viernes, 16 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 11





Paula no había parado de protestar desde que Pedro la había despertado a una hora intempestiva para ir a correr a Central Park. Sin dejar de mascullar imprecaciones, se enfundó la sudadera y las mallas que Candela le había prestado —en realidad, eran a mitad de pierna, pero a ella le llegaban por los tobillos— y unas viejas zapatillas, reliquias de cuando jugaba al tenis años atrás. Se recogió el pelo en una coleta y, arrastrando los pies, se dirigió hacia el salón donde Pedro la esperaba, vestido a su vez con unos descoloridos pantalones cortos de algodón y una camiseta, no muy nueva, que resaltaban las musculosas piernas cubiertas de vello claro y la anchura de sus hombros.


—Habrá que hacer algo con esas zapatillas —fue su único comentario al verla.


—No te preocupes, no será necesario. Correr no entra en ninguno de mis planes de futuro.


Pedro apoyó una mano en la parte baja de su espalda y la empujó sin contemplaciones en dirección a la puerta.


—¿Tengo que recordarte quién eres, esclava? —preguntó, amenazador, pero ella se limitó a soltar otro de aquellos gruñidos tan característicos.


Un cuarto de hora más tarde, Paula se recostaba sobre el respaldo de uno de los bancos del parque, moribunda.


—¡No puedo más! —gimoteó, sumida en una orgía de autocompasión.


Pedro daba vueltas en torno a ella sin dejar de correr.


—¡Venga, baby, cinco minutos más! ¡No puedes rendirte ahora, eso es de nenazas!


—¡Pero yo soy una nenaza! —replicó con un nuevo lloriqueo—. Me duele todo, mañana tendré agujetas hasta en las uñas. No me gusta el deporte. ¡Odio hacer deporte! Y el deporte que más odio en el mundo es correr. ¡Y deja de dar vueltas a mi alrededor, me estás mareando!


El americano sacudió la cabeza, pesaroso.


—No puedo, baby, si dejo de correr me quedaré frío, y aún nos quedan unos cuantos kilómetros.


—¡No me llames baby! —exclamó, rabiosa.


—Uy, pues sí que te pone de mal humor hacer deporte… —Pedro sacudió la cabeza una vez más y decidió cambiar de estrategia—. Al otro lado del lago, a un par de kilómetros más o menos, hay un puesto en el que venden los mejores bagels de Nueva York. Si consigues llegar hasta allí sin
arrastrarte, te compraré todos los que quieras y, además, te invitaré al café más grande que puedas beber.


A Paula se le hizo la boca agua al oírlo. ¡Necesitaba aquel café!, se dijo, y estaba dispuesta a todo para conseguirlo, así que se enderezó, se apretó la mano contra el costado derecho, que le ardía, y salió disparada en la dirección que él había indicado.


Con una enorme sonrisa, Pedro corrió detrás de ella sin dejar de admirar la manera provocativa en la que aquellas mallas rojas se ajustaban a su delicioso trasero.


El resto de la semana pasó volando. Los días seguían un mismo patrón: por la mañana temprano salían a correr al parque —al parecer Paula se había resignado, pues ya solo se la oía refunfuñar un par de veces por kilometro recorrido—, luego desayunaban por ahí y volvían al piso a ducharse.


Durante una hora más o menos, Pedro se dedicaba a hablar por teléfono y a consultar su correo electrónico mientras ella hacía lo propio, y el resto del día lo dedicaban a ir de compras. Hacía años que Paula no compraba tantas cosas, sobre todo, con esa agradable sensación de no tener que
preocuparse por el dinero que gastaba. A pesar de que la mayoría de los muebles los adquirieron en la tienda de su amiga, rebuscaron en todos los mercadillos de la zona, desde el mercado de las pulgas de Hell’s Kitchen, hasta el Soho Antique Fair and Collectibles Market, pasando por todos los bazares más o menos cutres de Chinatown.


Paula casi había olvidado lo divertido que era buscar piezas curiosas entre toda aquella amalgama de trastos más o menos viejos. Sorprendida, descubrió que a Pedro Alfonso también le divertía aquello enormemente, no por el hecho de encontrar los objetos en sí, sino porque era un maestro del regateo y, al final, siempre conseguía que el vendedor se tirara un par de veces de los pelos antes de cerrar el trato con un firme apretón de manos.


El viernes, postrados sobre las sillas de la terraza de un coqueto café y rodeados de bolsas por todas partes, Paula observó a Pedro mientras este le pedía al camarero un par de hamburguesas y dos cocacolas, y pensó que hacía mucho tiempo que no lo pasaba tan bien. Su jefe, aquel entrañable gigantón, era un hombre divertido y encantador, aunque, en su opinión, su sentido del humor estaba hiperdesarrollado. Después de la cantidad de horas que habían pasado juntos, Paula había descubierto uno de los rasgos más característicos de su personalidad: Pedro Alfonso era un bromista incorregible y, a menudo, tenía la sensación de que fingía sus frecuentes lapsus en cuestión de modales por puro divertimento.


Paula le seguía la corriente; al fin y al cabo, necesitaba aquel trabajo y si él estaba dispuesto a pagar semejante dineral por sus servicios, necesarios o no, no sería ella la que protestara. No entendía sus razones; quizá eran sus contactos a los que había echado el ojo y el resto puro afán de diversión; pero, por el momento, haría como que no se daba cuenta. Esperaba que él le explicase sus motivos antes o después; sin embargo, al escucharlo sorber ruidosamente los restos de la cocacola con su pajita, se dijo que, al parecer, sería más bien después.


—¡Pedro Alfonso, suelta esa pajita a la de ya! —ordenó, imperiosa, sin dejar de apuntarle con el dedo índice.


El grandullón que se sentaba frente a ella soltó un suspiro abatido y contestó con tono de reproche:
—Aún tengo sed y me encanta cuando los hielos comienzan a derretirse, y el agua tiene un ligero regusto a cocacola. No sé por qué debo renunciar a ello. —Le lanzó una mirada desafiante y dio otro de esos atronadores sorbos.


Paula hizo un esfuerzo para no reírse. Desde luego, aquel hombre era especial; había llegado a apreciarlo casi tanto como a Lucas o a Candela. Sin embargo, lo miró severa y alzó una ceja con altivez.


—¿Porque yo lo mando?


Los ojos azules brillaron llenos de diversión, pero él también mantuvo el rostro muy serio.


—Pensé que eras mi esclava.


—Pobre iluso… —Paula sacudió la cabeza con una mirada de conmiseración.


—Está bien, lo que tú digas, Paula, baby. —Aquella expresión de mansedumbre borreguil acabó de golpe con la seriedad de Paula.


—Eres tremendo, Pedro Alfonso —afirmó sin poder parar de reír.



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