martes, 31 de enero de 2017

LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 15




Cuando Paula salió del cuarto de baño, Pedro estudió su rostro, divertido.


—Te acompañaré a tu despacho —dijo con ironía.


Mientras caminaba detrás de ella por el pasillo, se percató de lo bien que le sentaba el traje marfil que llevaba, cómo resaltaba su trasero y sus caderas, reparando en sus largas y esbeltas piernas. Deseaba alargar la mano y acariciar su trasero. Sonrió. Aquélla no era una buena idea, teniendo en cuenta que estaba molesta con él.


En lugar de ello, hundió las manos en los bolsillos y reparó en los zapatos de tacón de Paula, que alargaban sus piernas.


Frustrado, sacudió la cabeza. Ni siquiera sus pies podían distraerle de la sensualidad que toda ella rezumaba.


—¿Me estás siguiendo?


Su elegante forma de caminar se había detenido. Se había dado la vuelta y lo miraba enfadada.


—He de tenerte vigilada, ¿recuerdas? —dijo tratando de controlar el creciente deseo que sentía en su interior.


Su reacción era exagerada. Aquel comportamiento se debía a años de forzada abstinencia, puesto que Paula Chaves no era la clase de mujer por la que se sintiera atraído.


Su fría mirada lo dejó paralizado.


Aunque no era precisamente frío lo que transmitían sus ojos. 


Pedro sintió un irrefrenable deseo de tomarla entre sus brazos.


—Estás invadiendo mi espacio —dijo ella con su voz sensual.


Lo estaba provocando a propósito.


—Confía en mí. Me estoy manteniendo alejado de tu espacio personal —dijo él tratando de sonar divertido.


—¿A esto llamas mantener las distancias? —preguntó ella arqueando las cejas y midiendo con la mirada el espacio que los separaba.


Tenía razón. Desde donde estaba podía advertir la suavidad de su piel y reparar en cada una de sus largas pestañas. 


Pero en lugar de admitirlo y separarse, un impulso primitivo lo hizo aceptar el reto de su mirada y acercarse a ella hasta que sus caderas se rozaron.


La expresión de sus ojos se volvió confusa.


—Princesa, ahora, sí que diría que estoy invadiendo tu espacio.


—Alfonso—dijo con un tono de advertencia en su voz—. Estás en mi cara.


—¿En tu cara? No, todavía no, princesa. Pero eso puede cambiar.


Sin esperar una respuesta, inclinó la cabeza y la besó en los labios.


Pedro ahogó su grito y aprovechó que separaba los labios para introducirle la lengua en la boca. La adrenalina se apoderó de él. Apoyó las manos en el escritorio y estrechó sus caderas contra las de ella.


Ella gimió y lo agarró por los hombros. Pedro dejó de pensar y se dejó llevar por las sensaciones, haciéndola tumbarse sobre la mesa. Enseguida se colocó sobre ella, con el muslo separando sus piernas. Apoyó su peso sobre los codos para no aplastarla y continuó besándola con urgencia.


Ella le devolvía el beso con una pasión que nunca hubiera imaginado tras la fría actitud que mostraba al mundo.


Sin poder detener el creciente deseo que ardía en él, cerró los ojos y se dejó llevar mordiéndole los labios con desesperación. Su cabeza empezaba a darle vueltas. 


Obligándose a calmarse, continuó besándola por la mejilla, bajando hacia la delicada piel de su cuello.


Separándose un poco, comenzó a desabrocharle los botones de la chaqueta, dejando al descubierto la camisola de seda que llevaba.


Era preciosa y muy femenina, con aquella delicada piel y sus finos huesos. Apoyó la mano sobre su palidez. Hacía mucho tiempo que no tocaba la piel de una mujer.


La tensión se acumuló en él, mientras contenía la ansiedad y se concentraba en la mujer que tenía al lado. Acarició el suave material de su ropa imaginando qué se sentiría al rozar su piel.


Apartó la camisola y abrió el sujetador, observando con ansia sus pechos. Se inclinó y lamió uno de aquellos provocativos pezones. Ella dejó escapar un gemido y arqueó su cuerpo contra el de él.


Pedro deslizó una mano hacia la parte inferior de sus cuerpos y la metió bajo su falda, comenzando a juguetear con el valle que había entre sus muslos. Deseaba tocarla allí donde estaba más caliente y sentir su humedad.


Paula se retorció y la falda se abrió. Él se apartó liberándola de su peso e incapaz de resistirse, se quedó observándola.


El encaje blanco cubriendo sus partes más íntimas fue como un jarro de agua fría. De pronto tuvo recuerdos de una ropa interior y sus pensamientos se convirtieron en torbellinos.


¿Qué demonios estaba haciendo?


Se enderezó, se pasó una mano por el pelo y evitó mirarla a los ojos.


—¿Por qué te detienes? —preguntó con voz entrecortada—. Creí que querías...


Incapaz de responder, respiró hondo varias veces antes de hablar.


—¿No tienes protección?


Pedro dejó escapar un extraño sonido. ¿Para que necesitaba protección? Hacía años que no deseaba a una mujer. Un estremecimiento lo sacudió mientras observaba la mujer que estaba sobre la mesa.


Cuando por fin levantó la mirada y se encontró con sus ojos, la tristeza que vio en ellos le hizo sentir un nudo en la garganta. Tragó saliva.


No había imaginado tanta pasión. Era más de la que nunca había sentido. Hasta entonces, siempre había llevado el control, pero esta vez lo había perdido. Era ella quien controlaba la situación, parecía saber exactamente lo que quería. No había ni rastro de la fría mujer con la que trabajaba y no estaba seguro de poder asimilar aquel cambio.


¿Podría seguir adelante con su plan de venganza? Por primera vez, las dudas lo asaltaron.


Ella no era Lucia. El pánico se apoderó de él. De repente, aquello ya no tenía que ver con un asunto de procreación o de venganza. Tenía que admitir que había traicionado la memoria de su difunta esposa. Maldita fuera. Debía de estar desesperado.


Lo último que esperaba que ocurriera era que Paula Chaves lo excitara.



*****


—¿Pedro?


Paula se separó del escritorio que tenía contra su espalda y lo rodeó por el cuello. Por unos segundos, Pedro se resistió y ella pensó que todo estaba perdido. Entonces, él suspiró y acercó su cara, haciendo que su corazón latiera con fuerza. 


En el último momento, él hundió el rostro en el hombro de Paula, evitando el beso que ella quería darle.


—Claro que no necesitamos protección, ¿verdad? —suspiró Paula, tratando de mostrarse seductora—. Todo este asunto es sobre un niño, ¿no es cierto?


Al comprobar que el cuerpo de Pedro temblaba, se sintió culpable de su mentira. Ignorando aquella sensación, levantó la cabeza. Desde su posición, no podía ver sus ojos, tan sólo sus párpados, sus largas pestañas y la tensión de sus mejillas. Aun así, podía sentir su angustia. ¿Estaba teniendo dudas? Por un momento, sintió empatía hacia él, pero luego se puso tensa. Sus motivos no eran sinceros. La había usado.


Si se apartaba ahora, nunca le haría el amor, por lo que nunca sabría si...


No podía dejar que eso pasara.


Pedro era su oportunidad para recuperar los años que había perdido. Él era diferente, ¡era su marido! Una extraña sensación de orgullo se apoderó de ella.


Tenía que controlarse. No podía sentirse atraída o dependiente de Pedro. Se mordió el labio. Su matrimonio no tenía vocación de perdurar. Las semillas de la destrucción ya habían germinado y si llegaba a descubrir la verdad...


La verdad. Se quedó mirando fijamente la sombra de la barba de sus mejillas. En cuanto se enterara, su matrimonio estaría acabado. Pero al menos, algún día tendría recuerdos a los que aferrarse cuando lo único que le quedara fuera la dirección de Chaves.


Atraída por la necesidad de tocarlo, le acarició el rostro.


—Venga, no tenemos un momento que desperdiciar.


Su cuerpo se puso rígido y entonces se levantó, apartándose de ella. Paula retiró la mano y, de repente, se sintió muy sola.


—Por extraño que parezca, no puedo hacer esto —dijo él dándole la espalda—. Todavía no.


Se sintió dolida. ¿Acaso no le resultaba deseable? No, se negaba a creerlo. Le había visto ardiendo en deseos por ella. 


Tan pronto la había arrancado la ropa, besándola como si no pudiera controlar su impulso sexual, como apartándose de ella en silencio.


—¿Quieres decir que no quieres hacer el... —comenzó a preguntar, pero se detuvo, cambiando las palabras—, tener sexo conmigo?


Él se giró y curvó los labios. Paula adivinó un brillo de repugnancia en sus ojos.


—¿De veras quieres hacerlo aquí, en tu oficina? ¿Sobre el escritorio? —preguntó mirando a su alrededor—. Podemos ser interrumpidos en cualquier momento por los encargados de la limpieza.


—Podemos cerrar la puerta con llave —sugirió, dibujando una pícara sonrisa en su rostro.


La imagen de ambos retozando sobre el escritorio, la hizo sonrojarse, haciendo desaparecer la excitación y el ansia que habían florecido en su interior. Hacía que aquello parecía muy sórdido.


Pedro no le devolvió la sonrisa.


Lentamente, Paula se incorporó y se bajó la falda.


—No importa —dijo en un intento desesperado de recuperar la normalidad—. Sólo ha sido un beso.


Incluso mientras las decía, sabía que aquellas palabras eran una gran mentira. Había sido algo más que un beso, pero no estaba dispuesta a admitirlo ante Pedro y menos mientras la miraba como si fuera una completa desconocida y no la mujer con la que se había casado ese mismo día.


Mientras se abotonaba la chaqueta con manos temblorosas, se bajó del escritorio.


«Hey, ¿te acuerdas de mí?» —deseó decirle—. «Soy Paula Chaves, la mujer a la que intentaste dejar embarazada».


Pero se lo pensó mejor. No hacía falta recordarle a Pedro quién era ella. Todavía vestía el mismo traje que se había puesto ante el oficiante y la alianza que le había puesto en su dedo esa misma mañana, junto al anillo que le había regalado el sábado.


Pero todo había cambiado. Bajo su chaqueta, sus pezones estaban tensos y duros y su sujetador desabrochado. Y Pedro, bajo aquella máscara de desprecio, parecía afectado y tenía el cabello revuelto por donde se había pasado las manos.


Pedro —dijo poniéndole la mano sobre el hombro—. ¿Qué ocurre?


Por unos instantes, él no se movió. Luego, dejó caer la cabeza y rió con amargura, mientras todo su cuerpo se agitaba.


—Confía en mí, no lo entenderías.


Ella respiró hondo.


—Quizá debieras confiar en mí. Cuéntame qué es lo que te preocupa.


Silencio.


—No puedo confiar en ti —dijo al cabo de unos segundos, dejando caer los brazos a los lados.


Aturdida, retiró la mano de su hombro y se apartó. No le sorprendían sus palabras, aunque no esperaba sentir aquel dolor. Pero en el fondo, tenía razón en no confiar en ella.


—¿Porque soy una Chaves?


Él ignoró aquella pregunta desafiante.


—Si confiara en ti... —dijo haciendo una pausa—, sería una traición.


Paula se quedó mirando cómo apretaba sus muslos con las manos, tratando de luchar contra lo que estuviera pensando.


—¿Por qué?


—Demonios, es en mí mismo en quien no puedo confiar —dijo levantando la cabeza—. ¿En qué estoy pensando? ¿En acostarme con una Chaves?


Sus ojos transmitían una mezcla de sentimientos. Paula reconoció la ira, el recelo y algo ardiente y pasional. Sus palabras volvieron a golpearla y una segunda oleada de dolor invadió su cuerpo. Pero se negaba a mostrarse enojada ya que sospechaba que ésa era su intención.


—¿Quieres decir que quieres que lo intentemos de otra manera?


—¿De otra manera?


—Hay algunos procedimientos médicos, ya sabes. No tienes por qué tocarme.


¿Por qué estaba sugiriendo aquello? Quería hacer el amor con él, quería sentirse como una mujer de verdad. El procedimiento médico lo echaría todo a perder.


Por unos instantes, él se quedó pensativo mientras esperaba tensa su respuesta. ¿Daría por terminado todo aquel plan? 


¿O acaso le resultaba tan repugnante que prefería la opción médica para evitar tocarla?


Los segundos pasaron.


—¡No! Quiero estar seguro de que el niño sea mío, que sea un Alfonso —dijo con mirada endurecida—. Quiero que el mundo, especialmente tu padre y tu hermana sepan exactamente cómo se llevó a cabo la concepción.


Así sería una venganza pública. Nada le proporcionaría más satisfacción que eso. Aquello le produjo un dolor más intenso de lo que nunca había experimentado. Incluso más que...


No, mejor sería que no pensara en eso. Paula apartó la mirada, decidida a no mostrarse débil ante él. Pedro tenía facilidad para herirla.


Pero no estaba dispuesta a dejar que descubriera el poder que tenía sobre ella. Recuperando la compostura, decidió que no se merecía su compasión. Pasara lo que pasase, Pedro no la tendría.




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