lunes, 26 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 21





Durante los días que siguieron, Pedro apenas pudo concentrarse en su trabajo. Cuando alguien le decía algo, tardaba un instante en procesarlo y no siempre daba la respuesta que venía al caso. Su secretaria, una mujer de mediana edad que llevaba trabajando con él desde hacía más de quince años, lo miraba preocupada y Pedro tuvo que asegurarle en varias ocasiones que no le ocurría nada.


Todo su afán se centraba en encontrar una estrategia que le permitiera llevar a su vecina a la cama. Apenas se había decidido por un plan, lo abandonaba y proyectaba otro con detalles aún más elaborados. El tema se estaba volviendo una obsesión y notaba que corría el riesgo de volverse loco.


Un par de semanas después, decidió llevarla a cenar a uno de los restaurantes de moda de Londres, donde la lista de espera no bajaba de los tres meses. Gracias a sus contactos, consiguió una mesa para dos para esa misma noche y fue a comunicárselo a su vecina. Llamó al timbre, una, dos, cinco veces... hasta que resultó evidente que Paula no se encontraba en casa. Así que, frustrado por el deseo que tenía de verla de nuevo, regresó a su piso y, en ese mismo instante, sonó el teléfono.


—¿Diga?


Pedro, ¿Pedro? —reconoció en el acto la voz de su vecina, pero parecía llegarle desde muy lejos y había un desagradable ruido de fondo.


—¿Paula? Dime, te escucho.


—Necesito que me hagas un favor, Pedro.


—¿Un favor?


—Necesito que saques a Milo a pasear, no sé a qué hora llegaré esta noche.


—¿Dónde estás? —no pudo evitar preguntar, pero la voz de la chica dejó de oírse durante unos segundos y Pedro no entendió la respuesta.


—...la llave está detrás del extintor de la escalera —seguía diciendo Pau cuando se recuperó la comunicación.


—Está bien, Paula, no te preocupes, ahora mismo lo sacaré.


—¡Gracias, Pedro! Sabía que podía contar con... —en ese momento la conversación se cortó.


—¡Demonios! —exclamó Pedro, preocupado, le daba la sensación de que algo inquietaba a su vecina.


Volvió a salir, cogió las llaves y entró en el piso de Paula. Por unos instantes, sintió la tentación de ir a su estudio y examinar el resto de sus cuadros, pero resistió el impulso; hacer algo así, sería como leer el diario de la joven, se dijo.


—Hola, Milo —respondió al saludo impetuoso del enorme animal.


Encontró la correa, se la puso y enseguida estaban en la calle, donde dieron un largo paseo por los muelles. Cuando regresaron, Paula todavía no había vuelto. Pedro le dio al perro su ración de pienso y se quedó un rato sentado en el sillón hojeando un libro de pintura. Hacia las diez decidió irse a su casa. Se preparó algo de cenar pero no encendió el televisor, atento al regreso de su vecina. Eran casi las doce cuando escuchó el ascensor detenerse en su planta. Con rapidez, salió afuera y descubrió a Pau que trataba de girar la llave en la cerradura sin conseguirlo; por un momento, pensó que había bebido pero, cuando al oír ruido a sus espaldas la joven se volvió hacia él, vio las oscuras ojeras bajo sus ojos y se dio cuenta de que, en realidad, se encontraba exhausta. Al instante, se borraron de su mente todos sus planes de seducción.


—Paula, ¿qué ocurre? —fue hacia ella, la apartó con suavidad y él mismo dio la vuelta a la llave.


—Buenas noches, Pedro, gracias por ocuparte de Milo. —Paula trató de sonreír con labios temblorosos, pero era evidente que el esfuerzo era demasiado para ella.


—¿Has cenado? —preguntó Pedro, que había entrado detrás de la chica.


—No, pero no podría tragar bocado.


—Te calentaré un poco de leche —dijo él dirigiéndose a la cocina.


Sin fuerzas para discutir, Paula se desplomó en el sillón. 


Pedro volvió a los pocos minutos llevando una bandeja con un vaso de leche y unas galletas, se sentó a su lado en el sofá y le tendió el vaso. La joven dio unos cuantos sorbos y lo volvió a dejar sobre la mesa.


—Estaba preocupado por ti.


—Como puedes ver no me ocurre nada. —Paula se quedó en silencio durante unos segundos y luego prosiguió—: Se trata de Rachel...


Los labios femeninos empezaron a temblar de nuevo y Pedro recordó a la chica con síndrome de Down que había conocido el día de la exposición.


—¿Qué ha ocurrido? —preguntó él con suavidad, al tiempo que se acercaba más a ella y la abrazaba, obligándola a apoyar la cabeza en el hueco de su brazo.


—Estábamos en clase pintando y, de repente, ha caído al suelo fulminada. He llamado a emergencias; enseguida han enviado una ambulancia y yo la he acompañado al hospital. Durante horas le han hecho prácticamente de todo, pero... —Paula que hasta ese momento había relatado los acontecimientos con una voz monótona e inexpresiva, se derrumbó, hundió la cabeza en el pecho masculino y empezó a sollozar destrozada. Pedro la apretó más contra sí, deseando poder consolarla, pero sintiéndose impotente.


—Ha muerto. Cuando ha llegado su madre he tenido que darle la noticia. —Los sollozos arreciaron contra la camisa masculina—. Oh, Pedro, ha sido tan horrible...


Pedro la dejó llorar hasta que su camisa quedó empapada, limitándose a acariciar su pelo y su espalda con un roce tranquilizador. Al cabo de varios minutos, las lágrimas habían dejado de fluir y tan solo algún estremecimiento aislado sacudía su cuerpo esbelto de vez en cuando. Por fin, Pau alzó su rostro desencajado hacia él.


—Muchas gracias, Pedro. Necesitaba contárselo a alguien.


—No me des las gracias, Paula —respondió Pedro secándole las lágrimas con las yemas de sus pulgares.


Paula trató de levantarse, pero sus rodillas estaban tan flojas que se vio obligada a sentarse de nuevo en el sillón. Su vecino se incorporó, la cogió entre sus brazos como si no pesara nada y se dirigió al dormitorio. Con delicadeza, la depositó sobre la cama y la ayudó a quitarse la chaqueta y las botas que llevaba puestas.


—De verdad, Pedro, no es necesario...


—Tú hiciste lo mismo por mí, ¿recuerdas? Solo te devuelvo el favor.


La joven esbozó una débil sonrisa y cogió el pijama que su vecino le tendía.


—Póntelo y volveré a arroparte— le dijo Pedro con ternura antes de salir de la habitación.


Al volver a entrar, Paula yacía tendida en la gran cama de su tío, con las blancas sábanas subidas hasta la barbilla. Pedro se sentó en el colchón a su lado y agarró una de sus manos.


—¿Te encuentras un poco mejor?


—Algo —respondió ella—, pero creo que no podré pegar ojo esta noche.


Mirando su rostro agotado, Pedro dijo:
—Déjame a mí. Cierra los ojos y trata de relajarte.


Obediente Paula cerró los párpados y, al instante, notó los dedos masculinos, ligeros como el roce de una pestaña, deslizándose por el arco de sus cejas, delineando su tabique nasal, trazando el contorno de sus ojos, sus pómulos, la línea de la mandíbula y, sin ser consciente de ello, sus tensos músculos comenzaron a relajarse hasta que, por fin, el cansancio y el estrés acumulados le pasaron factura y se quedó profundamente dormida.


Pedro apartó un suave mechón de su pálido rostro y se quedó contemplando la exhausta figura. Sin poder contenerse, inclinó la cabeza y posó su boca sobre los delicados labios femeninos; Paula ni siquiera se movió. 


Haciendo un esfuerzo, se apartó de ella, remetió un poco las sábanas y salió de la habitación.


Pau abrió los ojos, preguntándose por qué se sentía como si el peso del universo descansara sobre sus hombros. 


Enseguida recordó lo ocurrido la noche anterior y le invadió una tristeza tal, que le entraron ganas de volver a cerrarlos, taparse la cabeza con las sábanas y no salir de la cama nunca más, pero, justo en ese momento, oyó que se abría la puerta de la habitación y entró su vecino llevando una bandeja con el desayuno.


—Café y croissants —anunció acercándose a la cama.


Paula se incorporó y se quedó sentada, apoyada contra el cabecero.


—¿Has estado aquí toda la noche? —Pedro, recién afeitado y con un elegante traje oscuro, camisa clara y una bonita corbata de seda, tenía un aspecto inmejorable.


—No, me fui a casa. Pero pensé que sería buena idea prepararte el desayuno antes de irme a la oficina, ayer no cenaste nada —declaró posando la bandeja sobre sus muslos.


El delicioso aroma del café recién hecho asaltó la nariz de Paula y la visión del croissant a la plancha untado con mantequilla y mermelada hizo que empezara a salivar.


—No sé cómo darte las gracias, Pedro —dijo Pau después de tragar un trozo del delicioso bollo—. Tengo que confesar que me he equivocado contigo por completo.


—¿Ah, sí? —Su vecino se sentó a un lado del colchón y observó el pelo revuelto y su rostro encantador, que había recobrado su color habitual.


—Uhum —asintió Pau con la cabeza, pues de nuevo tenía la boca llena.


Pedro la miró divertido.


—¿Y cómo pensabas que era? Siento curiosidad.


—Creía que eras un tipo frío, insensible, indiferente por completo a los problemas que pudiera tener la gente a tu alrededor.


—Un cuadro encantador —aseveró él, apartando con sus largos dedos un mechón de pelo castaño que había resbalado sobre la frente de Pau y colocándolo detrás de una de las delicadas orejas femeninas.


—Pero ya te he dicho que estaba equivocada por completo. —Paula dio un sorbo al café—. Eres un hombre amable, cortés, encantador y, encima, cocinas divinamente...


—Me alegro de que ya no me consideres un ogro —comentó Pedro con ironía.


—No, no eres un ogro en absoluto. —Paula apoyó la palma sobre el dorso de la mano de su vecino que descansaba sobre las sábanas y lo miró a los ojos con una expresión tan tierna que a Pedro comenzó a faltarle el aire— Gracias, Pedro, no sé qué hubiera sido de mí anoche si tú no hubieras estado ahí.


—Será mejor que no nos pongamos sentimentales —dijo él al tiempo que retiraba la mano y se incorporaba con rapidez. 


Si no salía de esa habitación enseguida, sabía que se abalanzaría sobre ella y le haría el amor como llevaba días soñando. Sin que nada en su severa expresión traicionara la agitación de su espíritu, cogió la bandeja vacía y se dispuso a llevarla a la cocina.


—Tengo que irme a trabajar.


—Acércate un segundo, por favor.


Reacio, Pedro se acercó de nuevo a la cama.


—Necesito que te agaches —rogó la joven.


Aún más reticente, Pedro se inclinó hasta que su cabeza quedó casi a la altura de la de la chica. En ese momento, Paula alzó uno de sus brazos, rodeó su cuello y, atrayéndolo hacia sí, depositó un suave beso sobre los labios masculinos. Una sacudida de deseo lo recorrió de arriba a abajo y, si no hubiera sido por la bandeja, que sujetaba en precario equilibrio, la habría atrapado entre sus brazos y no la hubiera dejado escapar.


—Eres un gran amigo —afirmó Pau y lo soltó con suavidad.


Pedro tuvo que inspirar un par de veces antes de recuperar el uso de la palabra.


—Hasta luego, Paula, te veré más tarde —declaró con la voz ronca y salió de la habitación lo más deprisa posible.


Ya en la cocina, Pedro apoyó la frente sobre la fría puerta de la nevera y trató de recuperar la serenidad; había necesitado echar mano de todo su autocontrol para alejarse de Paula y el esfuerzo lo había dejado agotado.






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