domingo, 9 de abril de 2017
DESCUBRIENDO: CAPITULO 32
Paula todavía estaba aturdida cuando entró en la cafetería. Vio a Pedro de pie, al lado de la mesa que daba a la ventana, lo vio saludarla y sonreír y sintió ganas de besarlo.
—Tengo la sensación de que necesitas sentarte —comentó él, ofreciéndole una silla.
—Gracias.
Pedro le pidió a la camarera té para los dos.
—¿Qué tal ha ido? ¿Estás bien? —le preguntó con cierta ansiedad.
—No ha ido como esperaba —admitió ella, todavía en estado de shock.
—¿Pasa algo? ¿Tú estás bien?
—Sí, estoy bien. Fuerte como un toro —se inclinó sobre la mesa y bajó la voz para continuar—: Pero me temo que no voy a tener una Madeline, sino dos niños.
—¿Dos? ¿Gemelos? Eso es estupendo, Pau —Pedro le agarró la mano—, pero creo que es mejor que nos vayamos a otra parte para que me lo cuentes todo.
—Sí, por favor.
—He pedido unas hamburguesas, les diré que nos las pongan para llevar.
—Buena idea.
Pronto estuvieron fuera de la cafetería con la comida.
—¡Gemelos! ¡Vaya! Es increíble. Enhorabuena —la abrazó con un solo brazo—. ¿No estás contenta?
—No lo sé —contestó ella con toda sinceridad. Todavía no podía creérselo.
Compaginar un bebé con su carrera era factible. ¿Pero gemelos? ¿Cómo iba a criar a dos niños sola, aunque contase con la ayuda de una niñera?
—Sube al coche —le sugirió Pedro—. Iremos a Emu Crossing. Hay un lugar que es agradable para hacer un picnic.
—Gracias.
Mientras llegaban allí, Paula siguió dándole vueltas al tema. Gemelos. El doble de trabajo.
¿Y qué sabía ella de niños? Se había repetido la historia de su tío Luca, que también había tenido gemelos. En cualquier caso, ella nunca abandonaría a sus hijos. Ya fuese trabajando en política o en cualquier otra cosa, haría todo lo que estuviese en su mano para que sus hijos tuviesen la mejor vida posible.
Animada por esa decisión, sonrió a Pedro.
—Creo que poco a poco estoy haciéndome a la idea.
—Me alegro.
Pedro redujo la velocidad y llegó hasta un lugar perfecto para hacer un picnic, cubierto de hierba y situado al lado de un arroyo. Echó la manta al suelo y se sentaron a comer las hamburguesas.
—Qué rica. No me había dado cuenta de que tenía tanta hambre —comentó Paula.
—Tienes que comer por tres —luego, levantó su botella de agua—. Por tu nueva noticia.
—Es una buena noticia, ¿no crees?
—Por supuesto que sí —dijo él, pero poco a poco dejó de sonreír y se puso serio—. ¿No crees que tus hijos van a necesitar un modelo masculino?
—Bueno, yo crecí sin padre y no me ocurrió nada.
—Pero en cuanto tuviste dieciocho años, viniste a estar con él. Y estoy seguro de que te recibió con los brazos abiertos.
Eso era cierto. De repente, Paula sintió que le quemaba la garganta. Le picaban los ojos y había perdido el apetito.
¿Había cometido un tremendo error al intentar hacer aquello sola? Durante mucho tiempo, lo primero había sido su carrera, pero después había deseado tanto ser madre, que había planeado ser madre y padre al mismo tiempo, pero eso no era posible.
Miró a Pedro, que era perfecto para ser padre: cariñoso, divertido, masculino y atlético, duro, pero sin ser brusco. Los niños lo adorarían.
Y ella lo adoraría.
Pedro se dio cuenta de que Paula se estaba poniendo tensa.
La vio abrazarse las rodillas y se dio cuenta de que le estaba temblando la barbilla. Y vio correr una lágrima por su rostro.
Al ver aquello no pudo contenerse más.
—Eh —se echó hacia delante y la abrazó—. Eh, Pau. Pau.
No podía soportar verla llorar, pero si lo hacía, él la reconfortaría. La amaba, y ella lo necesitaba. De eso seguía estando seguro.
—Lo siento —sollozó Paula.
—No pasa nada, estás sometida a demasiada presión.
—Sí —admitió ella, sonriendo débilmente. Levantó una temblorosa mano y le tocó la barbilla—. Gracias.
—Paula, tienes que dejar que te ayude. Si me das una oportunidad, no te defraudaré.
—No puedo pedirte tanto, Pedro. Ya me has ayudado demasiado. Y tengo cuarenta años, me voy a poner enorme, voy a tener dos bebés y…
—No me importa, Paula. Nada de eso me importa. ¿Por qué no puedes creerme?
Paula sacudió la cabeza.
—Te quiero, Paula. Quiero formar parte de tu vida. De verdad. Te quiero.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Por favor, no digas eso —susurró—. No debes hacerlo.
—Es la verdad. Me enamoré de ti en cuanto te vi. Estoy loco por ti. Y sé que me necesitas. Y tus niños van a necesitarme.
—Oh, Pedro —apartó las manos de las suyas y se levantó.
Pedro la imitó.
—¿No lo entiendes? —le dijo ella—. No puedo acudir a ti porque tenga problemas. Ya me siento bastante mal por haber estado explotándote.
—¿Explotándome? ¿Estás loca? Eres lo mejor que me ha pasado en toda mi vida.
—Creo que va siendo hora de que me marche de Savannah, para que tú puedas volver a la normalidad.
—¿A la normalidad? ¿Qué dices, Paula? —rió Pedro—. Lo normal para mí sería volver a tenerte en mi cama.
Ella gimió y cerró los ojos.
Sin dudarlo, Pedro se acercó, la abrazó y le dio un beso.
Ella deseó protestar, apartarlo, pero no podía dejar de pensar en que la amaba, la amaba, la amaba… y se sentía bien, feliz.
Hasta que Pedro la soltó.
De repente, volvió a la realidad, entró en razón.
—Ese beso no me ha ayudado nada, Pedro.
—Te equivocas.
—¿Qué crees que me has demostrado al besarme?
—Que me deseas.
Por desgracia, era cierto. Se puso recta.
—Ya hemos hablado de todos los motivos por los que no podemos tener un futuro. ¿Por qué quieres hacer que mi marcha sea tan difícil?
—Porque estás siendo muy testaruda. No quieres admitir lo que sientes.
—Tengo que marcharme, Pedro —insistió ella sin mirarlo a los ojos—. Siento haber permitido que nuestra aventura se me fuese de las manos.
Pedro no contestó. Se giró hacia el arroyo y empezó a tirar palos. No la miró.
—Tengo que hacer esto sola, Pedro. Son mis responsabilidades, no las tuyas.
El trayecto de vuelta a Savannah fue tenso y silencioso.
Paula intentó decirse a sí misma una y otra vez que estaba haciendo lo correcto
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