domingo, 8 de enero de 2017
PELIGRO: CAPITULO 10
Paula estaba de muy buen humor. Se había despertado un par de veces durante la noche y se había sentido reconfortada y protegida. Sonrió al recordarlo. Por primera vez había entrado en calor desde que su coche se saliera de la carretera. Se preguntó de dónde habría sacado el coraje para acceder a dormir con él. Comenzó a vestirse y reparó en la luz que había sobre la mesa. La electricidad había vuelto durante la noche.
Decidió que haría tortitas esa mañana. Mientras las preparaba, canturreó recordando el beso que se habían dado.
Cuando Pedro salió del cuarto de baño, recién afeitado, el desayuno estaba sobre la mesa.
—¿Estás listo para desayunar?
—Un momento. Tengo que vestirme.
Ella se giró, como si estuviera haciendo algo en la cocina.
Después de todo, él necesitaba tener intimidad.
Cuando se acercó a la mesa, ella retiró la mirada para no dejarse llevar. Le gustaba el olor de su loción para después de afeitar y cómo su pelo castaño se rizaba en la nuca. Su sonrisa hacía que se le doblaran las piernas.
Paula se preguntó si se hubiera sentido atraída por cualquier hombre con el que hubiera dormido. Era difícil saberlo. Todo su cuerpo se estremecía cada vez que lo miraba.
—Esto parece delicioso —dijo él sentándose.
—Gracias —dijo sentándose frente a él.
Estaban a punto de acabar el desayuno cuando Paula oyó un fuerte sonido procedente de la carretera. La sensación de tranquilidad se desvaneció.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó con voz temblorosa.
Pedro se detuvo y escuchó, luego siguió comiendo. Dio un sorbo de café antes de hablar.
—Las máquinas quitanieves. Parece que están despejando las carreteras.
—Oh —dijo ella tragando saliva. La realidad hacía acto de presencia—. Entonces, puedo llamar a alguien para que saque mi coche de la cuneta.
—Puedes llamar, pero no sabemos cuánto van a tardar en venir hasta aquí. Estoy seguro de que no eres la única cuyo coche se ha quedado en la cuneta. No quiero ser aguafiestas, pero con la cantidad de nieve que ha caído, las máquinas enterrarán tu coche. ¿Has visto alguna vez cómo funcionan?
Ella negó con la cabeza. Trataba de tranquilizarse. No había por qué tener pánico. Aquellos hombres, aunque averiguaran que tenía un coche alquilado, no la encontrarían allí.
—Parece que después de todo voy a quedarme contigo más tiempo —dijo ella.
Él tomó el último trozo de tortita y lo saboreó.
—Trataré de hacerme a la idea —dijo él y se rió al ver su expresión—. Es broma, Paula. No tengo prisa porque te vayas. Me gusta tu compañía.
—¿De veras?
—Desde luego —respondió él y poniéndose de pie, comenzó a quitar la mesa.
—¿Te sientes mejor esta mañana? —preguntó ella, llenando el fregadero de agua y jabón.
—Sí y no. Probablemente he pasado la mejor noche desde que dejé el hospital.
—¿Por la medicación?
—Quizá, pero he descubierto que duermo mucho mejor contigo entre mis brazos.
—Me alegro de haber sido de ayuda —dijo sonrojándose y se concentró en fregar los platos.
—Mientras estaba en la ducha, me he dado cuenta de que yo he hablado mucho y tú, muy poco. Sé que te crió tu madre, que murió y que trabajas para una firma de auditores.
Ella se obligó a mirarlo sonriente.
—Fui al colegio, obtuve buenas calificaciones, me licencié en la Universidad y acepté el primer trabajo que me ofrecieron. Llevo allí desde siempre.
—Pero siento curiosidad. ¿Qué te ha hecho venir hasta Michigan en esta época del año?
¿Qué podía decir? No quería mentir. Quizá aceptara la verdad. Le resultaba difícil asumir lo que había pasado, mucho más hablar de ello.
Limpió la encimera y se giró hacia él.
—Creo que... —comenzó Paula y se detuvo—. ¿Las máquinas quitanieves limpian también la entrada de la cabaña?
—No, tendré que buscar a alguien para que lo haga. ¿Por qué?
—Porque he oído algo —dijo mirando por la ventana y agachándose rápidamente para ocultarse.
¡Eran ellos! ¡La habían encontrado! ¿Qué podía hacer? ¿Dónde podía esconderse?
—Paula, ¿estás bien? ¿Has resbalado con algo?
—No, esos hombres del coche... Me están buscando... Vine hasta aquí confiando en que no me encontraran.
Caminó a gatas bajo la ventana y se incorporó. Corrió hasta su cama y apartó las sábanas. Miró a su alrededor, vio un baúl y echó dentro las sábanas. Entonces, tomó su maleta y la metió bajo la cama. Cuando se giró y lo vio, él la estaba mirando como si hubiera perdido la cabeza.
Lo cierto era que estaba a punto de hacerlo.
—Voy a esconderme en el baño. Por favor, no dejes que entren. No deben encontrarme. Por favor, ayúdame.
—Claro —dijo él—. No hay nadie más que yo aquí.
Ella se metió en el baño y se escondió entre el mueble del lavabo y la bañera. Dejó la puerta abierta para que pareciera que el baño estaba libre. Además, quería oír todo lo que se dijera.
Paula esperó en aquella incómoda posición durante lo que le pareció una eternidad, escuchando el sonido de la nieve al pisar. Por fin los pasos llegaron al porche y llamaron a la puerta.
Desde donde estaba, pudo ver que Pedro había tomado su pistola antes de ir a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó.
—La policía.
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