martes, 31 de enero de 2017

LA VENGANZA DE UN HOMBRE: CAPITULO 16




Paula no rompió el silencio en todo el camino de vuelta a casa. Cansada, se concentró en la carretera, comprobando una y otra vez el retrovisor, aminorando la velocidad en ocasiones y pasando de un carril a otro, tal y como Pedro le había enseñado. Mirándolo por el rabillo del ojo, vio que Pedro comprobaba a través del espejo del pasajero, si les estaban siguiendo. Giró en una calle estrecha de Newmarket, después de mirar a un lado y a otro, tomó el camino de entrada a la estrecha y esbelta casa de dos plantas. Tras apagar el motor, sólo se oyó el sonido de la puerta del garaje mientras se cerraba.


Un completo silencio se hizo entre ellos. Paula se quedó a la espera de que Pedro dijera algo. Pero al ver que no lo hacía, contuvo un suspiro y salió.


El garaje tenía un acceso directo a un vestíbulo que daba a la cocina. Pedro la siguió al interior de la casa. Paula sabía que Pedro había estado allí la semana anterior para echar un vistazo al lugar. Había ordenado incrementar las medidas de seguridad antes de mostrarse satisfecho. Su ropa estaba colgada en el dormitorio principal. Parsons, el hombre de confianza de su padre, se había encargado personalmente de hacer el traspaso de sus propiedades y de entregar un maletín a Pedro.


Parsons había comentado que el mobiliario era muy escaso y Paula había accedido a elegir los muebles del dormitorio y del salón de estar de un catálogo. Como Pedro había insistido en que el suyo fuera un matrimonio real, había elegido una cama de matrimonio enorme, con el propósito de que hubiera mucho espacio entre Pedro y ella.


Había sido entretenido tomar tantas decisiones y eso la había ayudado a contener el inesperado sentimiento de culpabilidad. Era su casa y no la de Pedro. No había tenido que consultarle nada puesto que su estancia allí sería temporal. Aun así, había decidido dejar de comprar por catálogo y salir a gastar dinero durante el fin de semana.


Dejó las llaves del coche, dejó su maletín y se dirigió a la nevera. La había dejado llena el viernes antes de la falsa boda, aunque lo cierto es que le había parecido una ceremonia real. Estaba hecha un lío. Ya no sabía distinguir entre la realidad y la fantasía.


Sacó una bandeja de lasaña congelada, retiró el envoltorio y la metió en el horno. Pedro estaba comprobando los cierres de las ventanas y oyó sus pasos mientras recorría el salón.


Rápidamente, puso la mesa. Cinco minutos más tarde, Pedro regresó a la cocina y Paula le dio una botella de vino y un sacacorchos.


—¿Necesitas ayuda, princesa?


Ella sintió alivio al oír su voz calmada. Por una vez, el que se dirigiera a ella como princesa no le molestaba. Al menos, volvía a hablarle después de aquel beso.


—Puedo abrir la botella. Es sólo que pensé que te gustaría hacer algo útil.


—Ah.


¿Se habría dado cuenta de que todo aquel asunto de la seguridad la estaba poniendo nerviosa? Por no mencionar la espiral de tensión que su cercanía le provocaba. Una copa de vino la ayudaría a relajarse y crearía una agradable atmósfera entre ellos. La noche anterior la habían pasado en una suite del hotel San Lorenzo y habían pasado el día trabajando como siempre. Aquella noche sería la primera que pasaran juntos en casa, como cualquier matrimonio normal y eso la incomodaba.


Pedro le entregó una copa y rápidamente dio un sorbo, sintiendo la calidez del vino. Le sonrió y al ver que le devolvía la sonrisa, Paula comenzó a relajarse. Todo iba a salir bien.


Cuando la alarma del horno sonó, sacó la lasaña, la sirvió en dos platos y colocó uno de ellos frente a Pedro.


—¿Qué es esto? —preguntó él frunciendo el ceño.


—Lasaña.


—No —dijo él escarbando en la comida con el tenedor, mientras sacudía la cabeza en sentido negativo—. Lo llames como lo llames, te aseguro que esto no es una lasaña. Ya te prepararé una para que veas la diferencia.


—¿Sabes cocinar? —dijo Paula mirándolo como si fuera un extraterrestre recién llegado de otro planeta.


Su padre ni siquiera sabía freír un huevo.


—Claro.


Sonrió. Debería de haber adivinado que Pedro Alfonso sabría cocinar. Se le daba bien hacer cualquier cosa. 

Su orgullo así se lo exigía.


—Bueno, ahora mismo no hay otra opción. He cocinado yo. Puedes comértelo o morirte de hambre.


—Yo no llamaría cocinar a meter un trozo de cartón en el horno.


—Ya me enseñarás lo que es cocinar —dijo ella amablemente—. Siempre me ha gustado ver los programas de cocina y ahora tengo un chef para mí sola en mi propia casa.


Él le dirigió una mirada que podía haberla fulminado en el acto. A continuación, partió con el tenedor un trozo de lasaña y se lo metió en la boca. Una expresión de sorpresa apareció en su rostro.


—¿Qué tal está?


Él asintió.


—No tan mal como esperaba. Pero si mi madre se entera de que estoy comiendo esto, me deshereda.


—Tu madre vive en Italia, ¿verdad?


Él afirmó con la cabeza.


—¿Cómo es que acabaste en Nueva Zelanda?


Pedro se encogió de hombros.


—Fui miembro del ejército y mientras estuve destinado en Afganistán, hice algunos amigos de Nueva Zelanda, que me hablaron muy bien de su país. Vine a hacer una visita y conocí a Lucia. Cuando llegó el momento de regresar, decidí quedarme. Lo siguiente que supe es que me había casado y alguien me presentó a tu padre y conseguí un trabajo. Ésa es la historia de mi vida.


—Sí, claro —dijo ella sin dar crédito a sus palabras.


Pedro era un fascinante y misterioso puzzle, cuyas piezas tenía que encajar.


Después de cenar, él bostezó.


—Hora de meterse en la cama.


Paula se puso de pie, nerviosa.


—Ve tú primero. Hay algo que quiero ver en el ordenador. Enseguida subiré.


—¿Vas a comprobar tu correo electrónico?


—¡No! —dijo Paula convencida de que Pedro esperaría a que leyera sus mensajes—. Tan sólo quiero echar un último vistazo al informe.


No tenía por qué hacerlo, pero necesitaba una razón para retrasar su marcha a la cama. Si podía, no se acostaría hasta que él estuviera dormido.


—Está bien, te haré compañía.


No quería que Pedro se quedara con ella, pero no podía hacer nada por impedirlo.


—Subiré el ordenador portátil.


Eso le daría una razón para estar ocupada, antes de que la habitación quedara a oscuras.


Pedro la siguió escaleras arriba y, de repente, volvió a hacerse un incómodo silencio entre ellos.


Paula dejó el ordenador en la cama y tomó su camisón. 


Luego, se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta. 


Respiró hondo y trató de calmar los nervios. Más calmada, se quitó la ropa y se metió en la ducha.


Después de secarse, se puso el camisón de seda y volvió al dormitorio. Pedro estaba de pie junto a la ventana, a oscuras y no se giró al oír la puerta.


—Hace una noche preciosa. Hay luna llena.


—A ver deja que me asome —dijo ella atravesando la habitación.


—Ten cuidado. Recuerda lo que te dije. Nunca te pares en medio de la ventana. Quédate a un lado y ocúltate tras las cortinas. Eso difuminará el contorno de tu cuerpo y hará más difícil que puedan hacer diana.


Paula se colocó junto a él. Fuera, la luna brillaba sobre el mar. Era tan grande que parecía poder rozarla con tan sólo alargar la mano. Además, se adivinaba el perfil del volcán de la isla Rangitoto.


—Por eso me gusta este sitio. La naturaleza, el espacio, parece parte del paraíso. Lo he echado mucho de menos.


Su voz era apenas un susurro. Paula era consciente del romanticismo de aquella cálida y oscura noche. Percibió el olor de Pedro y su corazón se detuvo.


Lentamente, lo tomó por el brazo. Su piel era firme y cálida y sintió un cosquilleo al rozarla.


—Me alegro de que hayas vuelto.


Pedro se quedó quieto. Después de unos segundos, dejó escapar el aire.


—Ha sido un día muy largo. Necesito darme una ducha. Trata de dormir, ¿de acuerdo?


Paula se sintió rechazada. Habría preferido que le hubiera dicho a las claras que se durmiera antes de que volviera, para que así no le molestara.





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