sábado, 16 de abril de 2016

ILUSION: CAPITULO 3





La rosaleda de la mansión de su familia en Beverly Hills era el santuario particular de Paula. Cinco años antes había hecho que construyeran el cenador para relajarse al final de un ajetreado día lleno de reuniones y pantallas de televisión. 


Allí, envuelta en una tranquilidad idílica y con una copa de vino, podía consultar los últimos índices de audiencia, leer las críticas de la programación, tomar notas de los éxitos y fracasos de la competencia y pensar en nuevas estrategias para las cadenas de Chaves Media. Solo estaban en septiembre, pero los planes de contingencia para los inevitables reajustes que tendrían lugar en enero ya estaban en marcha.


Oyó unas pisadas en el camino de piedra que comunicaba el cenador con la casa y pensó que sería alguien del personal que iba a preguntarle si le apetecía cenar. No tenía mucha hambre y no quería abandonar aún la paz del jardín, así que les pediría que esperasen un poco.


–Hola, Paula –una voz profunda e inconfundible le provocó un escalofrío en la espalda. Aferró con fuerza la copa de vino y giró la cabeza para comprobar que no estaba soñando.


Pedro estaba en mitad del jardín, con una camisa gris abierta por el cuello y unos vaqueros descoloridos ceñidos a las caderas, sin afeitar y con sus ojos color avellana ensombrecidos por una expresión adusta e impenetrable.


–¿Pedro? –los recuerdos la asaltaron de golpe. Habían hecho el amor muchas veces en aquel cenador, con la brisa nocturna acariciándoles la piel empapada de sudor, la fragancia de las rosas envolviendo sus cuerpos y el sabor del vino tinto en sus labios.


Dejó rápidamente la copa.


Pedro avanzó un par de pasos y se detuvo a los pies de la escalera del cenador.


–Espero que estés lista para cumplir con tu papel de dama de honor.


Paula se irguió en la silla.


–¿Por qué? ¿Erika necesita algo? ¿Hay algún problema?


–Sí, un grave problema –hizo una pausa–. De lo contrario no se me habría ocurrido venir.


Sus duras palabras hirieron a Paula en lo más profundo de su corazón. Pedro no quería estar allí ni tener ningún tipo de contacto con ella. Era comprensible. También ella preferiría estar lejos de él, pero sus motivos eran muy distintos.


Desde la ruptura, cada vez que tenían que verse ella podía protegerse tras el rencor y el desprecio. Pero habiendo resuelto la situación lo único que le quedaba era un embarazoso sentimiento de culpa.


–¿Sabes que Mateo y Erika han aplazado su regreso de Escocia? –le preguntó él.


–Sí, Mateo ha llamado hoy a la oficina. Se va a tomar unos cuantos días de vacaciones.


Mateo y Erika habían ido a Edimburgo en busca de unas importantes obras de arte para exhibirlas en la galería de Erika. Al parecer, nada más llegar los habían informado de que un miembro del consejo tenía que aprobar personalmente el traslado de las piezas al extranjero, por lo que se habían visto obligados a viajar al norte del país para reunirse con él.


–Llevo todo el día intentando llamarlos –continuó Pedro–. Pero ha sido imposible por culpa de la diferencia horaria y la mala cobertura que hay en el campo. Además, ¿qué podrían hacer ellos desde Escocia? Tendremos que ocuparnos nosotros.


–¿Ocuparnos de qué? ¿Qué ocurre, Pedro?


Él apoyó el pie en el primer escalón, pero parecía reacio a entrar en el cenador.


–Ha habido un incendio en Esmerald Wave.


–Oh, no… ¿Ha sido grave?


–Bastante. Ha ardido la mitad de la cocina, pero por suerte no ha habido heridos.


Paula se alivió al saber que todos estaban bien, pero enseguida se preocupó por Erika.


–Solo quedan tres semanas para la boda…


–No me digas.


–Tenemos que encontrarles otro sitio.


–¿Vas a seguir repitiendo obviedades?


–¿Y tú vas a seguir siendo un imbécil?


–Pau… –el uso de su apelativo, pronunciado con una voz amable y suave, le provocó un estremecimiento por todo el cuerpo–. Ni siquiera he empezado a ser un imbécil.


Ella agarró la copa de vino.


–¿Qué quieres de mí, Pedro?


Él subió los tres escalones y ocupó la entrada del cenador con su imponente metro noventa de estatura.


–Necesito tu ayuda. Hoy he ido a ver a Conrad Norville.


–¿Por qué? –¿qué tenía que ver el magnate del cine Conrad Norville con las reformas de una cocina?


–Para preguntarle si podíamos celebrar la boda en su mansión de Malibú.


La explicación desconcertó momentáneamente a Paula. 


Pero tenía que admitir que era una buena idea. Conrad Norville poseía una fabulosa mansión en la playa de Malibú. 


El multimillonario setentón era famoso por su carácter arisco y excéntrico, pero su casa era una obra de arte.


–Es el único sitio de Malibú lo suficientemente grande para acoger a todos los invitados –añadió Pedro.


–¿Qué te dijo?


–Sus palabras exactas fueron: «Por nada del mundo participaré en el circo de los Chaves. Tengo una reputación que mantener».


Paula se puso rápidamente en pie de guerra.


–¿Él tiene una reputación que mantener?


–No –replicó él–. Tiene una casa que queremos usar.


–Pero…


–No te pongas en plan arrogante.


–¡No soy arrogante!


–Lo que sea. No es el momento para enfrentarte a él.


–Ya te ha rechazado –señaló Paula. ¿Qué importaba si se enfrentaba o no a Norville?


–Quiero volver a intentarlo. Por Mateo y Erika.


Paula sintió curiosidad.


–¿Crees que puedes hacerle cambiar de opinión?


–Tenía la esperanza de que tú pudieras ayudarme a hacerle cambiar de opinión.


–¿Cómo? Apenas lo conozco. Y está claro que no le gusta mucho mi familia…


–Podríamos presentar un frente unido y aliviar sus temores. Demostrarle que no hay ningún problema entre nosotros y que los rumores sobre las luchas de poder son infundados.


No eran infundados. Cuando su padre le dejó a Pedro en herencia el control de Chaves Media, su noviazgo había saltado por los aires y los dos habían librado una guerra sin cuartel por la empresa. Al final se supo que el propósito de J.D. solo había sido poner a prueba la lealtad de Paula, pero las consecuencias habían sido nefastas para la relación que mantenía con Pedro. La desconfianza había causado una herida tan profunda que jamás podría curarse.


Pero era la felicidad de Erika lo que estaba en juego. O, más concretamente, la felicidad de la madre de Erika. Paula estaba segura de que Erika se casaría con Mateo donde fuera. De hecho, seguramente preferirían hacerlo en Cheyenne, donde tenían su casa. Pero la madre de Erika llevaba esperando aquel día desde que nació su hija, y Erika haría cualquier cosa por su familia.


–¿Me estás pidiendo que mienta? –le preguntó con dureza.


–Eso mismo –corroboró Pedro.


–Por Erika y Mateo.


–Yo haría mucho más que mentir por Mateo.


Paula reconoció la inquebrantable determinación en su atractivo rostro. La experiencia le había demostrado que Pedro era un rival formidable que no dejaba que nada se interpusiera en su camino.


–Me da miedo pensar lo lejos que podrías llegar para conseguir lo que quieres.


La expresión de Pedro se endureció.


–¿Ah, sí? Bueno… los dos sabemos hasta dónde serías capaz de llegar tú, ¿no?


–Creía que estaba protegiendo a mi familia –se defendió ella. Al conocerse el testamento la única explicación que se le ocurrió era que su padre se había vuelto loco o que Pedro lo había persuadido para que le dejara el control de Chaves Media.


–¿Pensaste que tenías razón y que todo el mundo estaba equivocado?


–Eso me pareció.


Él avanzó hacia ella.


–Te acostaste conmigo, me dijiste que me querías… y luego me acusaste de robarte mil millones de dólares.


–Seducirme habría sido una parte de tu plan para hacerte con Chaves Media.


–Tus palabras demuestran lo poco que me conoces.


–Supongo que sí –admitió Paula, pero Pedro pareció enfurecerse aún más.


–Se supone que debías conocerme y confiar en mí. Mi diabólico plan solo existía en tu cabeza.


–¿Cómo iba a saberlo en su momento?


–Podrías haber confiado en mí. Es lo que hacen las mujeres con sus maridos.


–No llegamos a casarnos.


–Por decisión tuya, no mía.


Se miraron el uno al otro durante unos segundos.


–¿Qué quieres que haga? –preguntó ella finalmente–. Sobre Conrad –añadió, al darse cuenta de lo ambigua que podía sonar su pregunta.


La sonrisa irónica de Pedro se lo confirmó.


–Tranquila… Sé que nunca me preguntarías lo que quiero que hagas sobre nosotros –retrocedió un par de pasos–. Ven conmigo a ver a Conrad. Mañana por la noche. Finjamos que estamos juntos, que todo va estupendamente entre nosotros y que no hay razón alguna para preocuparse.


La sugerencia de Pedro le revolvió el estómago a Paula. 


Entre ellos no había nada que fuera estupendamente. Él estaba furioso y ella, apenada. Habiendo resuelto el conflicto de Chaves Media, echaba en falta muchísimas cosas de su vida anterior.


–Claro –aceptó, empujando la tristeza al fondo de su alma–. Haré lo que sea necesario para ayudar a Erika.


–Te recogeré a las siete. Ponte algo femenino.


Se miró la falda azul marino y la blusa blanca.


–¿Femenino?


–Ya sabes, algo con volantes o flores. Unos zapatos elegantes… Ah, y también podrías rizarte el pelo.


–¿Rizarme el pelo?


–Conrad es un tipo chapado a la antigua, Paula. Le gustan las mujeres de otro tiempo.


–¿De cuándo? ¿De los años cincuenta?


–Más o menos.


–¿Quieres que me ponga a batir las pestañas y a sonreír como una tonta para que Erika y Mateo tengan un lugar donde casarse?


–Sí, justamente.


Paula estaba dispuesta a hacerlo por su mejor amiga, pero eso no significaba que le gustara.


–¿Tendré también que aferrarme a tu brazo?


–Aférrate a lo que quieras. Pero procura que sea creíble –dicho aquello, Pedro se giró sobre tus talones, abandonó el cenador y se alejó por el camino.






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