miércoles, 12 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 8






Al entrar en el jet privado de Alfonso, y sintiendo la mano de Pedro insistirle con suavidad en la espalda, como si le recordase, por si lo necesitaba, que había llegado demasiado lejos como para echarse atrás, Paula se sintió terriblemente mareada. Se debía en parte a los nervios por lo que tenía por delante: un desagradable engaño; y en parte, y para ser honestos, a que Pedro estaba siendo amable con ella.


Se había acostado con aquel cumplido sobre su peinado retumbándole en los oídos y haciéndole arder la piel, completamente asombrada de que él se hubiese percatado de algún aspecto positivo de su apariencia.


Podía superar aquello, claro que podía, pero al presentarse por la mañana con el carísimo traje de lino crema y las sandalias de tacón que había elegido para el viaje, él la había mirado con tal anonadada aprobación que su determinación se había echado a perder.


Y sobre todo al ver que se le acercaba y le levantaba la barbilla, sacando un pañuelo para retirarle con suavidad el maquillaje de labios que con tanto esmero se había aplicado.


Al sentir el roce de sus dedos, fríos y delgados, y el suave movimiento de la tela sobre sus labios, había dejado de tener pensamiento razonable alguno.


Los ojos de él, ocultos tras las espesas y oscuras pestañas, se habían concentrado en su labor, y su hermosa boca había sonreído ligeramente, haciendo que cada centímetro de su cuerpo en tensión se sintiera impulsado a acercarse más a aquella fuerza dominante y masculina. Casi se desmaya al ver que le pasaba suavemente un dedo por los labios abiertos y le decía en el tono más profundo que ella había escuchado jamás: «Tienes una boca preciosa, de labios suaves y carnosos. Rosada e incitante. Cubrirla de este rojo chillón es un pecado».


«Incitante»: ¿Qué había querido decir con eso? ¿Qué quería besarla? Su corazón había empezado a latir con fuerza, agitando su respiración.


Había tragado saliva.


Realizando un débil esfuerzo, que él podría haber detenido con sólo chasquear los dedos, se había obligado a apartarse de aquella tentación.


¡Por supuesto que no había querido besarla! ¡Cómo si lo viera! Lo que había estado haciendo era algo obvio.


Ella podía establecer con exactitud el momento en que había empezado a tratarla como una mujer de carne y hueso: justo después de que le dijese que no podía comportarse con él como si fuese un amigo porque lo único que hacía era pisotearla. Pedro Alfonso estaba volviéndose encantador con el único propósito de volverla más dócil, ¡lo tenía totalmente calado!


Aun así, los músculos de su estómago se encogieron cuando él se inclinó para abrocharle el cinturón de seguridad. Pudo ver cada poro de su piel, su mandíbula sombreada, el brillo de sus ojos. Aspiró el aroma mineral de su loción de afeitado y se sintió aturdida.


¡Era tan peligroso!


Pero se recordó severamente que lo sería únicamente si ella se lo permitía, ¡y no iba a permitirlo! Podía ser lo suficientemente fuerte como para ignorar toda aquella carga sexual.


Conforme el avión se deslizaba por la pista se consoló con este pensamiento reconfortante y una vez en el aire se apresuró a desabrocharse el cinturón para evitar que se le acercara a hacerlo él mismo. Cuando él se giró hacia ella en el asiento, se sintió tan orgullosa como si acabara de ganar una medalla olímpica al oírse decir en tono frío y casual:
—¿No dijiste que querías trabajar? Pues adelante. A estas alturas, no pienso molestarte ni ponerte objeción alguna.


—Me alivia oírte decir eso.


Voz cálida e, incluso, una sonrisa. Con los nervios de punta, Paula miró fijamente hacia delante. Mirarlo siempre acababa por causarle problemas.


Ella tenía un perfil delicioso. Largas pestañas sobre unos ojos grises y enormes, nariz ligeramente apuntada, labios carnosos y apretados, ¿sería aquello un signo de aprensión? 


Por primera vez, se compadeció, porque ella no deseaba la situación a la que él la había arrastrado. Debía facilitarle las cosas.


Reconoció, mirando hacia atrás, que había habido además otras novedades. Como darse cuenta del favorecedor peinado que enmarcaba su traviesa carita. Y aquella mañana se había sorprendido ante su aspecto, cosa que nunca había ocurrido con anterioridad. Sin pantalones de obrero ni jerséis informes, aquella chica delgaducha se había revelado como una deliciosa Venus de bolsillo. El magnífico corte del traje que había escogido para el viaje se ajustaba a su pecho, pequeño pero bien formado, y acentuaba su diminuta cintura marcando la curva femenina de sus caderas.


Un halo de lo que sólo podía llamarse orgullo le recorrió acaloradamente las venas. Era él quien había conseguido aquella impresionante transformación y Madre no tendría problema alguno en creer que aquella mujer era la que él había escogido para convertirse en su esposa.


Con las sesgadas mejillas ligeramente sonrosadas, él trató de meterse la mano en un bolsillo. Ella miraba las nubes por la ventanilla y al notar que él le rozaba el brazo se tensó. 


Cautelosa. Como un gato que no sabe de dónde le llegará la siguiente patada.


Frunció el ceño. Madre di Dio! ¿Tan mal la había tratado a causa de su fuerte carácter? Aquello tenía que cambiar. Su madre era muy estricta moralmente hablando. Era protectora, tradicional y deploraba lo que ella llamaba «la relajación de la generación más joven», pero aun así, ¡seguramente esperaba que una joven pareja recién comprometida se tocara!


—Paula —aquel nombre cayó suavemente de sus labios y logró que ella se girase con los ojos muy abiertos. La tomó de la mano, detectando su nerviosismo—. Ponte esto —al deslizar el anillo en su dedo, Paula se estremeció. Un escalofrío le recorrió de arriba abajo la espalda al oírle decir amablemente que había pasado de generación en generación por todas las novias de los Alfonso y que su madre esperaría ver que lo llevaba puesto.


El diamante era sencillamente enorme, engastado en oro viejo y rodeado de zafiros. ¡Un atrezo tremendamente caro para una sucia y vil comedia! Todo su interior volvió a rebelarse de nuevo.


Ignorando con firmeza el estremecimiento que había experimentado al ver que el apuesto y atractivo Pedro Alfonso introducía aquel anillo en su dedo, intentó buscar una objeción propia de él, ya que la verdadera no afectaría en lo más mínimo a aquel hombre que no parecía tener conciencia y que creía tener siempre la razón.


—Es demasiado grande. No puedo llevarlo. Lo perdería, y debe de valer una fortuna —dijo, intentando quitarse el anillo que simbolizaba aquel vergonzoso compromiso.


Él cerró las manos sobre las de ella.


—Haré que lo ajusten —como todo en ella, sus manos eran diminutas y sus dedos largos y delgados. 


Sorprendentemente, sentir aquellos dedos bajo los de él le hizo sentirse terriblemente protector.


—No puedes hacer eso —señaló Paula despreocupadamente, naciendo lo posible por ignorar cómo su piel ardía sobre la de ella—. Sé que por ahora no quieres casarte, pero algún día querrás hacerlo. Y entonces, tendrás que volver a agrandar el anillo para ajustado a un dedo más grande que el mío.


Mirándola mordazmente, curvó en una sonrisa su boca sensual y le dijo en tono socarrón:
—¡Nunca me casaría con una mujer de dedos gordos! 
Llévalo por el momento. Una vez que mi madre te lo vea, le diré que hay que arreglarlo. Sé lo que hago, créeme.


Él todavía sostenía su mano. Cuando ella intentó liberar la suya la apretó un poco más y el flujo de sensaciones que la recorrieron la hicieron abstraerse de tal modo que tuvo que luchar por concentrarse para poder decirle con seriedad:
—Creo que no… no sabes lo que estás haciendo. De veras. Piénsalo: ¿cuánto puede durar un largo compromiso? ¿Un par de años? ¿Diez? En algún momento tendrás que decirle que se ha roto. Y entonces, ¿cómo se sentirá? ¡Muy decepcionada porque sus anhelos por verte sentar cabeza y darle nietos habrán sido en vano!


Él liberó su mano y Paula sintió que se volvía frío y distante. Su rostro se tornó sombrío y le dijo con voz crispada:
—Estaría rebosante de alegría si creyera que a Madre le quedan dos años de vida —dándose la vuelta, recogió su maletín, ignorándola a ella y a aquella conversación.


Pero Paula, cuya impresionable compasión estaba profundamente implicada en esta historia, no estaba preparada para aceptar su rechazo. El pobre estaba terriblemente preocupado por su madre y, a pesar del éxito de la operación, todavía creía que no viviría mucho tiempo más. Retorciéndose en su asiento para mirarlo de frente, le dijo con suavidad:
—Quieres mucho a tu madre, ¿verdad?


—Por supuesto —y lo decía de corazón.


Así que la dura nuez era blanda en su interior. Dispuesta a explorar el fenómeno, a entenderlo mejor y perdonarle el pecado de coacción, lo presionó:
—¿Y harías cualquier cosa para hacerla feliz?


—De eso es de lo que trata todo esto —soltando el maletín, se giró bruscamente para mirarla de frente con ojos burlones—. ¡No me digas que lo has olvidado! ¡No pensarás que estoy pasando por esta charada por disfrutar del placer de tu compañía!


Enseguida, Pedro se arrepintió de sus palabras. Ella lo miraba como si acabara de abofetearla. Pero lo que le había dicho era totalmente cierto, y si se sentía dolida, mala suerte. 


No estaba acostumbrado a tratar con delicadeza los sentimientos de empleados que recibían un sueldo generoso para hacer lo que se les pedía, y Paula Chaves y su organización benéfica iban a recibir una compensación más que generosa.


Encogiéndose ligeramente de hombros, Pedro volvió a agarrar el maletín y se dispuso a trabajar.


Aparte de explicarle que, durante su recuperación, su madre se alojaba con su enfermera y dama de compañía en la villa familiar situada en unas colinas más allá de Florencia, Pedro permaneció en silencio durante todo el trayecto que realizaron en su elegante y pulcro Ferrari a través de la Toscana.


Él la trataba como si fuera invisible, pero Paula se dijo que aquello no le importaba. Era mucho mejor que la ignorase a que fuese amable con ella, porque cuando la halagaba, le sonreía o le agarraba la mano, y para su vergüenza, ella se volvía sensiblera y olvidaba muy pronto lo manipulador que podía llegar a ser. En el tema de su madre poseía un ligero punto de sensibilidad que lo redimía, pero bajo su impresionante apariencia lo que se escondía en realidad era una persona de mal genio, impaciente, arrogante y falta de escrúpulos. Puede que fuera una persona intelectualmente capacitada para los negocios, pero disfrutaba haciendo caso omiso de los sentimientos de aquellas personas a las que consideraba inferiores suyos.


Con esta reflexión en mente, se dijo que tenía que recordar que Life Begins se beneficiaría enormemente de aquella aportación económica. Su tía abuela dormiría mejor y ella, cuando todo acabase, se dedicaría a trabajar duro e intentar olvidar el papel que había interpretado para salvar la organización.


En cuanto a las dos semanas siguientes, bien, intentaría superarlas lo mejor que pudiese. Quizás, si se presentase como el tipo de mujer que la signora Alfonso no aceptaría en su familia, no se sentiría muy afectada cuando su odioso hijo le dijese que se había roto el compromiso. ¡Y ella se sentiría enormemente aliviada!


Podía fingir ser una auténtica loba fría y severa que se mostraba animada únicamente a la hora de preguntar por la fortuna de Pedro; o una auténtica zafia que hablaba con la boca llena, reía estridentemente por cualquier estupidez, se rascaba y eructaba. Barajando las opciones, Paula sentía que controlaba la situación y que se vengaba de Pedro por obligarla a aquel engaño.


Sonreía sin duda con aquellas elucubraciones, pero su sonrisa desapareció en cuanto él la miró con ojos penetrantes y le dijo que habían llegado, cruzando dos inmensas verjas de seguridad que se abrieron a su paso.


El sendero, amplio y sinuoso, estaba flanqueado por altos cipreses que sombreaban la grava, y las divertidas imágenes mentales que Paula se había estado haciendo desaparecieron dando paso a una profunda inquietud. 


Aquello era serio, y ella sabía que sería incapaz de interpretar el papel de prometida de aquel hombre tan amedrentador y cambiar al mismo tiempo su forma de ser.


Con el alma en los pies, contempló la inmensa villa encalada. Las enormes ventanas brillaban con el sol de la tarde, y a ambos lados de las escaleras de entrada reposaban unas jardineras gigantes llenas de flores.


La puerta se abrió y por ella salió un criado delgado y con chaqueta blanca que corrió hacia el coche en el momento preciso en que éste se detuvo. Saliendo del vehículo, Pedro se puso a hablar en italiano y Paula se quedó sentada en su asiento como un equipaje olvidado. Las únicas palabras de Pedro que logró descifrar fueron referencias a su madre.


La impresionante villa resultaba intimidante. Era un palacio digno de personas tremendamente ricas. ¿Cómo podría ella, una sucia y pobre trabajadora de la beneficencia, pretender siquiera fingir que encajaba en aquel lugar? Por enésima vez, deseó no haber accedido a meterse en aquel embrollo. 


Apretó los dientes y siguió adelante lo mejor que supo.


Cuando Pedro se acercó a su lado del coche, abrió la puerta y le tendió la mano para ayudarla a salir, ella sólo deseaba agazaparse en el asiento y negarse a moverse lo más mínimo.


La tierna sonrisa prefabricada de Pedro se tensó al leer en el rostro de ella que ésta se rebelaba. Paula exhaló un suspiro, reacia a aceptar su ayuda. Después de todo, había hecho un trato con aquel diablo divinamente trajeado y nunca faltaba a su palabra, así que de nada servía hacerle enfadar.


—Mario subirá el equipaje a tu habitación —rodeó con el brazo su estrecha cintura—. Te sugiero que vayas a asearte un poco mientras saludo a mi madre. Intenta recordar que se supone que estamos loco el uno por el otro.


Aquella afirmación bastó para que a ella se le revolviese el estómago y le temblasen las rodillas.


Paula se dio cuenta de que lo único que la mantenía en pie era el brazo con que él la rodeaba mientras la conducía a la entrada de la casa. Sus piernas se tambaleaban y un millón de mariposas le bailaban en el estómago. Sólo logró esbozar una sonrisa vacilante cuando él le presentó a una sonriente señora de mediana edad.


—Ágata es mi ama de llaves. Habla inglés a la perfección. Acude a ella si necesitas cualquier cosa —su sonrisa se hizo aún más amplia y la atrajo aún más hacia él con el brazo que tenía alrededor de su cintura. Paula reaccionó con un estremecimiento—. Ella te mostrará tu habitación, cara. Enseguida estoy contigo.


Mientras seguía la ancha espalda de Ágata por las escaleras, Paula refunfuñó para sí que él se estaba metiendo de lleno en su papel. Le resultaba muy fácil mentir, y en cuanto a sus dotes de actor… ¡estaba claro que ella no iba a ser más que una pésima segundona!


La adornada escalera se abrió en dos y ambas se dirigieron hacia la izquierda. En el primer descansillo, Ágata abrió una puerta.


—Ésta es su habitación, signorina, ¿le gusta?


¿Cómo podía confesarle a aquella mujer que le sonreía con sus ojos oscuros y amables que se sentía intimidada ante una habitación tan enorme y opulenta?


—Es preciosa, Ágata, gracias.


Su equipaje ya se encontraba al pie de la inmensa cama con dosel. Ella supuso que lo habían subido por alguna discreta escalera de servicio y sólo pudo abrir los ojos atónita cuando el ama de llaves anunció holgadamente:
—Enseguida le servirán el té. Donatella deshará su equipaje y, si necesita alguna otra cosa, no dude en llamarme —se marchó antes de que Paula pudiese recuperarse para decirle que no quería ocasionar ninguna molestia.


Pensó intranquila que aquélla era la forma de vida de su media naranja mientras avanzaba con cautela sobre la gruesa alfombra, acercándose a la fila de ventanas que recorrían la pared marfil. Una vida que lo mantenía rodeado de lujo, buen gusto y el boato propio de una inmensa riqueza, con criados encargados de satisfacer cualquiera de sus caprichos y sin tener que mover un dedo.


La vista sobre los cuidados jardines y el campo de la Toscana era realmente magnífica. Se encontraba perdida en su contemplación cuando llamaron a la puerta y una hermosa joven italiana que llevaba una bandeja se introdujo en la habitación.


—Signorina… —la joven colocó la bandeja en la mesa baja que había junto a un sillón tapizado de seda. Miró a una intranquila Paula con ojos curiosos, sin duda para comprobar el aspecto que tenía su futura ama.


—Gracias —dijo Paula, aunque un té era lo último que le apetecía, porque su estómago iba sin duda a rechazar cualquier cosa que intentase introducir en él. Aun así, se sentó obedientemente en el sillón y se sirvió con mano temblorosa. Alguien se había molestado en prepararlo y aquella pobre chica había subido todas esas escaleras para llevárselo, así que tenía que hacer un esfuerzo.


Sin embargo, al ver que la doncella abría sus maletas, Paula volvió a levantarse para protestar:
—Mira, no hace falta, de verdad. Puedo hacerlo yo misma. No es molestia.


Pero la doncella no sabía inglés. La miró ansiosa y Paula se sintió estúpida y pedante. A la joven le parecería totalmente normal deshacer el equipaje de los invitados, porque formaba parte de su trabajo, y que una loca extranjera le farfullara en un lenguaje que no entendía le haría sentir que estaba haciendo algo mal. Paula iba a tener que recordar que había entrado en un mundo totalmente distinto al suyo.


—Lo siento —Paula se retiró totalmente ruborizada. 


Desesperada por escapar y dejar de meter la pata, se dirigió a una puerta que descubrió entre el enorme armario y un antiguo tocador.


Se encontró con un baño elegantemente proporcionado, con una enorme bañera de mármol, una ducha y mullidas toallas en cantidad suficiente como para abastecer a todo un equipo de rugby. Se quitó los zapatos, pensando que la ducha sería el lugar perfecto para ocultarse. Al menos hasta quitarse de la cabeza la incómoda sensación de encontrarse fuera de lugar.


Colocando cuidadosamente el anillo sobre el marco de mármol del lavabo, se desnudó y se introdujo en la ducha. 


Se quedó allí, bajo el agua caliente, preguntándose cuánto tardaría Donatella en acabar de deshacer sus maletas y marcharse, proporcionándole la soledad que necesitaba para prepararse para un pavoroso primer encuentro con la pobre mujer a la que estaba a punto de engañar cruelmente. Se preguntó nerviosa cómo sobrellevaría ver que Pedro cumplía a la perfección su papel, tal y como había prometido, y la trataba como si fuera el amor de su vida. Seguramente, aquello la destrozaría. Nunca había engañado a nadie y no sabía cómo iba a hacerlo ahora.


—Porca miseria! ¡Nadie se pasa una hora en la ducha! ¿Pretendes hervirte acaso?


Paula pasó del susto a la vergüenza al vislumbrar entre el vapor a un italiano a todas luces exasperado. Había abierto de golpe la mampara de cristal para cerrar el grifo y tenía la chaqueta empapada.


—¡Vístete! Mi madre está deseando saludarte —agarró una toalla grande y se la tendió con brusquedad, sonrojándose ligeramente y apretando los labios con fuerza.


Al asir la toalla, Paula fue consciente de pronto de su desnudez y de la perplejidad con que él había reaccionado tras recorrerla de arriba abajo con la mirada. Envolviéndose en la toalla como un paquete, vio como Pedro se quitaba la chaqueta y salía de allí pisando su ropa y llevándose el anillo de vuelta a la habitación.


Acalorada por la larga ducha y lo embarazoso de la situación, Paula descolgó otra toalla para secarse el pelo. Se había asustado ante aquella irrupción totalmente inesperada y se había quedado inmóvil, desnuda como Dios la trajo al mundo y paralizada como un conejo. ¿Pensaría él que se había estado exhibiendo? Se sentía totalmente humillada.


¡No le extrañaba que se hubiese quedado tan perplejo! Lo que a él le gustaba eran las rubias altas de piernas largas y exquisitos modales. No tenía interés alguno en una ayudante contratada y del montón. En compañía de su madre puede que esperase verla comportarse como una novia enamorada, pero en privado no tenía interés alguno en ella como mujer.


Volvió a sonrojarse al escucharlo decir:
—¡Ponte esto, y rápido!


Asomándose entre los pliegues de la toalla, Paula lo vio entrar de nuevo a colocar un vestido violeta en la silla que había junto a la puerta y regresar a la habitación. También había traído braguitas de encaje y sujetador a juego; una selección de la ropa que le habían comprado en Londres para complementar el papel que le habían asignado: el de una desahogada futura esposa, exactamente lo que su madre esperaba encontrarse.


Con el estómago revuelto, se puso todo lo que él había decidido escoger en su lugar. La caricia de la suave seda del vestido le provocó un escalofrío.


Todo le resultaba tan poco apropiado… No se sentía cómoda en absoluto, sino disfrazada. De hecho, la cantidad de dinero que habían gastado en su ropa para una quincena podría haber servido para alimentar a una familia de cuatro miembros durante todo un año. ¡Menudo despilfarro!


Rebelándose, entró indignada en la habitación donde él la esperaba con evidente impaciencia y anunció:
—De aquí en adelante seré yo quien escoja mi indumentaria. Que hayas pagado todas estas cosas y me hayas dado dinero por mentir para ti no significa que yo te pertenezca.


Él la miró exasperado. Le había tocado en suerte una mujer enervante y peleona con un cuerpo envidiable. Y desperdiciado. Si llega a dejarla escoger su vestimenta, habría escondido sin duda aquellas deliciosas curvas bajo ropas holgadas. Debería estar agradecida por poder contar con aquellos maravillosos vestidos que realzaban sus encantos en lugar de gritarle su desacuerdo.


Al acordarse de su desnudez, cosa que había intentado borrar de su mente, sintió que la piel le ardía, y le dijo en voz baja y áspera:
—Ven aquí.


Agarró un cepillo de plata del tocador y, al ver que ella se negaba a moverse, se acercó a grandes zancadas y empezó a cepillarle el pelo húmedo sujetándole la barbilla para evitar que se zafara.


—Puedes escoger tu ropa de ahora en adelante —se percató de su mandíbula delicada, su piel suave y su pelo castaño y sedoso—. Hoy te he metido prisa… —se interrumpió, consciente de que estaba haciendo algo que no había hecho nunca antes: intentar aplacar a una empleada insurrecta. A pesar de ello, su voz era suave como la seda. Aclarándose la garganta, continuó—: Mi madre tiene muchas ganas de conocer a su futura nuera. No puedo soportar hacerla esperar y sé que las mujeres tardáis muchísimo en arreglaros.


Al escuchar «futura nuera», Paula salió del trance en el que había caído en el momento en que la había tocado y empezado a cepillarle el pelo, sintiendo la proximidad de su espléndido cuerpo. Alejándose de él e irguiéndose en toda su insignificante estatura, horrorizada por la debilidad que demostraba en su presencia, le recordó:
—¡No tengo nada que ver con esas amigas tuyas obsesionadas por su aspecto, así que no me trates como si fuera una de ellas!


—Deja de discutir —dominando su impaciencia, Pedro deslizó el fabuloso anillo en su dedo. 


Había un brillo batallador en sus grandes ojos grises. No podía presentársela a su madre en aquel estado o perdería la batalla antes de empezar. ¡Siempre acababa escogiendo mujeres incapaces de ocultar sus sentimientos!


Necesitaba una gatita ronroneante, no los bufidos de un gato, así que sólo podía hacer una cosa: posando las manos sobre sus estrechos hombros, inclinó la cabeza y la besó.






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