domingo, 18 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 18





Los días que siguieron transcurrieron en un torbellino de llamadas, cambios de última hora y carreras de un lado para otro. Paula se sentía igual que un bombero enloquecido que fuera apagando fuegos a cada paso, hasta que, por fin, llegó el día de la fiesta. Mientras recibía a los invitados al lado de Pedro que, en esa ocasión, llevaba un elegante esmoquin negro hecho a medida y una inmaculada camisa blanca que ponían de relieve su figura imponente, Paula se felicitó a sí misma, complacida.


Había logrado lo imposible.


Durante el resto de la noche tendrían el Palacio de Cristal de El Retiro para ellos; en realidad, todo el parque estaba a su disposición, pues las nobles verjas de hierro tan solo se abrirían para los invitados a la fiesta. No había dejado piedra sin remover hasta que por fin consiguió lo que quería.


Había llamado a todo el que se le había ocurrido: viejos amigos de su padre, personas que conoció durante los locos días de su matrimonio…; en definitiva, a cualquiera que pensó que podría tener alguna influencia y ahí estaba el resultado.


El Palacio de Cristal resplandecía con el fulgor de una joya. 


Los millares de pequeños cristales y luces blancas colgados de las ramas de los árboles que rodeaban el pequeño estanque creaban una imagen de ensueño; como si en esa agradable noche de verano una repentina escarcha lo hubiera cubierto todo con su manto.


Nada más llegar, Pedro Alfonso había resumido aquella bella estampa en una sola palabra: «mágico». Y, en efecto, la velada prometía convertirse en un acontecimiento lleno de pura magia.


Una pequeña orquesta amenizaba la ocasión con una suave música clásica, que gracias a un sofisticado equipo de sonido parecía provenir de todos los rincones, pero sin resultar molesta. Las invitadas, espléndidas con sus vestidos de noche, se deslizaban del brazo de sus distinguidos acompañantes por las veredas iluminadas con antorchas, igual que una nube de mariposas exóticas reunidas en un instante fuera del tiempo. Lo más granado de la sociedad y del mundo empresarial se había dado cita esa noche en aquel marco extraordinario.


Paula suspiró, complacida, y empezó a relajarse; presentía que a partir de esa velada le lloverían los encargos y su suerte cambiaría, por fin.


De pie junto al americano, actuaba como una perfecta anfitriona, pero procurando en todo momento no restarle a Pedro Alfonso ni un ápice de protagonismo. Aquella era su fiesta, así que, con gracia y naturalidad, le presentaba a los invitados que aún no conocía y, con mucha discreción, se las arreglaba para que él tuviera a su alcance la frase apropiada o el nombre correcto en cada momento.


En el interior del palacio estaban dispuestas las mesas donde se serviría la cena, adornadas con velas y bellos centros de flores que llenaban el aire con una fragancia embriagadora. Había dispuesto que los invitados más importantes se sentarían en la mesa presidencial y, a pesar de sus protestas, Pedro había insistido en que ella ocupara también un lugar en aquella misma mesa. Paula se sintió muy orgullosa de él mientras lo observaba conversar con uno de los banqueros más importantes del país.


Aquel esmoquin, encargado especialmente para la ocasión, acentuaba aún más su atractivo masculino y no se le había escapado la manera en que algunas de las invitadas recorrían su espléndida figura con una curiosidad hambrienta.


Al tiempo que fingía atender lo que le contaba el hombre de pelo blanco que estaba sentado a su derecha, escuchaba la conversación que mantenía su jefe con su poderoso interlocutor, quien se mostraba muy interesado por sus palabras. Todo lo que el americano decía ponía de relieve su aguda inteligencia y sus modales resultaban impecables. Por una vez, pensó, satisfecha, Pedro Alfonso había dejado aparcada en algún lado su personalidad revoltosa; sin embargo, como si quisiera desmentir aquella idea, él alzó la vista en ese preciso momento y le guiñó un ojo con picardía y, una vez más, Paula se vio obligada a morderse el labio con fuerza para reprimir una carcajada.


La cena, servida por el cocinero más de moda en Madrid, cuyo restaurante acababa de recibir la tercera estrella Michelin, resultó exquisita. Tras los licores, todos salieron de nuevo al exterior para contemplar los espectaculares fuegos artificiales mientras los camareros retiraban las mesas, y el exquisito palacio se transformaba, en esa ocasión, en una inmensa pista de baile.


La velada transcurrió sin incidencias de importancia; saltaba a la vista que los invitados estaban disfrutando enormemente y el interior del palacio se había llenado de parejas de bailarines.


—Paula, tenemos que hablar más adelante. Mi hija se casa este año y me gustaría que tú te encargaras de organizar la boda.


—Ningún problema, Carmen, ya tienes mi número —respondió con una sonrisa. Era la tercera persona que le decía algo parecido, y se sentía feliz.


Sí, se dijo, llena de optimismo, su mala racha tocaba a su fin.


En ese momento, la orquesta comenzó a interpretar los primeros acordes de When I was your man de Bruno Mars y notó que alguien la agarraba de la cintura y la arrastraba con decisión hacia la pista.


—¡Pedro, qué susto me has dado!


—Has bailado con todos los invitados menos conmigo —protestó con el ceño fruncido—, y si no acabara de raptarte, aquel gordito que viene por ahí te habría acaparado de nuevo.


El gordito era un pesadísimo conocido de Álvaro que pensaba que, por estar podrido de dinero, todo el mundo estaba obligado a reírle las gracias.


—Entonces te debo una, jefe —respondió ella, sonriente—. Alfredo Montenegro es un petardo.


Pedro la estrechó entre sus brazos y comentó:
—Quería demostrarte que, aunque eres bajita, también podemos bailar sin problemas.


—¡No soy bajita! —negó al instante, ofendida, si bien enseguida reconoció—: Bueno, puede que un poco, pero lo que ocurre es que Sol tiene razón. Tú eres un gigante.


Pedro apoyó la mejilla sobre el cabello oscuro y declaró sin dejar de seguir el ritmo de la música:
—Sin embargo, estoy muy a gusto.


Paula recostó su cabeza en aquel inmenso pecho y reconoció que ella también estaba muy a gusto.


En brazos de Pedro se sentía segura y esa sensación resultaba muy agradable.


—Está siendo una noche perfecta, Paula —prosiguió con su seductora voz de bajo—. Te doy las gracias por el maravilloso trabajo que has realizado. He conocido a un montón de gente interesante, mis clientes de siempre están encantados y mi amigo Marcus está disfrutando como un enano; la última vez que lo vi no se despegaba de Alexia la Bella.


—Eres un hombre muy espléndido, Pedro. Me alegro de que el único trabajo para el que, de verdad, requerías mis servicios haya resultado un éxito.


Por una vez el americano se mostró prudente y se abstuvo de hacer ningún comentario, y siguieron bailando en silencio, inmersos en la magia de la noche. Paula notaba el firme latido de su corazón bajo la oreja y pensó que era uno de los sonidos más tranquilizadores que había escuchado jamás.


Tan solo quedaban un par de días para que finalizara su contrato y se dijo que iba a echar mucho de menos a ese pícaro gigante. Aquellos últimos meses habían sido trepidantes, interesantes y, sobre todo, muy, muy divertidos. 


El suspiro que exhaló se fundió con las últimas notas de la canción. De mala gana, se apartó de él y alzó su rostro para mirarlo:
—Para ser un hombre que, según él, carece de las gracias sociales necesarias, bailas de maravilla.


—No te creas. Lo que ocurre es que esta atmósfera fascinante me inspira, lo mismo que mi hermosa pareja de baile —declaró, galante.


Paula le dirigió una sonrisa traviesa.


—Está claro que ya no necesitas mis servicios, Pedro Alfonso. Esa frase no te ha podido quedar más bonita.


Con una de sus cálidas manos en la parte baja de su espalda, Pedro la condujo hacia una de las barras dispuestas estratégicamente, donde un par de camareros servían las bebidas.


—Lo digo en serio. Eres la mujer más hermosa que he visto jamás.


A Paula le sorprendió su tono, tan serio, y cuando cometió el error de mirarlo a los ojos notó que se le cortaba el aliento. 


Aquellos impactantes iris azules y hambrientos reflejaban, multiplicado por cuatro, el brillo de las luces que los rodeaban. No era el tipo de mirada que esperaba encontrar en las, habitualmente, frívolas pupilas del americano. 


Asustada, retrocedió un paso y tragó saliva, nerviosa.


Como si se diera cuenta de que había cometido un error, Pedro recogió velas.


—Bueno, eso si no contamos a tu seductora amiga Alexia, la de los dientes como perlas.


Aquel comentario jocoso borró al instante cualquier rastro de tensión del ambiente y, cuando se atrevió a mirarlo de nuevo, Paula tan solo vio al divertido compañero de siempre y volvió a respirar con normalidad, muy aliviada, diciéndose que la tenue iluminación debía haberle jugado una mala pasada.


Continuaron charlando un rato hasta que se vieron obligados a separarse de nuevo para atender al resto de los invitados. 


Paula comenzaba a sentirse algo cansada; ahora que ya podía decir que la velada había resultado un éxito, la tensión acumulada durante los últimos días y haber tenido que estar pendiente de hasta el más mínimo detalle empezaba a pasarle factura.


Decidió tomarse un respiro durante unos minutos y caminó hacia una zona del parque algo más alejada. A pesar de que seguía escuchando la música y el ruido de las conversaciones, aquel lugar, apenas iluminado por la luz de la luna que se filtraba por entre las copas de los árboles, le ofrecía la suficiente intimidad para recargar un poco las pilas antes de regresar a la fiesta a seguir atendiendo a los invitados


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