lunes, 26 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 22




Paula acababa de cerrar la puerta de su piso con llave cuando escuchó una voz a sus espaldas.


—Buenos días Paula. Yo te llevaré.


La joven se volvió y se encontró a su vecino tan elegante como de costumbre, vestido con unos pantalones oscuros y un abrigo gris entallado.


—¿Cómo sabes a dónde voy? —preguntó, sorprendida. Ella también llevaba un abrigo oscuro, medias negras y unos discretos zapatos de tacón.


—Llamé a la escuela para preguntar cuándo sería el funeral. Vamos. —Sin más, Pedro la agarró de la cintura y la llevó hasta el ascensor.


A pesar de que en cualquier otro momento sus modales autoritarios la hubieran molestado, esta vez Paula no se resistió; es más, se sentía agradecida de poder contar con la compañía de su fiable vecino en ese trance tan difícil.


La iglesia de St Luke en Old Street estaba abarrotada, y Pedro y Pau se sentaron en uno de los últimos bancos. La ceremonia resultó muy emocionante; el coro de la parroquia cantó de maravilla y la homilía del sacerdote, que debía conocer bien a la familia, fue conmovedora. Pedro miraba de reojo a Paula a menudo y notó que, aunque no lloraba, le temblaban los labios.


Cuando terminó la celebración, se dirigieron a los primeros bancos para dar el pésame a los padres de Rachel. La madre en especial estaba destrozada y se abrazó a la chica con fuerza. Paula no pudo resistirlo más y empezó a llorar también. No supo cómo salió de la iglesia, solo era consciente de que Pedro estuvo siempre a su lado, con su brazo apretando con firmeza su cintura y se ocupó de todo. 


De pronto Paula se encontró sentada de nuevo en el asiento del amplio deportivo negro de su vecino, de vuelta a su casa. La joven volvió a pasarse un kleenex por los ojos y respiró hondo tratando de tranquilizarse.


Pedro... ¿te importa? —Pau se detuvo, incapaz de controlar el temblor de su voz.


—Dime, Paula, ¿qué es lo que quieres? —preguntó su vecino en un tono sereno que la tranquilizó en el acto.


—Yo... No quiero estar sola, Pedro—dijo por fin.


—Por supuesto que no voy a dejarte sola hoy, Paula. ¿Qué quieres hacer? ¿Quieres ir a cenar a un restaurante? ¿Prefieres que te lleve al cine para distraerte? —preguntó, solícito.


—No, no quiero ver gente, me apetece estar tranquila.


—Entonces tengo el plan perfecto —afirmó su vecino—. Iremos a mi casa, veremos una película de vídeo y te prepararé algo de cena.


—No tengo hambre.


—Tonterías, no podrás resistirte a una de mis ensaladas —declaró, convencido.


Pedro condujo con destreza entre el intenso tráfico de Londres y poco después se encontraban en el salón de su casa. Pau se quitó el abrigo y los zapatos, y se sentó en el sillón con las rodillas encogidas a un lado de su cuerpo. 


Mientras tanto, su vecino pasaba revista a su extensa videoteca con el ceño fruncido.


—No sé si al final va a ser tan buena idea como pensé. Me temo, Paula, que no tengo más que películas policíacas y de guerra.


—Por supuesto que es una buena idea, Pedro. Elige la que quieras, a mí me gusta mucho el cine.


Por fin, Pedro eligió una y se fue a la cocina a preparar la cena. Paula picoteó un poco de ensalada, pero enseguida dejó su plato a un lado, inapetente. Por una vez, a pesar de que le preocupaba que su vecina no se estuviera alimentando bien, Pedro decidió no decir nada y, sin más dilación puso la película en el enorme televisor de cincuenta pulgadas. Luego se sentó a su lado sobre el cómodo sofá, estiró sus largas piernas sobre la mesa de centro, colocó su brazo derecho sobre los hombros de Paula y la atrajo hacia él. Agradecida, Pau se recostó en el hueco de su brazo y permanecieron así durante toda la película.


Mientras en la pantalla se sucedían ensordecedoras escenas en las que hombres musculosos, armados hasta los dientes, disparaban a diestro y siniestro, y helicópteros último modelo se estrellaban entre aparatosas bolas de fuego, cada vez que Pedro desviaba la vista de la pantalla, un nuevo reguero de lágrimas silenciosas se deslizaba por las suaves mejillas femeninas. El paquete de pañuelos desechables que Paula había sacado de su bolso estaba casi vació y entre sus esbeltos dedos estrujaba las bolas empapadas de los que iba utilizando.


Ajena por completo a la ternura que provocaba en el hombre sentado a su lado, Pau seguía mirando a la pantalla sin verla, en realidad, aunque, de vez en cuando, notaba que Pedro la estrechaba aún más contra sí y depositaba un suave beso en su frente o en sus cabellos. Paula no supo durante cuánto tiempo lloró rodeada por los fuertes y reconfortantes brazos de su vecino, pero cuando por fin terminaron los últimos estallidos y empezaron los títulos de crédito, se sentía mucho mejor, así que alzó sus ojos enrojecidos hacia Pedro y afirmó:
—Mil gracias, Pedro, es una película preciosa. Un poco triste, eso sí.


Pedro estuvo a punto de lanzar una carcajada, pero se contuvo. A pesar de que era obvio que si alguien le preguntara a su vecina de qué iba la película que acababan de ver ella no iba a tener ni la más remota idea de qué contestar, también era evidente que la intensa llantina le había hecho mucho bien.


—Me alegro de que te haya gustado —contestó muy serio.


—Y yo me alegro de tener un amigo como tú, de verdad, Pedro. No sé que habría hecho hoy sin ti. — Pedro contempló los dulces ojos castaños, ligeramente irritados, que lo miraban sonrientes; sus mejillas empapadas, algo más pálidas que de costumbre, y, a pesar de todo, le pareció la mujer más bonita que había visto en su vida, y de nuevo sintió un familiar tirón en la entrepierna. Enojado consigo mismo por dejar que sus impulsos libidinosos se hicieran presentes en un momento en que lo único que necesitaba Paula de él era consuelo, Pedro se apartó de ella con decisión.


—Estoy contento de haber podido servirte de ayuda —respondió él, satisfecho al no advertir ningún matiz traicionero en su voz.


—Me iré a casa ahora, estoy agotada. —Paula recogió su abrigo y agarró los zapatos con la otra mano, demasiado cansada para pensar ni siquiera en ponérselos. Así, descalza, su vecino la acompañó hasta su puerta.


—Agáchate, Pedro


Oh, oh, Pedro podía olerse lo que venía a continuación, así que obedeció de mala gana y se inclinó hasta que su cabeza estuvo a la altura del rostro femenino. Paula rodeó su cara con ambas manos y acarició sus cejas con los pulgares, mientras su sufrido vecino apretaba las mandíbulas en un heroico esfuerzo por reprimir el gemido que pugnaba por salir de su garganta.


—Gracias, amigo mío. —Con suavidad, Pau lo atrajo hacia ella y posó sus labios sobre los suyos.


Sin poder contenerse, Pedro la abrazó con fuerza, mientras la chica se aferraba a su cintura de forma que él notaba el golpeteo de sus zapatos en su espalda. Luego posó sus labios por última vez sobre su frente y, con resolución, se apartó de ella.


—Duerme bien, Paula —le dijo con voz ronca y se dio la vuelta con rapidez, antes de que ella pudiera ver su expresión.



***


Las siguientes semanas pasaron con rapidez; Paula y Pedro se veían a menudo, aunque, a pesar de ello, el proyecto de él de seducir a su vecina no avanzaba a buen ritmo. Algunas noches echaban una partida de ajedrez en casa de Alberto o se encontraban cuando Pau paseaba al perro y él salía a hacer algo de ejercicio. Pedro la había invitado a navegar un par de veces más y lo habían pasado muy bien, sin embargo, no estaba más cerca de acostarse con ella que unos meses atrás. Era consciente de que Paula lo había clasificado como un simple «amigo» y, aunque de vez en cuando le hacía alguna caricia o lo besaba con cariño, él no se hacía ilusiones; la conocía ya lo bastante para saber que era igual de afectuosa con todo el mundo. 


Así que, cada vez más frustrado, Pedro decidió jugar sucio y elaboró un maquiavélico plan que no podía fallar...



****


Durante el periodo anterior a Semana Santa, en cuanto el tiempo empezaba a ser más suave, la escuela organizaba numerosas excursiones y salidas para que sus alumnos pudieran pintar al aire libre. Por un lado, el cambio en la rutina era agradable, pero, por otro, tener que estar pendientes de ellos en todo momento resultaba agotador para los profesores, así que cuando Paula llegaba a su casa, lo único que le apetecía era acostarse en su cama y dormir.


Un sábado Pedro la invitó a cenar al mismo restaurante donde tenía pensado llevarla el día que murió su alumna; llevaban algunas semanas sin verse y Paula aceptó encantada la invitación. Cuando esa noche pasó a recogerla, a Pedro le pareció que hacía meses que no la veía. 


Paula llevaba unos pantalones muy ajustados, una vaporosa camisa semitransparente y unas elegantes sandalias con un tacón de vértigo. Pedro la encontró irresistible, lo que contribuyó a reforzar su resolución de llevar su malvado plan hasta el final.


—Esta vez te has superado, Pedro. —Pau lo recibió con una de sus deslumbrantes sonrisas.


—¿En qué sentido? —preguntó él, al tiempo que se inclinaba para besarla en la mejilla.


Como siempre, el olor de Paula, una mezcla de champú, colonia fresca y ropa limpia se le subió a la cabeza, pero Pedro se recordó que todavía quedaba mucha noche por delante e hizo un esfuerzo para calmarse.


—Mi amiga Fiona estaba verde de envidia cuando le he contado dónde me ibas a llevar a cenar. Le he explicado que esas son las ventajas de tener amigos ricos y con influencias —comentó, mirándolo con picardía.


«Y sobre todo, amigos que llevan meses sin acostarse con una mujer y están al borde de su resistencia», se dijo Pedro a sí mismo, a pesar de que nada en su rostro permitía adivinar sus pensamientos.


—Me alegro de que te apetezca el plan, estoy seguro de que resultará memorable —aseguró su vecino, mirándola enigmático.


Al llegar al restaurante, el maître les acompañó hasta una mesa para dos situada al lado del inmenso ventanal desde el que se podía admirar una vista espectacular del skyline londinense, con los altos edificios de la zona financiera, incluida la torre redondeada del edificio Gherkin la que los londinenses habían apodado el pepinillo y la cúpula de la Catedral de San Pablo, en un llamativo contraste contra el cielo tornasolado.


—Me encanta este sitio —declaró Pau con entusiasmo.


—También te gustará la comida, es deliciosa —afirmó Pedro—. Pediré un buen vino tinto.


—Acuérdate de que yo solo puedo tomar una copa —le recordó la joven, sin apartar los ojos del magnífico panorama.


—No te preocupes —respondió él y se alegró de que Paula, que mantenía la mirada clavada en las impresionantes vistas, no advirtiera su expresión ligeramente culpable.


La cena transcurrió sin incidentes. Pedro se esforzaba por resultar especialmente agradable y ambos estuvieron charlando con animación durante la velada. Absorta como estaba en la conversación, Paula no se dio cuenta de que Pedro había llenado su copa de nuevo y siguió bebiendo, confiada. Cuando le rellenó la copa por tercera vez, Pedro ya había comenzado a notar un cambio sutil en el aspecto de la joven. Los ojos le brillaban aún más de lo habitual, tenía las mejillas bastante sonrojadas y su tremenda vitalidad se había multiplicado por dos. Pedro decidió que su vecina, con unas cuantas copas de más, resultaba más potente que un electrizante fenómeno atmosférico.


Cada vez que le dirigía la palabra, ella le cogía de la mano y se la apretaba con afecto y cuando el camarero se acercó con la carta de postres, Pau comentó que nunca la habían atendido tan bien en ningún lugar. La cálida mirada que acompañó a sus palabras hizo que el joven se ruborizara hasta las orejas y se quedara mirándola embobado. 


Fascinado, Pedro observaba los devastadores efectos del alcohol sobre su vecina sintiéndose un poco culpable; sin embargo, cuando Paula le preguntó si había visto al camarero rellenando su copa, él lo negó con expresión inocente. Durante el postre la chica continuó dando pequeños sorbos a su copa de vino, hasta que Pedro decidió que era suficiente y la apartó a un lado sin que Pau, a esas alturas, se percatara de nada.


—Necesito ir al baño —anunció Paula tratando de ponerse en pie.


Al ver que se tambaleaba ligeramente, Pedro pagó con rapidez, la agarró del brazo y la acompañó hasta la puerta del servicio de mujeres. Como tardaba mucho en salir, optó por asomarse discretamente y vio a Pau abrazada a la encargada de la limpieza, mientras esta sollozaba, desconsolada, sobre su hombro.


—Hola, Pedro, qué bien que hayas venido. Mira esta es Lisa. Su casero amenaza con echarla y está desesperada —le comentó con los ojos despidiendo chispas doradas de indignación.


—Una situación espantosa —respondió Pedro sin perder la calma, mientras hurgaba en el bolsillo interior de su chaqueta de ante y sacaba la cartera. Luego le tendió un billete de cien libras a la mujer y añadió—: Tome, Lisa, quizá esto pueda sacarla del apuro durante un tiempo.


Algo avergonzada y sin poder creer aún lo que veían sus pequeños ojos, la tal Lisa le dio las gracias efusivamente, al tiempo que se abrazaba a Pau una vez más con lágrimas en los ojos. En cuanto consiguió que por fin ambas se despegaran, Pedro rodeó la estrecha cintura de la joven con un brazo y la sacó de allí a toda prisa. Mientras se dirigían hacia el coche, Paula no paró de agradecerle su generosidad.


Pedro Alfonso, eres el hombre más bueno que conozco, eres un auténtico caballero, un santo, un... —Con habilidad, Pedro consiguió introducirla en el asiento del copiloto antes de que Pau pudiera continuar con la retahíla.


Durante el trayecto hasta su casa, la chica posó su cálida mano sobre el muslo de su vecino y lo acarició arriba y abajo, cariñosa, lo que le provocó una erección instantánea; pero, sin percatarse de nada, Paula continuó agradeciéndole con vehemencia su actuación.


—Eres la mejor persona del mundo, se lo diré a Diego. Me dijo que estaba seguro de que eras un auténtico capullo; pero yo le contaré la verdad, le abriré los ojos, le...


—Ya hemos llegado —anunció Pedro, aliviado, al tiempo que apartaba con suavidad la mano de su pierna antes de que su autodominio saltara por los aires.


Su vecino la sujetó de la cintura y la guió hasta la puerta de su piso, le quitó el bolso en el que la chica luchaba en vano por encontrar sus llaves, las sacó y él mismo abrió la puerta. 


Dando traspiés, Paula consiguió llegar hasta el salón y trató de desabrocharse el abrigo con dedos torpes. Al ver que no era capaz de conseguirlo Pedro apartó sus manos y terminó la tarea por ella. Ya sin el abrigo, un tanto despeinada y con los ojos ligeramente vidriosos, Pau alzó los brazos y rodeó el cuello masculino con ellos.


«Esta vez lo conseguiré», se dijo Pedro, satisfecho, tratando de acallar la voz de su conciencia culpable, que pugnaba por hacerse oír en su cerebro.


—Gracias, por todo, Pedro. Te quiero un montón.


Paula posó sus labios sobre la boca masculina y, al sentir su contacto, Pedro olvidó por completo que era un caballero y que un caballero no se aprovechaba jamás de una dama, por muy bebida que esta estuviera. De un imaginario manotazo, apartó al angelito que susurraba en su oído, en tanto que un diablillo rojo se acomodaba sobre su hombro para asistir al espectáculo. Con ansia largo tiempo contenida, empezó a explorar la boca de Paula con su lengua y la respuesta apasionada de la chica hizo que se inflamara aún más, así que la agarró de las nalgas y la estrechó con fuerza contra sí, mientras notaba cómo la sangre inundaba su cerebro.


Sin parar de besarla, introdujo una mano por debajo de la camisa femenina y la deslizó hasta su pecho, apartando de su camino el sujetador de encaje. Con los dedos empezó a trazar círculos sobre su pezón haciendo que de la garganta de la joven brotara un suave gemido, que le arrebató cualquier vestigio de cordura que pudiera quedarle.


Su boca abandonó los labios de Paula y se inclinó sobre su cuello mordiéndolo con delicadeza, mientras ella, con los ojos cerrados, se apretaba aún más contra él haciéndole sentir de manera inequívoca la intensidad de su deseo. Una mano femenina empezó a explorar por debajo de su camisa y el suave tacto de esos dedos sobre los músculos de su pecho llevó a Pedro al borde de la explosión.


La tumbó sobre el sofá del salón y se arrojó sobre ella apartando a un lado la camisa de gasa hasta que un pecho, cremoso y perfecto, quedó expuesto ante sus ojos. Con un anhelo como jamás había sentido, se abalanzó sobre él y empezó a succionar con ansia; mientras Pau, envuelta en una espesa niebla de deseo y alcohol, alzaba sus caderas hacia él con un gemido desesperado. Pedro forcejeó, ansioso, con la hebilla del cinturón y, cuando estaba a punto de desabotonarle el pantalón, Paula anunció con un balbuceo entrecortado:
—Creo que voy a vomitar.


Su vecino alzó la cabeza de su pecho y miró el rostro lívido de la joven con incredulidad. Sin embargo, reaccionó con una rapidez sobrehumana y la alzó entre sus brazos. A toda velocidad, la llevó hasta el cuarto de baño más próximo, abrió la tapa del retrete y sujetó la cabeza de la chica, mientras ella vomitaba toda la cena dentro. Cuando por fin pareció que a Pau ya no le quedaba nada más en el estómago, Pedro la dejó sentada sobre el gélido suelo de mármol, mientras cogía una toalla del lavabo, la mojaba bajo el chorro de agua fría y limpiaba con ella la cara de la joven.


Paula estaba medio inconsciente, así que su vecino la tomó de nuevo entre sus brazos y se dirigió con ella al dormitorio. 


La depositó con suavidad sobre la cama, le quitó los zapatos, terminó de desabrocharle el ajustado pantalón y, con esfuerzo, lo deslizó a lo largo de sus caderas, procurando no mirarla mucho. Después, desabotonó la camisa y la hizo a un lado. Por unos segundos, el maravilloso cuerpo femenino, tan solo cubierto por la breve ropa interior de encaje negro, quedó expuesto ante sus ojos y lo contempló, embobado. Con un profundo suspiro, la tapó con las sábanas y permaneció mirando su rostro, en el que las largas pestañas oscuras resaltaban contra las pálidas mejillas.


Desde luego, su vecina no lo había engañado al contarle el efecto que el alcohol tenía sobre ella, pensó mientras apartaba un húmedo mechón de cabello de su cara con infinita ternura; en esos momentos, se sentía terriblemente culpable por haber querido aprovecharse de las circunstancias. Recostada contra la almohada blanca, con sus hombros satinados asomando, desnudos, por encima del embozo, Pau parecía muy joven y vulnerable y, una vez más, Pedro se arrepintió de su despreciable comportamiento. Todavía le quedaban restos de la formidable excitación que había sentido minutos antes, pero ya no estaba dominado por ella.


¡Por todos los cielos! Si Pau no hubiera anunciado su malestar de esa manera ineludible, la hubiera tomado ahí mismo, sobre el sofá, sin importarle hasta qué punto Paula era consciente de ello.


No podía haber caído más bajo.


En su vida había necesitado emborrachar a una mujer para hacerle el amor; no sabía qué le ocurría con su vecina, que le hacía perder la cabeza de semejante manera. De repente, se dio cuenta de que ni siquiera se había quitado la chaqueta. Con movimientos cansados, se desembarazó de ella e hizo lo mismo con sus zapatos; soltó unos cuantos botones de su camisa y se tendió en la cama, al lado de Paula, observando cómo las sábanas subían y bajaban por efecto de su respiración regular. La joven se volvió hacia él y quedó tumbada de lado, con las piernas dobladas y una de sus manos metida bajo la almohada. Pedro la contempló, embelesado, a pesar de su palidez y de los restos de máscara de pestañas que tiznaban sus mejillas. 


Con cuidado, se acercó más a ella y pasó un brazo por su cintura.


«En unos minutos me iré a mi casa», se prometió a sí mismo, somnoliento, pero, sin darse cuenta, sus párpados se cerraron y se sumergió en un sueño profundo.




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