jueves, 30 de junio de 2016

EL PACTO: CAPITULO 18





Paula se moría de hambre cuando Pedro al fin llamó a la puerta de la habitación a las siete y diez.


La tensión era evidente en la rigidez de los anchos hombros, y en la oscuridad de la mirada.


—Esto empieza a resultar repetitivo —ella señaló las manos vacías de Pedro —. Debería empezar a encargarme yo de la cena. A no ser que te apetezca saltarte otra comida. A mí no me importa.


—Salimos a cenar —contestó él secamente.


—Voy vestida para cenar aquí —ella contempló sus pantalones de yoga.


—Da igual. Valeria sabe que estamos casados, y se lo ha dicho a Bettina. Seguramente será de dominio público a medianoche, o antes.


Paula soltó un juramento. La noticia tampoco tardaría mucho en llegar a Texas. El abogado de su padre le había dado un tiempo para solucionarlo y había sido muy claro: o se lo contaba ella a su padre o se lo contaba él.


Aunque quizás fuera la prensa la que se les adelantaría a ambos.


—Sí —Pedro sonrió con amargura—. Eso fue exactamente lo que dije.


—¿Cómo lo descubrió Valeria? ¡Oh, no!


—La cámara de seguridad —él asintió—. Debimos haber sido más cuidadosos. O eso, o me vio bajarme del coche frente a Alfonso la otra noche. Debió vernos juntos y empezaría a indagar.


—Entonces ya no puedo seguir siendo tu espía.


Y si no podía seguir siendo su espía, debería firmar los papeles del divorcio, hubiera recuperado los diseños o no. 


Perfecto, aunque le entristecía no ocupar el lugar de Valeria en la reunión del día siguiente.


¿Por eso había accedido Valeria a que fuera ella en su lugar? Vaya una espía que había resultado ser. Y ella que había soñado con celebrar la victoria con Pedro aquella noche.


—Mi madre está como loca con mi matrimonio —Pedro suspiró—. Quiere que cenemos juntos. No me he podido negar.


¿Cenar con Bettina Alfonso? ¿Como marido y mujer?


—Tampoco es tan difícil. Se dice que no, y ya está —la furiosa mirada de Pedro le hizo reaccionar—. Será mejor que entres.


—¿Dónde está ese top dorado? A Bettina le encanta —Pedro se dirigió al armario—. Deberías ponértelo con los pantalones blancos y las sandalias Stuart Weitzman.


—Por sexy que me resulte ver a un tipo deseando ponerme ropa en lugar de quitármela, para el carro —ella lo detuvo, agarrándolo de un brazo—. No quiero cenar con tu madre como si fuésemos una pareja felizmente casada. No tiene sentido. Estamos a punto de firmar los papeles del divorcio. Me vuelvo a Houston.


—Acerca de eso…


Él se volvió y Paula aspiró el olor del jabón que siempre utilizaba.


—¿Qué? Supongo que no me vas a pedir que haga nada más antes de firmar. Si el secreto ha salido a la luz, ya no tengo trabajo. Ya no te soy de ninguna utilidad.


—No es verdad. No podemos divorciarnos, todavía no.


—Tienes que hacerlo —ella sacudió la cabeza—. Esto ha terminado. Valeria ha fastidiado tus planes y, aunque lo lamento ¿qué más podría hacer?


—Bettina está encantada. Me ha confesado que, dado que he sentado la cabeza, está pensando en retirarse y cederme las riendas del negocio —en un sorprendente gesto, Pedro le tomó una mano y continuó—. El plan de Valeria se ha vuelto en su contra. ¿No lo ves?


Aunque aturdida por las caricias de Pedro en su mano, Paula de repente lo comprendió.


—Quieres decir que lo hizo para dejarte mal. Pensaba que Bettina lo interpretaría como un acto irresponsable. Eso es. Pero no lo hizo. En realidad, fue justo lo contrario.


La inquietante sensación en el estómago de Paula se transformó en un horrible presentimiento.


—A ver si lo he entendido. Tu madre está dispuesta a jubilarse y nombrarte nuevo director ejecutivo de Al porque te has casado. De modo que no vas a firmar los papeles del divorcio porque te beneficia seguir casado.


—Eso es —Pedro le soltó la mano—. Te pido que seas mi esposa abiertamente. Emitiremos un comunicado y te trasladarás a mi apartamento. En cuanto Bettina me ceda el puesto de director ejecutivo, nos divorciaremos.


—Ni hablar —exclamó ella, a pesar de que su corazón gritaba «sí, sí, sí», por poder ser la verdadera esposa de Pedro el tiempo que durara—. Jamás podrás convencerme de que es buena idea.


—Te pagaré lo que me pidas —él sonrió—. La misma cantidad que ibas a pedirle prestada a tu padre.


—Cien mil dólares —contestó Paula sin pestañear.


—Hecho. Ya no tienes que explicarle a tu familia la que liaste en Las Vegas. Piénsalo. Lo único que tendrás que hacer es fingir lo bastante bien para que mi madre esté encantada de jubilarse.


—No puedo —ella había pensado que la cifra le parecería desproporcionada—. ¿Quieres que viva contigo? ¿Te refieres a dormir en la misma cama y esas cosas? ¿Fingir que estamos enamorados?


Paula sintió un nudo en la garganta. ¿Cuánto tiempo podría mantener la farsa?


Para siempre. Tendría que mantenerla porque no podía enamorarse de Pedro. Era demasiado peligroso.


—No a lo primero. Sí a lo segundo. Tengo una habitación de sobra.


—Claro —exclamó ella con excesivo sarcasmo—. Acostarte con tu mujer está fuera de los límites.


¿Sentía desilusión porque Pedro no parecía utilizar el matrimonio como excusa para jugar a ser marido y mujer? Dormir en habitaciones separadas no dejaba de tener sentido. Sería una vulgaridad intercambiar sexo por cien mil dólares.


Pero ¿qué hubiera sucedido si Pedro le hubiera sugerido algo totalmente diferente? Por ejemplo, mantener una relación normal llena de sexo y diversión. Dormirse abrazados y compartir secretos en la oscuridad. A eso habría accedido sin pestañear.


Lo que estaba claro era que ella deseaba algo duradero y real con Pedro. Pero él no.


—Compartir el dormitorio complicaría innecesariamente nuestra interacción —Pedro ladeó la cabeza—. Esto es una proposición de negocios. Igual que la primera.


¿Cómo podía haberlo olvidado? Ella buscaba algo que él jamás podría darle.


—Lo sé. El matrimonio sigue siendo tu arma preferida.


El nuevo acuerdo resultaba mucho más difícil de aceptar. Pero estaría loca si se negara. Todos sus problemas quedarían resueltos de golpe. El único inconveniente era que sería la esposa de Pedro, pero sin ninguno de los beneficios.


—Te necesito, Paula —los ojos azules de Pedro le transmitieron vulnerabilidad.


Soportaría cualquier cosa menos eso. Le recordaba demasiado a Las Vegas dos años atrás cuando él la había necesitado, y ella a él.


Que Dios la ayudara, pues aún lo necesitaba. Era incapaz de resistirse cuando volvía a ser el hombre con el que había compartido tantas horas. Y era una estupidez siquiera fingir que no deseaba quedarse unos días más a su lado.


Era su última oportunidad para descubrir si había cometido un error al marcharse en Las Vegas. Y la última para descubrir si estaba cometiendo un error deseando algo más.


Si vivir en la misma casa no le proporcionaba esa oportunidad, nada lo haría. Podría regresar a Houston sabiendo que Pedro no era el hombre indicado para ella, y superarlo de una vez por todas. Como fuera.


—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó ella con voz ronca—. Tengo otro trabajo, el de verdad, al que regresar.


Un trabajo que, cuanto más tiempo pasaba en la industria de la moda de Nueva York, menos atractivo le resultaba. Los vestidos de novia eran el punto fuerte de Carla. Paula trabajaba para ella porque eran hermanas y porque a Carla no le importaba que su única aportación fuera la económica.


—No lo sé. Quizás un par de semanas. ¿Eso ha sido un sí?


—Esto no puede salir bien —Paula alzó una mano para detener la amplia sonrisa que se había formado en los labios de Pedro—. No entiendo qué piensa tu madre que hemos estado haciendo durante dos años.


—Ella cree que acabamos de casarnos —Pedro sacudió la cabeza—. Le parece de lo más romántico.


—Espera un momento. ¿Vamos a fingir que nuestro matrimonio es real y, además, mentir sobre la fecha? Si Valeria descubrió que estamos casados, puede que conozca toda la historia.


—Me encanta cómo funciona tu cerebro —él sonrió—. Por favor, mi preciosa esposa, explícame qué deberíamos hacer.


—Pues contarle a todo el mundo que nos casamos en Las Vegas —ella puso los ojos en blanco—, que nuestra intención era anular el matrimonio, pero que ninguno de los dos fue capaz de hacerlo. Volvimos a vernos porque necesitabas el divorcio para casarte con Meiling. Y resultó evidente que seguíamos enamorados.


—Eso es…


—Brillante. Si quieres un cuento romántico, pídeselo a una mujer.


Cuento. Porque no era real. En su unión no había nada romántico, y no estaban enamorados. Pero Paula no podía evitar preguntarse qué pasaría cuando vivieran bajo el mismo techo. Si conseguía que Pedro bajara la guardia… el hombre al que deseaba estaba encerrado dentro del empresario. Se admitían apuestas.


—Genial —la expresión de Pedro pasó de la diversión a la admiración—. Entonces, estamos seguros.


—Nunca me había sentido más insegura —ella suspiró.


—Lo harás muy bien —él agitó una mano en el aire—. Se nos hace tarde para la cena. Revuélvete el pelo y así daremos la impresión de tener un buen motivo para nuestra tardanza.


—No te pases.


—Top dorado. Pantalones blancos —Pedro consultó el reloj—. En marcha, señora Alfonso.


Señora Alfonso. ¿A qué venía ese estremecimiento? Había viajado a Nueva York en busca de un divorcio. Y acababa de acceder a fingir que Pedro y ella estaban casados, todo con la esperanza de convertir su relación en algo mucho más que ventajosa.


—Ponte cómodo —ella le entregó el mando de la televisión—. Mientras me visto pensaré en cómo dimitir de Alfonso.


—Es que ya vamos tarde —protestó él.


—Pediste una esposa y ya tienes una, con toda su idiosincrasia. Bienvenido a la vida marital.






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