jueves, 20 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 8



El aroma del café recién molido que salía de la cocina advirtió a Paula de que su visitante aún estaba en la casa. 


Habiendo jurado que no dormiría un segundo mientras estuviera bajo el mismo techo que Pedro, se quedó horrorizada al despertar y ver que la luz del sol inundaba su dormitorio y que eran ya casi las diez.


—Buon giorno, cara —dijo él, bajando levemente el periódico para observarla.


Paula cerró los ojos y los recuerdos la embargaron. Solía adorar la intimidad de compartir el desayuno con él en la cocina de su villa a la orilla del lago Como. A pesar de su riqueza, Pedro era un hombre de gustos sencillos. Contrataba a poco personal en la villa y, sobre todo, a ella le encantaba el hecho de poder pasar tiempo a solas con él, lejos de los circuitos de Fórmula 1. Noches ardientes seguidas de días tranquilos habían constituido su vida durante unas pocas semanas.


¿Cómo se había echado todo a perder? ¿Cómo había podido creerse Pedro las mentiras de su hermano? La dolorosa respuesta era que no confiaba en ella. Para él, Paula había sido una más de la larga lista de mujeres que habían compartido su cama y, llegado el momento de la verdad, la lealtad familiar y los lazos de sangre habían podido con una relación que significaba muy poco para él.


—Creí que te marchabas —dijo ella, desesperada por disimular el modo en que su corazón latía con sólo verlo.


—No solías estar tan de mal humor cuando pasabas la noche en mi cama, pero es sabido que la frustración sexual causa depresión. ¿Quieres que te alegre un poco? —preguntó él.


—Lo único que me alegraría sería verte salir por la puerta sabiendo que no vas a volver —encendió el hervidor de agua y sacó del armario la tetera verde en forma de rana.


—Veo que sigues teniendo predilección por las criaturas babosas —dijo él.


—Yo no diría tanto. Dejé de sentir predilección por ti hace tiempo.


—Te aseguro que yo no soy un baboso. Tócame y verás.


Pedro se movió antes de que Paula tuviera tiempo de reaccionar, y dio un brinco cuando la sentó en su regazo.


—Eres asqueroso —susurró, sabiendo que su temperamento sería la única arma que podría utilizar para combatir el calor que la inundaba—. Deja que me levante, Pedro. Ya has demostrado tu teoría. No eres baboso en lo más mínimo, y las ranas tampoco lo son —añadió, desesperada como estaba por dejar de pensar en la erección que sentía bajo sus muslos—. Son agradables y, claramente, mi animal favorito.


—Y supongo que por eso, cuando todo el mundo me hizo caros regalos tras ganar el campeonato del mundo por cuarta vez, tú me diste una rana de plástico que croaba.


Pedro observó cómo el rubor teñía las mejillas de Paula, y se sintió satisfecho. Al verla en la rueda de prensa se había quedado sorprendido por su sofisticación, pero, esa mañana, con los vaqueros gastados y la camiseta de algodón, parecía la Paula joven e inocente que habitaba en sus fantasías. No estaba segura de sí misma como le habría hecho creer, ni era inmune a la química sexual que existía entre los dos.


Paula se levantó de su regazo y el olor a limón de su pelo evocó un curioso dolor en su pecho. Se dijo a sí mismo que sería indigestión mientras volvía a mirar el periódico, pero la página impresa no le decía nada y, cuando volvió a mirarla, el dolor seguía allí.


—Supongo que la rana de plástico fue un regalo estúpido —murmuró ella—, pero no sabía qué otra cosa comprarle a un hombre que lo tenía todo.


Pero Pedro se daba cuenta de que no había tenido lo que más deseaba, y se preguntó qué diría Paula si le dijera que competía en cada carrera con un anfibio de plástico en el bolsillo de su traje.


—¿Cuándo te vas? ¿Y cuándo llega tu ejecutivo con su familia? No estaría mal tener algo de tiempo para prepararme, algo que es evidente que tú no considerabas necesario.


—Ayer te llamé varias veces para informarte de que iba de camino a Wellworth —dijo Pedro—. Debías de estar ocupada o por ahí.


Su tono inquisitivo la irritó. ¿Qué derecho tenía a cuestionar todos sus movimientos?


—Cené con Nico —le informó—. No volvimos hasta tarde.


—¿Estuviste jugando con él aquí? No es muy inteligente por tu parte. No vuelvas a hacerlo.


—¿Perdón? ¿Qué derecho tienes tú a vetar a mis amigos? Y no estuve «jugando» con él como tú sugieres. Simplemente le preparé una taza de café. Ahora me parece ridículo, pero quería darle las gracias por darme la oportunidad de vivir aquí. Si hubiera sabido que estabas implicado, ni me habría molestado.


—Sólo asegúrate de no verte tentada de volver a darle las gracias con demasiado entusiasmo —dijo Pedro con tono de advertencia.


—Haré lo que me venga en gana, y puedes irte al infierno —respondió ella, colocándose las manos en las caderas.


—No en mi casa, cara mia. Y no si valoras tu vida.


Era el hombre más arrogante y enfermizo que había conocido.


—De acuerdo. Lo dejo. Hoy sacaré mis cosas de la casa y ya puedes buscarte a otra ama de llaves que se ocupe de tus ejecutivos.


—Firmaste un contrato.


—Que no serviría de nada ante un tribunal —replicó Paula.


—Probablemente no, aunque estoy dispuesto a demostrar su legalidad. Por otra parte, si se corriera la voz de que tu amigo Monkton no contrata a gente de confianza, su negocio saldría perjudicado. Tiene arrendamientos en casas bastante exclusivas, ¿verdad?


—Te odio —dijo Paula, dándose cuenta de que se había quedado sin argumentos—. No puedes soportar no salirte con la tuya, ¿verdad?


—Persigo lo que deseo con gran determinación —dijo él—, y siempre gano. Ya deberías saber eso. Bruno llegará el martes. Sabe que trabajas para el periódico durante el día y que no estarás disponible. Sin embargo, doy por hecho que te levantarás antes por las mañanas, y tendrás que arreglarte un poco.


Paula respiró profundamente y contó hasta diez mientras Pedro la estudiaba con desagrado. Se había vestido deprisa y se había puesto lo primero que había encontrado en su maleta. Sus vaqueros estaban gastados y manchados de pintura, y la camiseta había encogido al lavarla, de modo que se le pegaba al cuerpo, resaltando el hecho de que no llevaba sujetador. La atmósfera en la cocina quedó de pronto cargada de electricidad cuando Pedro se fijó en sus pechos y ella sintió cómo los pezones se le endurecían.


—¿Tienes frío, cara? —preguntó él.


Paula se sonrojó y se cruzó apresuradamente de brazos. No ayudaba el hecho de que él fuera impecablemente vestido. 


Su traje gris estaba impecablemente planchado, al igual que su camisa de seda y su corbata.


—Hagamos un trato. Iré a ponerme algo más adecuado y tú te irás.


Sus carcajadas la siguieron escaleras arriba y, cuando le preguntó de dónde había sacado esos modales, Paula no consideró que mereciera una respuesta, aunque se permitió la satisfacción de dar un portazo al cerrar la puerta de su dormitorio.



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