domingo, 23 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 19






Indianápolis en agosto era calurosa y polvorienta. El coche no iba bien; Pedro no consiguió la primera posición en la salida y, en un esfuerzo por ponerse el primero durante la carrera, forzó demasiado el motor. Paula pasó unos minutos angustiosos viendo cómo las llamas salían de la parte trasera del coche antes de que se detuviera, sintiendo un tremendo alivio al verlo salir del vehículo y alejarse de la pista.


—Tienes suerte de no haberte quemado vivo —le dijo cuando regresaron al hotel. El calor y la tensión hacían que se sintiera irritable, y la actitud despreocupada de Pedro no ayudaba.


—Nadie se quema vivo en la Fórmula 1. Las medidas de seguridad son extremadas —dijo él con frialdad mientras se dirigía hacia la ducha—. Tengo más posibilidades de morir aburrido de tanto sermón.


—Eso no es justo —respondió ella, siguiéndolo hasta el baño—. No tienes ni idea de lo que se siente viendo un coche en llamas sabiendo que sigues dentro, aunque no sé ni por qué me importa.


—¿Te importa? —preguntó él mientras se duchaba—. No me había dado cuenta.


—Sé que estás de mal humor porque has perdido la carrera, pero la verdad es que has estado bastante desagradable desde que abandonamos Italia —dijo ella. No comprendía por qué se mostraba tan frío con ella, pero la intimidad que habían compartido en Venecia había desaparecido y, aunque se lo había preguntado en numerosas ocasiones, Pedro seguía diciéndole que no pasaba nada.


Convencerlo para que confiara en ella era como darse cabezazos contra un muro de ladrillos. Había llevado la cabezonería a su punto más alto y a ella no le quedaba más remedio que comerse la cabeza pensando en qué podía haber hecho que le hubiera molestado. Lo único en lo que podía pensar era en la cena que habían dado en la villa. Sus invitados habían sido altos ejecutivos del mundo de los negocios, banqueros, abogados y miembros de la alta sociedad italiana. ¿Lo habría abochornado sin darse cuenta? 


La verdad era que se había sentido nerviosa al principio, pero no había cometido ningún error, como utilizar el tenedor equivocado o beber del recipiente para lavarse los dedos.


Tal vez haberla visto con un vestido que no era de diseño y bisutería le hubiera recordado que no encajaba en su mundo. Recordaba cómo había intentado convencerla para que se pusiera unos pendientes de perlas y diamantes con los que se había presentado.


—Me moriría si perdiera uno —había dicho ella, negándose a probárselos—. Si la única razón por la que quieres que asista a la cena es para demostrar lo rico que eres, entonces olvidémonos de esta relación ahora mismo.


Ser exhibida en público como su amante era una cosa, pero estaba decidida a mantener el respeto en sí misma, y no podría hacerlo si todo el mundo especulaba sobre cómo se habría ganado esos regalos tan caros.


—¿Te avergüenzas de mí? —preguntó mientras Pedro alcanzaba una toalla.


—Claro que no. Qué ridiculez —contestó él—. ¿Por qué piensas eso?


—Porque no llevo alta costura ni joyas caras como las esposas de los ejecutivos que fueron a la cena.


—Podrías haberlo hecho. Fue elección tuya no ponerte los pendientes que te compré, y además tienes varias tarjetas de crédito a tu disposición para comprarte ropa.


—Lo sé, pero prefiero pagar mis propios caprichos. Ya te he dicho que no me interesa tu dinero.


—Es cierto, ya me lo has dicho —murmuró él—. Tu parsimonia es admirable. A veces me pregunto qué esperas ganar con nuestra relación, aparte de sexo, claro.


—Eso es una grosería —dijo ella, que lo había seguido hasta el dormitorio. Parecía como si estuviese tratando de hacerle daño deliberadamente. ¿Se habría cansado de ella? ¿Habría cumplido ya su propósito y estaría preparándola para poner fin a su idilio? No habían hecho el amor desde su viaje a Venecia, y el celibato no era algo propio de él, lo cual sólo podía significar una cosa.


—¿Te estás viendo con otra?


—Madre de Dios, ¿de dónde iba a sacar el tiempo? Tienes un apetito insaciable —murmuró él, haciendo que pareciera una ninfómana.


—Bueno, lo siento si soy demasiado para ti.


—Tu ansiedad por meterte en mi cama es halagadora, pero a veces me pregunto si hay algún motivo oculto. ¿Se te ocurre algo, Paula? ¿Algo que no me hayas contado?


—No sé lo que estás insinuando.


Pedro cruzó la habitación caminando hacia ella, y Paula no pudo dejar de mirar la minúscula toalla que cubría sus caderas y que dejaba poco a la imaginación.


—Quizá se te ocurra —sugirió—. Mientras tanto, no tengo objeción en satisfacer tus más primitivas necesidades.


—No me hace gracia que digas eso —susurró Paula, mirándolo a los ojos.


—Es que no me siento muy gracioso en este momento, cara —dijo él, agarrándola del pelo para presionarla contra su pecho. El vello de su torso estaba húmedo por el agua de la ducha, y el calor y la exótica fragancia del gel le nublaron los sentidos—. Hagamos algo con esas necesidades, ¿te parece?


Ella negó con la cabeza y murmuró una ligera protesta, pero él la apretó con más fuerza.


—No te atrevas a decirme que no deseas esto —susurró él, acariciándole la piel con los labios mientras hablaba—. En esto, por lo menos, sé sincera, Paula. He visto cómo me mirabas en la ducha y estás desesperada, ¿verdad?


La besó intensamente y Paula sintió que tenía que apartarse para salvar su orgullo. Pero su cuerpo tenía voluntad propia y lo único que deseaba era sentirlo dentro de ella.


Pedro estaba respirando entrecortadamente cuando finalmente abandonó sus labios, la miró y tiró de la parte de arriba de su vestido, haciendo que los botones salieran volando en todas direcciones.


—¡Pedro! No tenías por qué romperlo.


—Te compraré otro —murmuró él mientras le quitaba el sujetador y admiraba sus pechos—. Puedo permitírmelo.


—No quiero tu maldito dinero —exclamó Paula, desesperada por aferrarse a la cordura mientras sentía sus manos en los senos, y respiró profundamente cuando Pedro inclinó la cabeza y comenzó a acariciarle los pezones con la lengua.


—No paras de repetir eso, lo cual nos deja sólo con el sexo, porque no hay nada más entre nosotros, ¿verdad?


Aquellas insinuaciones hicieron que Paula tratara de apartarse, pero él la agarró del pelo hasta arquearle la espalda para poder seguir devorando sus pechos.


Pedro, no quiero que sea así —dijo ella—. No cuando estás furioso y ni siquiera sé por qué.


Pedro se quedó quieto al oír sus palabras, pero, en vez de soltarla, la tomó en brazos y la lanzó sobre la cama. Con un rápido movimiento, le quitó las bragas y le separó las piernas antes de quitarse la toalla.


—Pues detenme —dijo él con voz profunda.


—No puedo —admitió Paula mientras la penetraba de golpe.


Sin haberla tocado con las manos ni con la boca, estaba igualmente preparada para recibir sus embestidas, y Pedro gimió al sentir cómo sus músculos se contraían. No debía haber hecho eso, no debía haberla poseído tan salvajemente sin preliminares. Al darse cuenta de ello, intentó apartarse, pero ella lo rodeó con las piernas, aprisionándolo.


—No pares —susurró—. ¿Qué es lo que quieres, Pedro? ¿Quieres oír las palabras? ¿Quieres que te lo niegue? De acuerdo. Por favor, no pares, por favor, hazme el amor, Pedro.


Sus palabras quedaron ocultas bajo sus labios cuando la besó, nublándole los sentidos. Paula no tenía intención de detenerlo y le devolvió los besos con pasión, arqueando el cuerpo cuando él comenzó a moverse, embistiéndola una y otra vez, conduciéndola hasta el límite, haciendo que gritara su nombre. Él llegó al clímax justo después, gritando su nombre desde lo más profundo de su garganta antes de derrumbarse sobre ella. Pero, segundos después, se levantó de la cama y se metió al baño dando un portazo tras él. Fue entonces cuando Paula hundió la cabeza en la almohada, decidida a que no la oyese llorar.










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