jueves, 20 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 7




La casa Dower era un edificio que databa del siglo XVIII. 


Una casa con seis habitaciones espaciosas situada en mitad del campo de Oxfordshire que había sido magníficamente renovada y de la que Paula se había enamorado nada más entrar por la puerta. El puesto como ama de llaves había sido toda una suerte, pensaba mientras subía por la escalera central hasta la bonita habitación de invitados que había elegido. Aún no podía evitar pensar que debía de haber gato encerrado y se preguntaba cuándo aparecería Hank Molloy. 


Esperaba que Nico tuviera razón y que ella no tuviera que cocinar, porque era un desastre en la cocina y podría hacer que la echasen.


La noche era bochornosa. Una tormenta había estado amenazando todo el día y, cuando abrió la ventana de su dormitorio, el aire era cálido y estaba tremendamente quieto. 


Los últimos días habían sido agotadores con todo el lío de las mudanzas, pero, sin embargo, le daba pánico irse a la cama. La inactividad le daba tiempo para pensar y sus pensamientos se desviaban inevitablemente hacia un hombre, mientras que sus sueños eran habitados por los recuerdos de la cercanía que un día habían compartido. 


Había sido una ilusión. La sensación de que Pedro era su otra mitad había sido producto de su imaginación.


«Olvídate de él», se dijo a sí misma. Era evidente que Pedro ya la había sacado de su cabeza y probablemente estuviera en la otra punta del mundo con su rubia sueca, o con su sustituta. Aquella idea le produjo un vuelco en el corazón. Alcanzó la caja de analgésicos que le habían recetado en el hospital; le dolía la pierna, y no era de extrañar, si tenía en cuenta todas las tensiones emocionales que estaba viviendo. Normalmente lograba ignorar el dolor, pero esa noche necesitaba ser ajena a todo y dormir bien.


Pocas horas después, abrió los ojos cuando una luz brillante iluminó la habitación. El trueno fue como un rugido furioso que no era lo suficientemente fuerte como para haberla despertado. Se preguntaba por qué tendría la piel de gallina y entonces supo que había sido otro sonido.


Se preguntaba si habría sido un intruso o su imaginación cuando oyó el sonido indiscutible de la puerta cerrándose. 


Dormir sería imposible hasta que no se hubiera quedado tranquila, pero el leve brillo que salía por debajo de la puerta del salón hizo que el corazón le diera un vuelco y las palmas de las manos comenzaran a sudarle mientras bajaba lentamente las escaleras. Maldiciendo el hecho de haberse dejado el móvil en el dormitorio, se dio cuenta de que su única opción era salir por la puerta principal y correr hasta la casa más cercana para pedir ayuda, pero estaba en pijama y además llovía. De pronto, la puerta del salón se abrió y Paula agarró lo primero que encontró.


—Me parece un momento extraño para ponerse a arreglar las flores —dijo una voz familiar—. ¿Qué diablos estás haciendo, cara?


—¿Qué estoy haciendo? —durante treinta segundos, Paula se quedó sin palabras mientras dejaba el jarrón en el mueble. Se sentía increíblemente estúpida, pero el alivio pronto dejó paso a la ira—. No sabes lo cerca que he estado de tirarte el jarrón a la cabeza, Pedro.


A juzgar por su tono de voz, Pedro intuyó que le habría gustado llevar a cabo su plan. Tenía las mejillas sonrojadas y el pelo revuelto; y, a pesar de lo enorme de su pijama, se sintió embargado por una mezcla de deseo y ternura mientras observaba su cara.


—Parece que estás tomando por costumbre esto de entrar en mi casa sin ser invitado —dijo ella—. ¿Cómo has entrado? No me digas que la puerta estaba abierta porque sé que la cerré.


En respuesta, Pedro balanceó la llave de la puerta delante de ella y Paula se quedó mirándola.


—De hecho, es mi casa.


—¿Desde cuándo te llamas Hank Molloy?


—Hank es el director ejecutivo de una filial de la corporación Alfonso que se ha encargado del alquiler de ésta casa. Imagino que tú eres mi ama de llaves. Bienvenida a bordo.


—Imagino que tendrás una buena razón para haber cometido un acto claramente fraudulento. Engañarme para que firmara ese contrato —dijo ella.


—Varias razones.


—¿Y tendrías a bien explicármelas?


—Una demostración práctica será mejor.


Pedro recorrió la distancia que los separaba en un segundo, le colocó la mano en la nuca para inclinarle la cabeza y así poder besarla a voluntad. Resistirse era imposible cuando sus sentidos estaban cegados por la esencia de su colonia. 


El calor que emanaba su cuerpo la rodeó mientras Pedro la abrazaba contra su pecho. La besó hasta que tuvo los labios hinchados, hasta que se le derritieron los huesos y fue como una marioneta en sus brazos, y sólo entonces se separó unos centímetros.


—¿Por qué me persigues? —susurró ella cuando la soltó—. ¿Qué quieres de mí?


La respuesta era simple, pero no estaba preparada para oírla, pensó Pedro al ver su aire de vulnerabilidad y el temblor de sus labios. Quizá debiera dejarla ir y olvidar la cercanía que una vez habían compartido, la alegría, pero había intentado mantener la distancia y, cuatro años después, Paula seguía invadiendo sus pensamientos.


—No te estoy persiguiendo; estás en mi casa, durmiendo en mi cama, por así decirlo.


—¿Realmente esperas que crea que mi puesto aquí como ama de llaves es pura coincidencia?


—No. Tuve que planearlo cuidadosamente y, aun así, no podía estar seguro de que, cuando le pidieron a tu agente inmobiliario que buscara un ama de llaves con tan poco tiempo, fuera a elegirte a ti. Podría haberle ofrecido el puesto a su secretaria, y he de decir que no la habría recibido con tanto entusiasmo.


Sus ojos brillaban con ilusión mientras observaba su rostro sonrojado, y Paula tuvo que debatirse entre su deseo de pegarle y el de echarse a llorar. Había olvidado lo mucho que a Pedro le encantaba tomarle el pelo, había olvidado su sentido del humor y las risas que habían compartido, y no quería recordarlo en ese momento.


—Estoy segura de que Gloria será una excelente sustituta —dijo ella con frialdad—, porque no tengo intención de quedarme aquí contigo.


Rápidamente, salió de la habitación y subió corriendo las escaleras hasta su dormitorio, donde sacó la maleta de debajo de la cama. Estaba apilando la ropa dentro cuando Pedro apareció en la puerta, pero lo ignoró y trató de cerrar la maleta.


—¿Sabes que está lloviendo? —preguntó él.


—No me importa. Preferiría salir con un huracán antes que quedarme un minuto más bajo el mismo techo que tú.


Pedro estaba bloqueando la puerta, pero, aun así, Paula lo empujó para salir de la habitación.


—¿Qué parte de «no quiero darle otra oportunidad a nuestra relación» es la que no entiendes? —preguntó ella, gritando.


—Esta —contestó él suavemente antes de besarla.


Su beso fue tan tierno, que las lágrimas que habían estado amenazando, consiguieron escapar y resbalar por sus mejillas. Tenía la cara entre sus manos, y Pedro se quedó quieto cuando sintió la humedad de sus lágrimas entre sus dedos, pero no levantó la cabeza, simplemente siguió besándola y provocándole una reacción que era incapaz de negar.


Entonces Paula dio un paso atrás y lo miró con una mezcla de confusión y deseo. ¿Cómo podía un solo beso provocarle semejante reacción? ¿Y qué había sido de su orgullo?


—Deja que me vaya—dijo ella.


—Soy yo el que se va. Mañana vuelo a Canadá y, tras el Grand Prix, regresaré a Italia, y luego iré a Bahrein. Firmaste un contrato que estipulaba que avisarías con tres meses si quisieras marcharte. El fin de semana, uno de mis ejecutivos llega a Oxford para supervisar la toma de posesión de la fábrica que la corporación Alfonso ha comprado recientemente. Bruno, su mujer y sus cuatro hijos esperan alojarse en una casa de campo inglesa, sobre todo porque les han dicho que habrá un ama de llaves dispuesta a atenderlos.


—Nico encontrará a otra persona para que se ocupe de la casa Dower —dijo ella—. Me niego a dejar que me manipules, Pedro. Puede que antes fueras capaz de darme órdenes, pero eso se acabó. Ya no estoy embobada contigo y no haré lo que me pidas con sólo chasquear los dedos.


—Pero no tienes otro sitio a donde ir —señaló él, apretando la mandíbula.


—Encontraré un piso. Si los del otro piso no me hubieran fallado en el último momento, ahora no estaría aquí —se detuvo al ser consciente de una cosa—. El piso de Cob Tree... tú... dime que no lo hiciste —doscientas mil libras eran calderilla para él, pero era imposible que hubiera comprado el piso para evitar que ella lo alquilara.


—Es una buena inversión —admitió Pedro—, aunque la localización no es la mejor.


—¡Serás cerdo! No dejaré que me hagas esto. Ni siquiera sé por qué te molestas. ¿Se trata de algún estúpido deseo de venganza por un pecado que no cometí?


—Creo que lo que tuvimos, lo que podríamos volver a tener, merece la pena —dijo él—, y no me importa si tengo que jugar sucio para conseguir lo que deseo.


—¿Y qué es, exactamente?


—Que vuelvas a mi cama, a donde perteneces.


—Yo no te pertenezco, Pedro. Me dejaste marchar hace mucho tiempo y no tengo intención de regresar.





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