domingo, 4 de diciembre de 2016

ENAMORAME: CAPITULO 3




Fue en ese momento en que dejé de creer en el amor. Mejor dicho, fue en ese momento que el amor me abandonó por completo.


En el amor mujer-hombre, porque tampoco me convertí en un maldito ogro de las cavernas. ¡No! solamente mi vida y mis mejores años fueron tirados a la basura junto a un hijo de puta, egoísta y cretino como pocos, que me abandonó sin previo aviso y me dejó de la noche a la mañana, en la calle.


«¡Puto acuerdo pre-matrimonial!»


Jamás pensé que ese papel sirviera para algo… y mucho menos que sirviera para tanto.


Los siguientes días Samantha no dio señales de vida y no asomó la nariz en el negocio. Pero como si se tratase de un velorio, tuve que agradecer a todos y cada uno de los clientes de la tienda, sus palabras de compasión y aliento. 


Cada vez que pasaban por el negocio, se acercaban hasta mí para saludar y preguntar cómo me arreglaría de ahora en adelante, con mis cuatro hijos y mi perro Bobby.


Uno a uno les expliqué que afortunadamente solo era un sueño… ¡MI SUEÑO!


«Mi antiguo sueño»


—Eres afortunada —me dijo un día una viejecita, quien todas las tardes venía a tomar un chocolate caliente en el salón.


—¿ Le parece que soy afortunada? —respondí mientras soltaba una risita.« Esta señora está loca» Pensé.


—Eres muy afortunada niña, porque tu sueño sigue intacto. Si hubieras tenido niños, o la casa a dos aguas, o a Bobby… ¡tu sueño se habría roto junto a tu matrimonio! Pero como nada de eso salió de la unión, digamos que es como que arrancaras una hoja de la agenda, el tiempo pasó y no volverá, pero…


Me interesó lo que la bella viejecita tenía para decirme. Buen punto señora, y buena perspectiva ¡sin dudas!


—¿Pero…? —insté para que continuara puntualizando su parecer.


—Pero tienes una hoja en blanco para ir escribiendo tu nueva historia niña hermosa. Tienes todos tus proyectos y sueños intactos por delante.


Estábamos frente a frente, ella parecía la abuelita de Caperucita… cabello blanco, anteojos en la punta de la nariz, falda de lana negra y chal de punto rojo.


—Puede ser —contesté.


—Puede o puede que no —respondió ella risueña mientras abría su pequeño monedero para pagar la consumición


Levanté la mano y la apoyé sobre las suyas. Eran suaves y estaban muy frías.


—Corre por cuenta de la casa señora ¿…? —y le regalé una sincera y agradecida sonrisa mientras aguardaba me diera su nombre.


Ella me devolvió el gesto y también sonrió.


—Soy Doris… y gracias por el chocolate caliente mi niña.


El sonido de la campanilla que anunciaba un nuevo cliente, seguido de una ráfaga de viento, surgió desde la puerta de entrada, alborotando las cortinas y los manteles de la pastelería.




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