miércoles, 16 de noviembre de 2016

AVENTURA: CAPITULO 20




El problema inmediato de intendencia fue resuelto en uno de los pubs del pueblo. Después de comer, Pedro, bien conocido por sus vecinos, fue invitado a jugar a los dardos y Paula aplaudió, entusiasmada, cuando daba en el centro de la diana.


Observándole reír con sus compañeros de juego, se sintió apasionadamente agradecida por estar de nuevo con él. 


Pero la pasión no formaba parte de la reconciliación. Al menos, por el momento.


—Lo he pasado muy bien —dijo Paula cuando volvían a la casa—. No sabía que fueras un campeón con los dardos.


—Soy bueno, pero Charlie es mejor. Y Henrietta nos gana a los dos. ¿A ti qué tal se te da?


—Regular, pero hace siglos que no juego.


Cuando estaban llegando a la casa, Pedro tomó su mano.


—¿Anoche estuviste de fiesta?


—No. ¿Y tú?


—Tampoco. Estuve aquí, solo.


—Pensé que irías a alguna fiesta en Londres —murmuró Paula.


—Podría haberlo hecho, pero no me apetecía.


—A mí no me gustan las fiestas de Nochevieja —confesó ella—. Para mí, hay algo muy triste en el paso del tiempo.


—Entiendo —murmuró él—. ¿Quieres un café? —le preguntó cuando llegaban a la casa.


—Prefiero un té.


—Entonces, un té. Yo quiero lo que tú quieras. Siempre.


Paula se quedó pensativa. «Siempre» era mucho tiempo.


Cuando salieron del coche, Pedro sacó algo del capó.


—¿Qué es esa misteriosa caja?


—Se me había olvidado que la señora Holmes me había regalado un pastel.


—¿Quién es la señora Holmes?


—El ama de llaves de Charlie.


—Qué maravilla. Ya tenemos merienda.


Tomaron el té y varios pedazos de pastel, pero no hablaron mucho. La conversación estaba agostada, marchita. Ninguno de los dos parecía tener muchas ganas de hablar.


—¿Qué hiciste anoche? —preguntó Pedro.


—Vi un par de películas antiguas y a las doce tomé una copa de vino.


—Deberíamos haber estado juntos —murmuró él, con amargura.


—Fuiste tú el que se marchó.


—Y con razón. Tu rechazo fue un golpe terrible.


—Rechacé tu propuesta, Pedro, no a ti. Aunque no me gustó que hubieses planeado mi vida sin contar conmigo. Pero supongo que es normal, estás acostumbrado a dar órdenes.


—Pensé que te gustaría vivir en Londres, sencillamente.


—Sí, pero si vendo mi negocio y mi casa, ¿qué me queda para cuando...?


—Para cuando encuentre a una mujer que pueda darme esos míticos hijos, ¿no?


—Cuando no estemos juntos.


—Eso no va a pasar —exclamó Pedro, tomándola por los hombros—. Me llamo Alfonso, no Morrell. No sé qué hizo ese canalla para destruir tu fe en los seres humanos, pero es hora de dejarlo atrás. Vamos a estar juntos, casados o no. Te quiero, Paula. Nada cambiará eso. Te lo juro.


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas.


—¿Y qué pasará cuando tengas que dejarle Alcom a tu heredero?


—Yo no tengo sobrinos, como Charlie, pero tengo un par de primos que estarían encantados de heredar la empresa —suspiró él, soltándola y haciendo una mueca al ver que le había dejado marcados los dedos—. Perdona, cariño —murmuró entonces, besando las marcas—. Como has dicho que querías que nuestra relación fuese más moderada, no te he besado en los labios.


Ella levantó la cara, como una invitación, pero en lugar de besarla en los labios, Pedro besó su mejilla tiernamente.


—Feliz año nuevo, cariño. Te lo digo de corazón.


—Feliz año nuevo, Pedro. Ahora estoy segura de que lo será.


Por fin, él la besó, con ternura, borrando toda la angustia de los últimos días.


—Vamos a hacer un trato. En el futuro, todas las peleas, las discusiones y los desacuerdos deben ser seguidos de inmediato por una reconciliación.


—Trato hecho.


Fue un día muy diferente de los otros que habían pasado allí. Pedro, Paula se percató enseguida, se había tomado a pecho lo de que su relación fuese un poco más moderada. Charlaron, leyeron el periódico, escucharon música y luego vieron la televisión.


Por un lado, Paula se alegraba, por otro...


—¿Tienes un cepillo de dientes para mí?


—¿Quieres irte a la cama?


—Es que no he dormido mucho últimamente.


—Dame unos minutos para cambiar las sábanas. No esperaba tener compañía —sonrió Pedro.


—Lo haremos juntos.


La complicidad de cambiar unas sábanas alivió un poco la tensión. Pero Pedro no encontró un cepillo de dientes para ella.


—Si no te importa, usaré el tuyo.


—Será un honor. Incluso puedes usarlo tú primero. Soy un caballero, al fin y al cabo. ¿Qué más necesitas?


—Un albornoz, una camiseta y unos calzoncillos limpios, por favor.


—Ahora mismo. ¿Algún color en particular?


—Elige tú.


Pedro volvió con una camiseta blanca, calzoncillos azul marino y un albornoz de algodón granate que aún estaba en la bolsa de la tienda.


—Un regalo de mi madre.


—Muy bonito —sonrió Paula, poniéndose de puntillas para darle un beso—. Gracias.


Pedro la sujetó para darle un beso en los labios que los dejó a los dos sin aliento y luego le dio un azote en el trasero.


—Mala, ve a ducharte.


Después de la ducha, Paula pensó que debía tomar una decisión. Ponerse los calzoncillos y la camiseta, y ofrecer un aspecto completamente ridículo, o aparecer en la habitación sólo con el albornoz, que era más bonito y que, además, dejaría claro lo que esperaba de Pedro esa noche. Al final, se decidió por esto último.


Cuando entró en la habitación, Pedro estaba ya en la cama, viendo las noticias.


—La mujer de rojo —sonrió—. Te queda mucho mejor a ti, seguro. ¿Qué tal la camiseta?


—No me la he probado. Pensé que querrías ducharte antes —contestó Paula. Una excusa tontísima, claro.


—¿Qué recomiendas, una ducha fría o caliente?


—Caliente, caliente. Y no tardes mucho.


—¡Cinco minutos!


Cuando Pedro reapareció, en menos de cuatro minutos, con una toalla en la cintura, el albornoz estaba sobre una silla, la televisión apagada y Paula en la cama, cubierta con el edredón hasta la barbilla.


—Qué rápido


—¿Qué esperabas? —sonrió él, tirando la toalla antes de meterse en la cama—. Un hombre no puede esconder sus necesidades básicas.


—Ni una mujer, con el hombre adecuado...


Pedro la abrazó, con tanta fuerza que casi le hacía daño.


—¡Te deseo tanto!


Se besaron como desesperados mientras él la acariciaba. 


Pedro encontró el pequeño capullo escondido entre los rizos y lo acarició hasta que Paula dejó escapar un suspiro que lo volvió loco. Casi no tuvo tiempo de colocarse entre sus muslos, pero ella lo sujetaba con fuerza, como si no quisiera soltarlo nunca. Terminaron enseguida, pero después se quedaron uno en brazos del otro, saciados, incapaces de separarse.


Por fin, Pedro levantó una mano para acariciar su pelo y Paula cerró los ojos, dando las gracias por estar de nuevo con el amor de su vida.


A la mañana siguiente, Pedro despertó a Paula exigiendo que se quedara con él hasta el último momento y ella asintió, medio dormida.


—Yo tendré que irme de madrugada, pero tú puedes quedarte...


—Cuando tú te vayas, me iré yo.


Pedro la abrazó con fuerza.


—Ojalá pudieras venir conmigo a Londres.


—Pienso ir... dentro de quince días —le recordó ella—. Iré el sábado por la tarde...


—¿Y te quedarás hasta el lunes por la mañana? Puedes tomar el primer tren. Si me dices que sí, te invito a comer en un sitio especial.


—No tengo ropa para un sitio especial —protestó Paula.


—No tienes que ponerte nada elegante para ser especial. De hecho, yo te prefiero así, como estás ahora mismo.


Hicieron el amor, despacio, con ternura, como no habían sido capaces de hacerlo por la noche. Luego, se miraron a los ojos.


—Te quiero, Paula —murmuró Pedro, en un tono que no había usado antes.


—Yo también —dijo ella, escondiendo la cara en su pecho.


El «sitio especial» era un pub muy antiguo, con un techo tan bajo que Pedro tuvo que agachar la cabeza mientras pasaban del bar al comedor.


—Es un sitio muy curioso —sonrió Paula.


—Lo mejor de este sitio es la comida, ya lo verás. Me trajeron Charlie y Henrietta hace años y me quedé impresionado.


—Espero que tengas razón. Estoy muerta de hambre.


—Deberías haber desayunado.


—Me temo que no ha habido tiempo —rió ella.


—Es verdad. Y me alegro.


Pidieron cordero macerado en vino tinto y servido sobre una cama de verduritas. Paula se quedó extasiada.


—Estaba riquísimo —le dijo Pedro a la camarera—. Dígaselo al cocinero de mi parte.


En ese momento, se percató de que Paula tenía una expresión muy rara.


—¿Qué pasa?


—No me lo puedo creer. Acaba de entrar Patricio Morrell.


—¿Quieres que nos vayamos?


—¿Te importaría? Prefiero tomar café en tu casa.


Pero al salir, Patricio se levantó para saludarlos.


—Hola —murmuró Paula, resignada.


—Hola. ¿Qué hacéis por aquí? He leído un artículo sobre este sitio en la prensa y he venido para comprobar si era tan bueno como decían. Supongo que a vosotros os ha pasado lo mismo.


—No, yo conozco este sitio desde hace años —contestó Pedro.


—Bueno, como nadie me presenta, me presentaré yo misma —dijo la chica que iba con Patricio—. Soy Annette Hughes. 
Trabajo con el padre de Paul. Encantada de verte, Paula.


—Lo mismo digo. Te presento a Pedro Alfonso, el responsable de las nuevas salas de cine.


—Ah, he leído algo sobre ti en el periódico. ¿Cuándo empiezan las obras?


—Mañana —contestó Pedro—. Si nos perdonáis, tenemos que irnos.


—¿A casa? —preguntó Patricio.


—No, vamos a pasar el día en casa de Pedro, en Eardismont —contestó Paula.


Cuando salieron a la calle, Pedro estaba sonriendo.


—Le has dejado de piedra.


—¿Te importa?


El la tomó en sus brazos y la besó delante de cualquiera que quisiera mirar.


—No, cariño, en absoluto. Pero a Morrell sí le importa. Supongo que sabrás que sigue desesperadamente enamorado de ti.


—Desesperadamente, tú lo has dicho.


—¿Nos vamos a casa?


—Vámonos, cariño —sonrió Paula.


—Si vuelves a llamarme cariño, no respondo


—Entonces, lo dejaré para cuando lleguemos a casa —rió ella.


—¡Te lo voy a recordar!


Durante el resto del día no hicieron nada más que dar un paseo y comprar algo de comida en el pueblo para la cena.


 Pero cada momento era tan valioso...


—Ojalá pudiera cristalizar cada minuto, para recordarlo cuando estemos separados —suspiró Paula.


—Si vinieras conmigo a Londres, no tendríamos que estar separados.


Era una idea que empezaba a monopolizar los pensamientos de Paula, pero aún no había tomado una decisión.


Esa noche hicieron el amor con enfebrecida intensidad, como si la inevitable partida añadiera una nueva dimensión a su deseo.


Se levantaron muy temprano y cuando Pedro estaba listo, vestido con un traje de chaqueta, se volvió hacia Paula.


—¿Qué tal estoy?


—Impresionante —contestó ella, aclarándose la garganta—. No voy a salir a despedirte. Te diré adiós aquí.


Pedro la abrazó.


—Estaré en la estación el sábado, dentro de dos semanas. No pierdas el tren, por favor.


—No lo haré. Conduce con cuidado, cariño.


—Te llamaré esta noche —le prometió él. Se abrazaron un momento y luego Pedro tomó su bolsa de viaje y salió de la casa. Paula oyó el ruido del motor y, apretando los labios para no llorar, se asomó a la ventana para tirarle un último beso.







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