domingo, 8 de enero de 2017

PELIGRO: CAPITULO 11






¿La policía? ¿Qué demonios...?


Pedro se giró y miró hacia la puerta del baño, que estaba entreabierta. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Por qué estaba la policía buscando a Paula? ¿Qué había hecho? Por alguna razón, aquello no parecía tener nada que ver con una multa de tráfico.


Rápidamente, ocultó la pistola en la parte de atrás de la cintura, bajo el jersey, y abrió la puerta. El reflejo del sol en la nieve lo deslumbró.


Miró a los dos hombres que estaban en el porche, ambos con uniformes y gafas de sol. Uno era alto y delgado, de unos treinta y cinco años; el otro, era de corta estatura y el poco pelo que le quedaba era gris. Ambos exhibían sus placas para que las vieran. Pedro se tomó su tiempo y comprobó las fotos. El alto se llamaba Leonard Cowan y el otro, Bryce Denton.


Según sus identificaciones, ambos eran ayudantes del sheriff de Deer Creek, Tennessee. No comprendía por qué se había asustado al verlos. Todo parecía indicar que eran quienes decían ser.


No le gustaba la idea de que Paula se estuviera ocultando de la policía.


Pedro se quedó en el umbral de la puerta, sin invitarlos a pasar.


—¿Puedo ayudarlos? —preguntó por fin.


Leonard contestó con su voz profunda.


—Eso esperamos. Estamos buscando a una fugitiva. ¿Ha visto a esta mujer?


Pedro miró fijamente la fotografía de Paula.


¿De veras era una fugitiva? Con razón no quería que aquellos hombres la vieran. Después de estudiar detenidamente la foto, se la devolvió.


—Lo siento, pero no. No suelo tener visitas y mucho menos en invierno. ¿Por qué la buscan?


—Eso no importa —contestó Bryce—. Necesitamos encontrarla.


Leonard sonrió a Pedro.


—Sólo hacemos nuestro trabajo.


—¿Qué les hace pensar que está en Michigan? Según sus identificaciones, ustedes son de Tennessee. ¿De dónde se ha escapado?


—No estamos aquí para contestar preguntas. Buscamos respuestas —contestó Bryce.


—Lo siento. Como les digo, no suelo tener visitas y creo que he olvidado mis modales.


—Si por casualidad apareciese, llámenos. Tenemos motivos para creer que está en esta zona —dijo Leonard, entregándole su tarjeta—. Este es el número de mi teléfono móvil. Puede llamarme a cualquier hora del día o de la noche.


—Claro, aunque no logro entender por qué alguien huiría a Michigan desde Tennessee. Ha debido de hacer algo muy serio para venir hasta aquí en esta época del año.


En vez de contestarle, los dos hombres se dieron la vuelta. 


Pedro cerró la puerta y se quedó esperando hasta que oyó el motor. Después, se oyó el chirriar de las ruedas y se acercó a la ventana. Manteniéndose fuera de su vista, observó cómo el coche se negaba a avanzar, por lo que el conductor se vio obligado a dar marcha atrás y salir por el mismo camino por el que había llegado.


Si por alguna razón habían sospechado de él, podían regresar, aunque lo dudaba.


Aquellos dos hombres estaban tan fuera de lugar como lo estaba Paula. Se dirigió al otro lado de la cabaña y abrió la puerta del cuarto de baño.


Estaba agachada entre el lavabo y la bañera con la cabeza entre las rodillas. Todo su cuerpo temblaba.


La observó. Aquella mujer estaba asustada y tenía que averiguar inmediatamente por qué.


—Ha sido toda una sorpresa descubrir que eres una fugitiva de la justicia. Nunca lo hubiera imaginado. ¿Qué te parece si me cuentas qué demonios está pasando? Quiero saber a qué me expongo por ayudar a una delincuente.



****


No podía respirar. Le dolía el pecho y necesitaba aire. Sintió sus brazos alrededor de los hombros y lo miró.


—Parece que estés a punto de desmayarte —dijo el impacientemente—. Ven conmigo y hablemos.


No estaba segura de que las rodillas pudieran sostenerla. 


Pedro se había dado media vuelta para salir, lo que le vino bien porque estaba a punto de vomitar el desayuno. Cuando terminó, estaba de rodillas otra vez.


Pedro le dio una toalla húmeda. Ella se secó la boca y se puso de pie. Se lavó la cara y se enjuagó la boca antes de mirarlo.


—Gracias —dijo, sin saber si se refería a la toalla o a haber mentido por ella.


Él fue a la cocina y sirvió dos tazas de café. Le dio una a ella y dejó la suya en la mesa.


—Siéntate —dijo señalando con la cabeza una silla.


Ella obedeció y dio un sorbo de café.


Pedro se preguntaba por qué estaba tan preocupado por ella. ¿Acaso no había reparado aquella misma mañana en que no sabía nada de ella? Tenía que conseguir algunas respuestas.


—¿Se trata de alguna estafa?


Ella negó con la cabeza.


—Entonces, ¿de qué se trata? No juegues conmigo, maldita sea. Quiero escucharlo todo y que me digas la verdad.



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