domingo, 18 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 19





Paula se recostó contra el tronco de un inmenso castaño, cerró los ojos y respiró el exquisito aroma a flores que impregnaba el ambiente. De pronto, un sexto sentido la avisó de que no estaba sola. Inquieta, abrió los párpados en el acto y miró a su alrededor, escrutando las sombras.


—Mi querida Paula…


Antes de que ella pudiera hacer el más mínimo movimiento para alejarse, la silueta elegante y amenazadora de Antonio de Zúñiga se detuvo frente a ella, cortándole cualquier posibilidad de huida. Paula se irguió todo lo que pudo, tratando de no dejarse amedrentar; en ocasiones como aquella era cuando más lamentaba su escasa estatura.


—¿Puede saberse qué haces tú aquí? —preguntó con altivez, aunque le temblaban las rodillas—. Fui yo la que se encargó de las invitaciones y te puedo asegurar que tu nombre no estaba en la lista de invitados.


Incluso en la penumbra, Paulaa distinguió unas chispas burlonas en sus ojos oscuros.


—Sabes bien que siempre consigo lo que quiero. ¿Cómo iba a perderme la que promete convertirse en la fiesta del año? Una fiesta organizada, nada más y nada menos, que por la mujer a la que deseo con toda mi alma desde que la conocí.


—La palabra «alma» en relación con un tipo como tú me parece más bien una broma pesada — replicó, mordaz, en un intento desesperado por no traicionar el temor que sentía.


Antonio de Zúñiga soltó una risa fría, cargada de amenaza, que le erizó el vello de los brazos.


—Siempre me has parecido una chica muy divertida, Paula. —Su tono era suave, pero no por ello menos peligroso—. Creo que es una de las cosas que más me gustan de ti. Sin embargo, te agradecería que, en el futuro, te dirigieras a mí con más respeto.


—Tengo que volver con los invitados. —Trató de escabullirse con rapidez, pero, al instante, el marqués de Aguilar apoyó las palmas de las manos en el tronco, una a cada lado de su cabeza, y se lo impidió.


—Si no me dejas marchar gritaré… —amenazó, con un jadeo—. No estamos tan lejos del resto.


Aunque no la tocaba, estaba tan cerca de ella que estaba empezando a sentirse mareada.


—¿Y provocar un escándalo? —El marqués chasqueó la lengua con desdén—. No creo que te convenga si pretendes que tu negocio prospere. Sabes bien que lo único que no se perdona en nuestro mundo son las escenas de mal gusto.


—¿Qué quieres ahora? —Alzó la barbilla, desafiante, a pesar de que sospechaba que si se apartaba del árbol sus piernas cederían y se desplomaría —. Ya te prometí que tendrías tu dinero. Acabo de pagarte casi todo lo que he ganado en mi último trabajo, y esta noche me han surgido numerosos encargos.


Su interlocutor deslizó el dorso de los dedos por su mejilla y su cuello en una caricia lenta que a punto estuvo de provocarle una arcada.


—A ese ritmo tardaría un par de generaciones en recuperar mi inversión, pero tú sabes bien que no es el dinero lo que quiero… —El matiz ronco y zalamero de su voz la hizo estremecer.


—¡Pues eso es lo único que vas a tener! —escupió Paula con desprecio.


El hombre observó con detenimiento la pequeña barbilla alzada con orgullo, el temor que asomaba en los grandes ojos castaños a pesar de sus esfuerzos por disimularlo, el ligero temblor de su labio inferior… Todo en aquel precioso rostro hablaba de repulsión y miedo, y aquello lo excitó aún más.


—Eres valiente, pequeña y orgullosa Paula; creo que por eso te deseo tanto. Desde que te vi al lado del pusilánime de tu marido supe que nosotros estábamos destinados a estar juntos. Lo único que tienes que hacer es mostrarte cariñosa conmigo y te aseguro que tu vida resultará mucho más agradable. —Sin más, se apretó contra ella, inmovilizándola contra la rugosa corteza del tronco que
se clavaba en su espalda desnuda, y comenzó a besarla con voracidad.


Paula forcejeó con todas sus fuerzas, pero Antonio de Zúñiga, aun no siendo un hombre corpulento, era mucho más fuerte que ella y no consiguió liberarse. Desesperada, siguió luchando contra el asalto no deseado de aquella boca cruel, hasta que, de pronto, él la soltó y el aire de la noche volvió a entrar en sus pulmones sin obstáculos.


—¿Qué demonios cree que está haciendo?


Aturdida aún por lo ocurrido, a Paula le costó asimilar la inesperada presencia junto a ella de Pedro Alfonso, quien, con una de sus enormes manazas en torno al cuello del marqués, lo sujetaba sin aparente esfuerzo.


—¡Suélteme! —exigió el otro, sin dejar de forcejear, aunque Paula apenas pudo entender lo que decía; tenía el rostro congestionado y se notaba que le costaba respirar.


—¡Suéltalo, Pedro! —suplicó ella, aún más asustada al descubrir el brillo homicida que asomaba por entre los párpados entrecerrados del americano. Al ver aquella expresión despiadada y mortal entendió, por fin, qué era lo que había conducido a un hombre humilde como Pedro Alfonso a la cima del éxito.


Por unos instantes, Paula pensó que no le haría caso, pero, finalmente, Pedro aflojó los dedos y lo liberó sin la menor delicadeza. El marqués de Aguilar se tambaleó durante unos segundos, tratando de recobrar el equilibrio, mientras se llevaba una mano al cuello, jadeante.


—¡Esto no quedará así, Alfonso! —La advertencia brotó rasposa de su garganta irritada, antes de dar media vuelta y alejarse de allí a toda prisa.


El americano se volvió hacia ella, alzó su barbilla con dos dedos y, con mucha delicadeza, pasó el pulgar por sus labios hinchados, que todavía temblaban a consecuencia de aquel beso brutal.


—Esta vez me dirás qué poder tiene ese hombre sobre ti.


Paula notó la intensa ira que burbujeaba bajo su apariencia serena y comprendió que, en esa ocasión, no dejaría que le diera largas, así que, procurando atusarse la revuelta melena con dedos trémulos, accedió:
—Está bien, Pedro, te lo diré, pero no aquí. Debemos regresar con los invitados.


—Muy bien. Cuando te lleve a tu casa será el momento de hablar. —Su tono no admitía réplica, y ella echó a andar a su lado en silencio.




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