jueves, 13 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 10








—¡Tienes que ponerle fin a esto! —siseó Paula frenéticamente media hora más tarde cuando Carla, dama de compañía de la madre de Pedro, se llevó a la anciana para que descansase antes de la cena.


—Silenzio! —una mano inexorable la agarró rápidamente por la muñeca—. Baja la voz —ordenó—, o te oirán. Ven.


Con piernas temblorosas y el corazón latiendo a ritmo asfixiante, Paula fue guiada por una mano masculina y decidida fuera de la habitación, a través del vestíbulo de mármol, por dos pasillos y una puerta lateral hasta una enorme terraza con tumbonas a un lado y una larga mesa de teca con bancos bajo una pérgola al otro.


Ignorando la posibilidad de sentarse, Pedro la condujo por una escalera de piedra hasta el jardín: un laberinto de senderos bordeados por setos, cipreses y rosales.


Al ver que ella tropezaba, ralentizó la marcha, rodeándola con el brazo para tranquilizarla.


—Ahora a sentar y hablaremos sensatamente.


Notando por aquel pequeño error en su impecable inglés que estaba casi tan trastornado como ella por todo lo acontecido aquella tarde, Paula se sentó, alegrándose de hacerlo, en cuanto él la acercó a un banco de mármol que había junto una antigua fuente de piedra.


Confiada en que él estaría tan horrorizado como ella por los entusiastas planes de boda de su madre, fue la primera en hablar:
—¡Tiene que haber un modo de disuadirla! ¡Tú nos has metido en este lío, así que tienes que sacarnos de él! He hecho lo imposible, le he dicho que tenía que dirigir la organización y que no podía comprometerme a nada más durante mucho tiempo, ¡pero no ha querido escucharme!


—Pierdes el tiempo —dijo él sin dudarlo—. Mamma sabe que me he comprometido, y que cuando me involucro en algo, las cosas suceden y lo hacen sin problemas. Siendo así, ella sabe que dado que todo está bajo control, tu ausencia tiene poca o ninguna importancia.


Indignada, Paula lo miró fijamente. ¡Menudo arrogante!


—¡Pues entonces pon a funcionar esa mente superior que tienes y piensa algo!


Él podía leer la rabia en sus ojos grises, pero en ellos había algo más. ¿Era miedo quizá?


Situándose a su lado, Pedro echó el brazo por encima del respaldo del banco, relajando el cuerpo deliberadamente. Si los dos se ponían histéricos, no iban a llegar a ninguna parte.


—Admito que no esperaba que se embarcara con tanto entusiasmo en los preparativos de la boda —le confesó curvando los labios en respuesta a su mirada glacial. Pero entonces, la mordacidad con que ella replicó hizo que un calor desconcertante se aposentase sobre sus mejillas.


—¡No, tú esperabas que estuviese exhalando su último suspiro y susurrando lo feliz que era sabiendo que te habías comprometido!


En cuanto Paula pronunció aquellas palabras se arrepintió, odiándose a sí misma por haberlas pensado siquiera, y ya no digamos por habérselas arrojado de aquel modo.


Dejando que su corazón mandara en su cabeza, se disculpó con suavidad.


—Lo siento. He sido muy desagradable —posó su mano sobre la de él, que la tenía apretada sobre la rodilla, y curvó los dedos a su alrededor—. Claro que estabas preocupado por tu madre. Cuando enferma alguien a quien queremos es inevitable no podemos evitar ponernos en lo peor, rezando por que no ocurra, pero terriblemente asustados de que al final sea así. Es normal.


Todavía asía su mano con dedos fríos. El rostro de él tenía escrita la afrenta que aquello había supuesto a su dignidad. Consciente de que lo estaba haciendo enfadar muchísimo, ella añadió vacilante:
—Ojalá tuviese una madre de la que preocuparme.


Los ojos de Pedro cambiaron al encontrarse con los de ella.


Sintió una calidez que le envolvía el corazón y se lo apretaba. Paula Chaves. Sus enormes ojos estaban llenos de compasión y los labios le temblaban ligeramente. A pesar de su diminuto tamaño, tenía un gran corazón, y estaba tan poco acostumbrada a hacer daño que no tardaba en disculparse cuando sentía que lo había hecho.


Y él la había intimidado, insultado y no había tenido con ella la menor consideración. No se lo merecía. La había besado y todavía no sabía nada de ella. Y eso era, en sí mismo, un insulto.


Aflojando la mano, entrelazó sus dedos con los de ella. Pero ¿qué le pasaba?


Desconcertada, Paula pestañeó. Abrió la boca pero enseguida la volvió a cerrar. En cuanto él se mostraba agradable, algo raro le pasaba. Intentó adivinar qué era pero no pudo.


Él le preguntó suavemente:
—¿Qué pasó?


—Yo… —Paula se había quedado sin saber qué decir. La causa era la forma en que él la había mirado. El brillo en sus ojos era valorativo, pero también amable, cariñoso. Había dejado de apretar la boca, como si ella fuera un ser humano con sentimientos en lugar de una empleada que cumplía órdenes, una autómata que podía encender y apagar a su antojo y luego guardar en un armario para olvidarse de ella en cuanto hubiese cumplido su función. Se sentía desconcertada.


—Murió —dijo—. Cuando yo era una niña. No la recuerdo —sonrió nerviosa, mirándole por fin a los ojos—. Pero tengo algunas fotos. Era muy guapa.


—Debes de parecerte a ella —le apretó la mano—. ¿Y tu padre?


¿Él pensaba que era guapa? Se mordió el labio inferior. La mano de él en la suya le hacía sentir bien. Demasiado bien, y deseó, en lugar de eso, tener la fuerza suficiente como para retirarla. Pero no la tenía. Paula se encogió ligeramente de hombros.


—Se marchó. Me dejó con la tía de mi madre. No tenía más parientes.


—¿Lo ves a menudo? ¿Sabes de él?


Ella levantó la cabeza ante su tono adusto.


—Nunca, ¿vale? Aunque, para ser justos, mis padres se casaron muy jóvenes, eran todavía unos adolescentes cuando yo nací. Supongo que él solo no pudo hacerse cargo de las necesidades de un bebé. Seguramente fui un error, seguro que él pensaba que viviría con mamá varios años de casados antes de asentarse y tener hijos. Y decidió que dejar que la tía abuela Edith me adoptase sería lo mejor para mí.


—Dio! —Pedro se quedó perplejo. ¿Cómo podía un hombre abandonar un pedacito de su misma carne y su misma sangre? ¡Ella intentaba excusar lo inexcusable! ¿Es que siempre ponía la otra mejilla y buscaba lo bueno donde los demás sólo podían ver lo malo? De ser así, ¡no había conocido otra mujer igual!


Paula notó, confusa, que él la miraba como si fuese de otro planeta. Se humedeció los labios y los abrió para explicar que el hecho de no tener padres no tenía nada que ver con el problema al que se enfrentaban, pero enseguida olvidó lo que iba a decirle porque él se inclinó hacia delante, la rodeó con sus brazos y la besó.


Y esta vez, fue tierno. Dolorosamente tierno. Increíblemente bonito. Y se sintió aturdida y con el corazón dolorido cuando dejó de besarla, le apoyó la cabeza en su hombro y murmuró suavemente:
—Lo has pasado muy mal por mi culpa y ahora me toca a mí disculparme, cara. No volverá a ocurrir.


¿A qué venía aquello? Nunca se disculpaba, ni daba explicaciones. ¿Qué pasaba con sus reglas?


Impresionado por la profundidad de los sentimientos que albergaba: compasión, admiración, enfado por su anterior comportamiento, etc., giró la cabeza para besarla en ese punto sensible que hay bajo la oreja.


—Confía en mí. He sido yo quien nos ha metido en este lío, como bien has dicho, y yo seré quien nos saque de él —podía notar como el corazón de ella latía bajo su pecho. Un sentimiento inexplicable se apoderó de él y su voz sonó baja y ronca cuando le dijo—: Mientras tanto, relájate y disfruta de tu estancia aquí.


Y casi añade «conmigo», pero se contuvo a tiempo.


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