jueves, 13 de octubre de 2016

SUYA SOLAMENTE: CAPITULO 11





Paula reconoció inquieta que se estaba volviendo adicta a él. 


Totalmente adicta. Cuando lo tenía cerca, a su lado, en la misma habitación, cenando o almorzando con su madre, no podía dejar de mirarle. Y cuando él volvía la cabeza y la pillaba mirándole alucinada, le dedicaba tal sonrisa que ella casi se deshacía en mil pedazos.


¿Lo sabía él? ¿Sabía que con sólo sonreírle, rozarle casualmente la mano al pasar o posarle la mano suavemente sobre el hombro a ella se le agitaba la respiración y su cuerpo ardía de deseo?


Tenía la aterradora sensación de que se estaba enamorando de él y no quería que eso sucediese. ¿Por qué, sabiendo lo que tenía delante, querría comprar un billete sin retorno a un lugar llamado Sufrimiento?


Se podía decir a sí misma cuál era la cruda realidad: que aquel despliegue de tierna unión que él había mostrado durante el par de días que llevaban allí no era más que una actuación. Pero aquello no cambiaba en lo más mínimo sus sentimientos.


Y en cuanto a sus besos, bueno, eso también tenía una explicación muy clara. Las dos veces habían sido en momentos en que ella se había mostrado recelosa o se había rebelado. La primera, cuando se resistió a conocer a su madre, y la segunda, cuando se puso histérica al ver que la anciana insistía en preparar una boda que no iba a celebrarse.


Él la estaba manipulando, pero aquella certeza tampoco cambiaba nada en lo más mínimo, convirtiéndola en la peor enemiga de sí misma.


Molesta sobre todo consigo misma, se metió rápidamente la blusa por dentro de la cinturilla de la falda de lino crema que había escogido del montón de magníficas prendas que Donatella había sacado de su maleta, se cepilló el pelo y se puso brillo en los labios. Mirándose en el espejo, sonrió irónicamente a la mujer desahogada que se reflejaba en él y salió para acudir a la cita que Carla le había fijado por el teléfono interno de la casa cinco minutos antes.


La signora Alfonso estaba tomando el aire en la terraza y deseaba que la signorina Paula se reuniese con ella.


Sería la primera vez que estaría a solas con la madre de Pedro, y aquella perspectiva le ponía aún más nerviosa. 


Sin su presencia como amortiguador, ¡quién sabía lo que podría dejar escapar con una palabra o una mirada en un momento de descuido! Sobre todo si la anciana sacaba el tema de la boda. No estaba acostumbrada a fingir ser lo que no era, a vivir una mentira.


La noche anterior, Pedro le había dicho que iba a pasar la mayor parte del día en Florencia por un asunto de negocios y la había invitado a acompañarle y a quedarse de tiendas o de turismo hasta que él acabase. Pero ella había rechazado la invitación porque quería pasar algún tiempo sola para ordenar sus pensamientos, descubrir qué era lo que estaba empezando a sentir por él y poner a trabajar su instinto de supervivencia. Sin embargo, en aquel momento deseó haber aceptado su invitación, aunque fuese sólo para evitar el encuentro con su madre y los riesgos que éste conllevaba.


Al llegar a la puerta de la terraza, Paula se detuvo un instante para dejarse envolver por la suave luz y la calidez de la primavera de la Toscana. Empezaba a relajarse cuando escuchó un alegre: «Buongiorno, Paula!».


—Signora —respondió Paula débilmente, deseando que no se notase la renuencia que mostraban sus piernas a llevarla hacia la mesa que había bajo la pérgola cubierta de parras a cuya sombra se sentaba la anciana.


—Siéntate conmigo. ¿Crees que podrías llamarme Fiora? Es menos formal, ¿si? —tenía una sonrisa encantadora. Paula adivinó entonces de dónde la sacaba Pedro. ¡Cuándo le convenía!—. Dejaremos «Mamma» para el venturoso día en que te conviertas en mi nuera.


Sabiendo que ese día no iba a llegar nunca, Paula se sintió ligeramente mareada y se obligó a hundirse en una silla al otro lado de la mesa.


¡Cómo odiaba engañar a aquella señora tan agradable! Una parte de ella le urgía a confesarle la verdad, limpiar su conciencia y capear la tormenta que aquello provocaría en Pedro. Pero entonces Fiora dijo:
—Estás guapísima. Mi cínico hijo se ha dejado guiar por fin por el corazón y ha elegido bien: una encantadora joven con un corazón tierno y afectuoso, en lugar de una lustrosa modelo que lo único que alberga en su pecho es una calculadora. ¡Lo harás muy feliz!


Paula sólo pudo esbozar una sonrisa para disimular la decepcionante convicción de que iba a resultarle imposible decirle la verdad a la madre de Pedro, no sólo porque echaría por tierra la felicidad de la anciana, sino porque además provocaría una ruptura entre madre e hijo de la que no quería hacerse responsable.


Por suerte, apareció Ágata con el café, y mientras Fiora agarraba la elegante cafetera de plata para servirlo, le confesó:
—La enfermera que mi hijo contrató se ha marchado. ¡Qué mujer más mandona! Le dije a Pedro que ya no la necesitaba porque me sentía mucho mejor.


—¿Y él accedió a despedirla? —se mostraba tan protector con su madre, tan preocupado por su bienestar que Paula no pudo ocultar el asombro que evidenciaba su voz.


—¡A regañadientes! —le sonrió con sus ojos castaños, y Paula pensó que la madre de Pedro parecía estar mejor. El color había vuelto a sus mejillas, su tono de voz había cobrado fuerza y la ligera marca que tenía alrededor de los ojos había desaparecido—. ¡Tuvo que reconocer que la noticia de su boda me ha devuelto la vida! —extendió la mano para cubrir la de Paula, que reposaba en la madera caliente de la mesa, y le confesó con seriedad—: La muerte de mi marido hace diez años fue un golpe terrible. Sergio y yo nos queríamos muchísimo. Pero aún me quedaban dos hermosos hijos por lo que seguir viviendo y la esperanza de tener nietos —suspiró, retirando la mano para reuniría con la otra sobre la seda morada de su regazo—. Entonces, hace como un año mi hijo Antonio y su esposa, que estaba embarazada, murieron en un accidente de coche. Otro golpe espantoso. Y Pedro, a mi pesar, parecía dispuesto a no volver a casarse nunca más —encogió los hombros—. En cierto modo, entendía su reticencia. No podía confiar en sus sentimientos, ya que le habían defraudado dos veces. Pero seguro que ya te habrá contado todo esto.


Paula asintió con gran esfuerzo, avergonzándose en su interior. ¡Otra mentira! Pedro nunca confiaría en ella ni le contaría nada personal. Era una simple empleada que debía cumplir órdenes y nada más. No podía decirle a Fiora que no eran los sentimientos de Pedro los que le habían defraudado porque sencillamente no tenía, o al menos, no verdaderos, por respeto a su adorada madre. Todo se reducía a un umbral muy bajo de aburrimiento, como le había explicado Penny Fleming. Pero se contuvo y dejó que la anciana siguiera albergando sus vanas ilusiones.


—Aparte del deseo natural de una madre por ver a su hijo asentado y feliz, sabía que, si Pedro no se casaba, se extinguiría el antiguo linaje del que Sergio se sentía tan orgulloso y eso también me provocaba una enorme tristeza. Pero… —una sonrisa asomó entre todos aquellos tristes recuerdos— te ha encontrado, ha perdido el corazón y le espera un futuro feliz. Por eso, tras un año largo y doloroso he vuelto a mirar al futuro con una alegría que nunca esperaba volver a sentir.


Era la primera vez que Paula sabía algo de la tragedia y el año de depresión de Fiora. Al fin podía entender por qué Pedro, al saber de la posibilidad de que su madre muriese enferma, había decidido mentir. Debía de estar desesperado y pensó que anunciar un falso compromiso era el único modo de proporcionarle a su adorada madre cierto grado de felicidad.


Pero estar de acuerdo con él no convertía el engaño en algo más fácil, sino todo lo contrario.


Se sintió aliviada cuando apareció la dama de compañía de Fiora para llevarse a la anciana a descansar.


—Tiene que descansar a menudo para recuperar las fuerzas —anunció Carla sonriendo de soslayo a Paula y extendiendo la mano para ayudar a la anciana a levantarse.


—Paula y yo estábamos manteniendo una conversación muy importante —protestó Flora altivamente, apartando aquella mano extendida—. ¡Y puedo caminar sola! Déjanos, no estoy cansada en absoluto.


—Eso es porque hasta ahora se ha comportado con sensatez y ha descansado tal y como el médico le ordenó —respondió Carla con ecuanimidad, y Paula escondió una sonrisa, preguntándose quién ganaría aquel combate de voluntades. ¡Apostaba por Fiora!


Y Carla hubiese perdido de no ser por el enérgico puñetazo que le asestó:
—Va a necesitar todas sus fuerzas para organizar y asistir a esa boda que tanto le entusiasma. ¡Si se cansa, no podrá hacer nada!


Al oírla, Fiora se levantó rápidamente admitiendo:
—Por una vez, llevas razón —le dedicó a Paula una sonrisa traviesa—. Os veré a ti y a Pedro en la cena. Tengo algo que deciros —y se dejó llevar, refunfuñando—. ¡Recuerda, Carla, que si te pones demasiado mandona correrás la misma suerte que la enfermera!


La sonrisa de la dama de compañía delató que Fiora no hablaba en serio. Tan pronto como ambas entraron en la impresionante villa, Paula se levantó de un salto porque no aguantaba más sentada. ¿Por qué se ausentaba Pedro cuando más lo necesitaba?


Apretando los puños, caminó hacia la balaustrada de piedra y contempló con la mirada perdida la vista sobre las colinas arboladas y los fértiles valles. Pensó que Pedro estaba demasiado relajado con la situación a la que los había catapultado a ambos.


¡Tenía que hacerle entender que debía poner fin de algún modo a las conversaciones sobre inminentes campanas de boda! Y cuanto antes. ¡Antes de que se encontraran inmersos en los planes de Fiora!


Ella lo había intentado en el primer encuentro con su madre, insistiéndole en su necesidad de volver a casa porque había mucho trabajo que hacer en la organización benéfica.


Pero no había conseguido nada.


Así que ahora dependía de él. Pero como no estaba y ella sentía que iba a volverse loca si seguía pensando en ello un minuto más, decidió que tenía que hacer algo para quitárselo de la cabeza.


Girando sobre los tacones de sus zapatos de piel, se encaminó a la villa y, deslizándose en su habitación, se sentó en la cama y descolgó el teléfono. Aquella situación tan enervante la hacía sentir como si intentase abrirse camino entre densas nubes y sin mapa, y la persona que mejor podía ayudarle a volver a poner los pies en la tierra era su tía abuela.


Edith contestó al teléfono al segundo timbrazo. Su serio y acostumbrado «Sí, ¿quién es?» hizo que Paula esbozase su primera sonrisa sincera en días.


—Soy yo, tía ¿Cómo te manejas sola? —de pronto encontró una posible salida—. Con tan poco personal, debe de ser difícil. ¿Encontraste a alguien que sacara al perro de Maisie? —si conseguía que su tía abuela admitiese que en su ausencia la organización no podía cumplir con sus obligaciones, tendría la excusa perfecta para acortar su estancia en Italia.


—¡Menos escándalo, niña! Nos apañamos maravillosamente. Kate Johnson ya ha asumido el cargo. Vino temprano. Y en cuanto dispuso su alojamiento en Felton Hall empezó a organizar a los voluntarios. Ha encontrado dos, hizo que el párroco pidiese ayuda tras el sermón, y ha puesto un anuncio en el periódico. Hasta ha conseguido que publiquen un buen artículo sobre Life Begins. ¡No puedo creer que no se nos ocurriera a nosotras! Hace falta un profesional bien pagado para que las cosas se hagan bien. Incluso ahora que estamos empezando todo tiene un aspecto mucho más esperanzados. Pensaba que ese joven tuyo te había contado todo esto, nos llama por teléfono todos los días. Es obvio que se ha tomado muy en serio su participación.


«¿Ese joven tuyo?». No se estaría refiriendo a Pedro, ¿verdad? ¡Qué absurdo! Paula se sumió en un silencio apesadumbrado al ver que su vía de escape se encontraba bloqueada. Se alegraba por la organización, pero aquello no paliaba su situación, y tuvo que admitir incómoda que estaba siendo muy egoísta.


—¿Sigues ahí? —el volumen con que se hizo la pregunta hizo que Paula se estremeciera y graznara un «sí», separando el auricular de su oído mientras su tía seguía bramando—. Así que no tienes por qué preocuparte. ¿Lo estás pasando bien? —y, afortunadamente, sin esperar respuesta, continuó—: Cuando nuestro nuevo socio sugirió ofrecerte unas vacaciones en Italia porque te veía cansada, alegando que su madre estaba enferma y necesitaba la compañía de gente joven, me di cuenta de que había estado descuidando tu bienestar. Llevabas demasiado tiempo trabajando muy duro…


Paula se salió mentalmente de aquella conversación. ¡Así que aquél era el modo en que había persuadido a Edith para que accediese a dejarla irse a Italia sin cuestionar sus motivos! Alguna vez se preguntó cómo lo había hecho, pero tendría que haber sabido que él era capaz de convencer a cualquiera con sus encantos. Cuando Pedro Alfonso quería algo, lo conseguía de un modo u otro.


Aprovechando que al otro lado de la línea Edith hacía una pausa para tomar aire, dijo:
—Cuídate, tía. Te veré pronto —o al menos, eso era lo que esperaba. Y con fervor.





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