miércoles, 12 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 9





En cuanto su hermosa boca tomó la de ella, Paula se sintió invadida por un fortísimo sentimiento que la recorrió con la fuerza de un huracán. Nunca había experimentado ni de lejos algo que le hiciera perder la cabeza de ese modo.


Totalmente incapaz de pensar racionalmente, sintió que su instinto la dominaba y separó los labios para proporcionarle acceso a la suavidad de su boca. Todo su cuerpo se estremeció mientras él deslizaba los brazos desde sus hombros a su diminuta cintura para fundirla con su cuerpo grande y poderoso.


Ya la habían besado con anterioridad, pero nunca así, como fuego y miel, provocando en cada célula de su cuerpo una respuesta descontrolada a aquella lengua que exploraba su boca con enorme sensualidad. Inconscientemente, Paula le acarició el cuerpo bajo la fina tela de la camisa, y se aferró a sus hombros con furia al sentir una erección dura y caliente contra su vientre tembloroso.


Reducida a un cúmulo de sensaciones, levantó las caderas para apretarse contra él, movida por una urgencia febril e instintiva. Lo escuchó gemir, recorrido por un largo estremecimiento, y cuando le posó las manos en las nalgas para acercarla aún más, la sangre empezó a arderle en las venas y un feroz deseo comenzó a latir insistentemente en el interior de su cuerpo.


Paula jamás había conocido sensaciones como aquéllas. 


Extasiada, deslizó las manos por su imponente torso, dirigiéndolas torpemente hacia los botones de su camisa, porque sentía la necesidad de estar aún más cerca de él. Él sentía lo mismo y ella lo supo porque movió las manos con impaciencia sobre su vestido y, tomándolo del borde, empezó a deslizado hacia arriba. La parte de su mente todavía capaz de un mínimo pensamiento racional se percató de que a él le consumía la misma pasión que se había apoderado de ella. ¡Y era maravilloso!


Hasta que Pedro levantó la cabeza con un gemido, apartándola de él.


Luchando por recuperar el resuello y paralizada por la impresión, Paula quedó atrapada en la profundidad insondable de sus ojos. Pensó que podría hundirse en ellos. 


Se sentía aturdida, con el cuerpo hormigueante y sensible, recuperándose aún de aquel conmovedor arrebato de pura pasión.


—Deberíamos irnos ya —le recordó Pedro en un murmullo. 


Su mano vacilante tomó la de ella y contempló su cuerpo atrayente y receptivo, sus ojos brillantes y sus mejillas arreboladas.


No sabía con certeza qué era lo que había pasado. Sentía que le ardía todo el cuerpo y dejó escapar un: «Ha sido increíble» que lo dejó de una pieza, porque no había querido hacerle conscientemente aquella confidencia. No sabía de dónde había salido, sencillamente la había pronunciado, como si hubiese entre ellos un vínculo, una pasión íntima y profunda.


Inspiró profundamente. Antes de aquel momento nunca había descuidado sus comentarios y siempre había despreciado a las personas que hablaban sin pensar en las consecuencias de sus palabras.


Por suerte, tuvo el buen tino de cerrar la boca y no decir que, si su madre no les hubiese estado esperando ansiosa, aquel beso les habría llevado más lejos: a algo totalmente distinto, y en la cama. Y decir algo así habría sido nefasto. Él vivía ateniéndose a sus propias reglas, y una de ellas dictaba que las empleadas, por muy atractivas que fuesen, estaban terminantemente prohibidas.


Trató de consolarse pensando que al menos había alcanzado su primer objetivo: Paula Chaves era en aquel momento la viva imagen de una azorada futura esposa; suave, rosada y dispuesta a derretirse en sus brazos a la primera oportunidad. Pero reconoció intranquilo que aquello no le satisfacía tanto como pensaba.


Por suerte, durante el paseo hasta el pequeño salón de la planta baja le dio tiempo a recuperar las riendas de su libido. 


Pensó que lo que había ocurrido había sido un arranque de lujuria. Llevaba bastante tiempo sin estar con una mujer, y ver a Paula Chaves en toda su delicada y prometedora desnudez había encendido su deseo como una llama enciende la gasolina.


Dadas las circunstancias, su decisión de besarla sin más pretensión había sido lógica en un primer momento. Que aquello resultara en una pérdida de control por su parte, y puede que por la de ella también, había sido lamentable. 


Pero totalmente comprensible dado que llevaba meses de abstinencia.


Gracias a Dios, su voz volvió a sonar con normalidad cuando se detuvo ante una puerta de madera labrada y le advirtió:
—Sé tú misma y quedará encantada contigo.


Paula bajó a tierra de golpe y su cabeza embotada se aclaró a la velocidad de la luz. ¿Estaba siendo sarcástico? Por supuesto, ¿qué si no? Ser ella misma quería decir ser una chica corriente, trabajadora y simplona. En resumen, el tipo de mujer al que no prestaría mayor atención. Y él lo sabía.


Y aun así… el recuerdo de aquel beso ardió en su cerebro. 


Al revivir la avidez con que había reaccionado se sonrojó por complejo y supo que estaba a punto de hundirse en la más sofocante de las vergüenzas. Pero se defendió diciéndose que no era la única que había tenido esa reacción.


Él la había besado con intención. Apasionadamente. Dada su ocupada vida, no había tenido tiempo para pretendientes, pero no era estúpida. Sabía cuando un hombre estaba excitado. Y él lo estaba. Así que aquello tenía que significar que había esperado recibir algo más que simples besos.


Se sintió acalorada y respiró con dificultad. Fue terriblemente consciente de que él la miraba con ojos brillantes y escrutadores y encorvó los hombros, esperando que aquella postura escondiese la vergonzosa erección de sus pezones hormigueando bajo la blusa.


—Levanta la cabeza —le dijo mordazmente, irritado porque parecía una mujer a punto de enfrentarse a un pelotón de fusilamiento más que la encendida novia de hacía un instante. Entonces, recordando que tenía que tratarla con delicadeza, le dijo con suavidad—: ¡Nadie te va a comer, cara! Deja que sea yo el que hable. Y recuerda que estaré a tu lado, sosteniendo tu mano.


¿Decía aquello para tranquilizarla? Paula decidió sardónicamente que no iba a surtir efecto, porque su proximidad la intranquilizaba. Era vulnerable, demasiado consciente de su atractivo sexual. Y, después de lo que había pasado, se percató de lo fácilmente que él podía echar por tierra su endeble resistencia. El pánico se apoderó de ella.


No era tonta, sabía que ni siquiera le gustaba. Más bien lo irritaba. En condiciones normales, él no se habría acercado a ella ni de lejos porque estaba por debajo de sus altivas preferencias. Pero al verla desnuda había decidido que la había comprado y pagado, así que ¿por qué no disfrutar de un poco de acción durante un par de semanas? El problema era que, visto lo que había ocurrido en su habitación, ella no iba a ser capaz de desanimarle en ningún momento. No pudo evitar estremecerse, odiando lo que acababa de descubrir sobre sí misma.


Abriendo la puerta, Pedro soltó su mano y deslizó un brazo por sucintara, atrayéndola hacia él cuando atravesaban juntos el umbral de una elegante habitación de paredes y cortinas blancas, tapicería crema y jarrones de cristal cargados de flores fragantes en cada una de las superficies disponibles.


Al ver a aquella señora de pelo cano sentada en una mesa junto a la ventana, Paula sintió que el corazón se le retorcía en el pecho. Inspiró profundamente y deseó esfumarse en el aire. La situación se hacía más y más temible a cada instante y ella se sentía aterrorizada con el papel que le había tocado interpretar.


La sonrisa radiante con que le recibió la signora Alfonso le hizo sentirse aún peor, pero, como si lo detectara, Pedro apretó su cintura para animarla y avanzó, inclinándose para abrazar a su madre y besar la pálida piel de su mejilla.


—Mamma, siento haberte hecho esperar. Ha sido culpa mía. Estando con Paula olvido lo rápido que pasa el tiempo.


Había obviado el formal «Madre», y Paula se asombró del cambio que se había producido en él. Su voz era tierna, su sonrisa amable y su respeto evidente. No se parecía en nada al hombre que ella conocía: un hombre impaciente, crítico y normalmente frío que no cedía ante nadie.


Era obvio que adoraba a su madre y que se preocupaba mucho por ella. Contra todos sus principios, Paula entendió a regañadientes sus pretensiones. Y las comprendió. O casi.
Seguía pensando que mentir no estaba bien, pero Pedro estaba convencido de que lo mejor para tranquilizar a su delicada madre era fingir que ya había resuelto su futuro con la mujer de su elección.


Cuando la anciana le tendió su mano pálida y delgada, Paula sintió el corazón golpeándole las costillas. Su sonrisa era cálida, pero su voz sonó débil cuando dijo:
—Paula, es maravilloso conocerte al fin. Ven, siéntate a mi lado. Pedro me ha hablado mucho de ti.


Pedro sonrió animándola, pero Paula descubrió la tensión que él escondía y, a pesar de lo desagradable que encontraba engañar a una mujer tan frágil, aquello le proporcionó la fuerza necesaria para avanzar, sentarse en una de las sillas vacantes alrededor de la mesa, sonreír y hacer su papel.


—Yo también me alegro mucho de conocerte —le dijo saludándola, porque Pedro, que se encontraba detrás de ella y posaba las manos sobre sus hombros, se veía terriblemente preocupado por su madre, y al verla de cerca Paula entendió por qué.


Parecía que la más mínima brisa pudiese desintegrar el frágil cuerpo de la signora Alfonso. Más que la cicatriz que le recorría la línea del pelo, que sanaría y acabaría por desaparecer, eran las arrugas de cansancio y fatiga que marcaban su otrora bello rostro las que revelaban la historia de una mujer que llevaba mucho tiempo cansada de vivir.


El sensible corazón de Paula se encogió mientras cubría el opulento anillo familiar con los dedos de la otra mano y le espetó con sinceridad:
—Acaba de pasar por una importante operación, signora. ¡Necesita descanso, paz y tranquilidad en lugar de visitas! —y, a pesar del apretón de advertencia de Pedro sobre sus hombros, siguió hablando, hablando con toda la sinceridad que le estaba permitida, porque necesitaba salir de allí. Necesitaba poner la mayor distancia posible entre ella y el hombre que podía hacerla comportarse como una mujerzuela sedienta de sexo—. Le dije a Pedro que dadas las circunstancias no me parecía razonable venir a visitarte ahora. Podíamos haber esperado a que recobraras las fuerzas —consiguió decir con una sonrisa, esperando que fuese interpretada como de complicidad—. Pero ya sabes lo terco que puede llegar a ser tu hijo. Aun así, creo que lo mejor será que me marche mañana o pasado mañana y no te importune en tu convalecencia.


Paula sonrió suavemente, esperando que la anciana estuviese de acuerdo, pero sus esperanzas quedaron frustradas al oírla pronunciar con decisión:
—¡Tonterías! Conocer a la prometida de mi hijo es la mejor medicina que podría tener. ¡La única alegría en un año terrible! —sus ojos pardos brillaban con determinación—. Y hace falta tiempo para llegar a conocerse, si? De hecho, esperaba que mi hijo te convenciese para que te quedases con nosotros mucho más que las dos semanas que me había prometido. ¡Tenemos una boda que preparar!





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