. Sí, no cabía ninguna duda de que estaba enamorada de ese hombre.
Del hombre cuyo anillo se había quitado del dedo.
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