viernes, 23 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 11




Durante el mes siguiente, Pau y él se encontraron en contadas ocasiones y apenas intercambiaron más que algún escueto saludo. Pedro había decidido que no era conveniente acercarse a su vecina más de la cuenta. Al fin y al cabo, no le gustaba que nadie —y menos una insignificante muchacha que no tenía dónde caerse muerta—, le hiciera sentir incómodo. Hubieran seguido así eternamente si una de las veces en las que él llegaba de correr, sudado y jadeante, Paula, que en ese momento salía del portal, no se hubiera parado allí mismo resuelta a hablar con él.


—Hola, Pedro, hace siglos que no charlamos —saludó, alegre.


—Hola, Paula. Sí, la verdad es que últimamente estoy muy ocupado. Ahora mismo iba a darme una ducha, estoy agotado.


El hombre se volvió para marcharse, pero Pau se interpuso en su camino con decisión, alargó la mano y lo sujetó por el brazo sudoroso. Su gesto, tan efectivo como si acabara de dispararle una descarga paralizante con una pistola eléctrica, lo detuvo en seco.


—Trabajar tanto no puede ser bueno —comentó Paula clavando sus aterciopeladas pupilas castañas en los duros ojos masculinos.


—Tonterías —descartó Pedro con severidad. La mano femenina seguía posada en su brazo produciéndole un extraño cosquilleo que le hizo envararse aún más pero, a pesar de que le hubiera gustado, era incapaz de apartarse de ella.


—No son tonterías, Pedro—Su forma de dirigirse a él, como si estuviera hablando con un chiquillo cabezota, hizo que a Pedro le entraran ganas de sacudirla—. La vida no puede ser solo trabajar y trabajar.


—¿Por qué no? A mí es lo que más me gusta —respondió, desafiante.


—Pobre... —La compasión que detectó en los ojos femeninos no le pareció fingida y su enojo subió un par de grados.


—Para tu información, Paula Chaves, soy yo el que debería sentir lástima de ti —anunció su vecino.


—Ah, ¿sí? —preguntó ella lanzándole una de esas sonrisas que parecían iluminarla por completo.


—Sí —respondió él parpadeando un par de veces, deslumbrado—. Una mujer de unos veintitantos años...


—Treinta y tres —precisó ella muy seria, aunque el cálido chisporroteo de sus ojos desmentía su aparente gravedad.


—... que vive de prestado en casa de su tío —continuó él como si no la hubiera oído—. Con un trabajo que no debe reportarle más de unas mil libras al mes...


—Novecientas cincuenta, para ser exactos.


Definitivamente, esa joven resultaba exasperante.


—¿Qué futuro te espera? ¿Qué ocurriría si por cualquier cosa perdieras la salud? ¿Tienes algún tipo de seguro, un plan de jubilación, un...?


—¡Para por Dios, Pedro, me estás deprimiendo!


—Quería que llegaras por ti misma a la conclusión de quién de nosotros es más digno de lástima. Está claro ¿no? —afirmó Pedro, triunfante.


—Pero hay algo que marca toda la diferencia.


—¿Sí? —preguntó, sarcástico, para él estaba muy claro que la joven no quería dar su brazo a torcer por pura cabezonería.


—Yo estoy disfrutando del presente. Mi trabajo me encanta, lo mismo que a ti, pero no se traduce solo en cifras; trata de personas, con las que mantengo el contacto día a día, que me transmiten emociones y calor humano. Tú tienes una gran empresa, cada día más grande, pero todo ese esfuerzo ¿para qué? ¿Quién reclamará los frutos de toda una vida de sacrificio?


—Eso no son más que tonterías sentimentales. Yo también trabajo con personas. Gracias a mi sacrificio, como tú lo llamas, miles de ellas gozan de un empleo que, a su vez, les permite disfrutar de la vida. Y respecto a cuando yo no esté, espero que para entonces habré creado una familia y tendré hijos a los que poder entregar el resultado de tantos años de trabajo.


—¿Familia, hijos? ¿Tienes pensado casarte con la inefable Alicia? —preguntó Paula con curiosidad.


—Mi vida sentimental no es de tu incumbencia —Pedro respondió con frialdad, a pesar de que sus ojos grises lanzaban furiosas esquirlas de hielo, pero Pau no se amilanó.


—Y dime, querido vecino, ¿cuándo encontrarás tiempo para casarte y no digamos para tener hijos? ¿Está la fascinante Alicia dispuesta a traer al mundo lo que no serán más que serios obstáculos en su carrera?


—¡Hablas de lo que no sabes! —A Pedro le enfureció no poder controlar el tono de su voz, que sonó más alto de lo que deseaba.


—¿Ah, no? —La joven alzó una ceja, burlona.


Haciendo un esfuerzo sobrehumano para no perder los papeles por completo, Pedro cogió la mano que lo sujetaba y la apartó con suavidad, respiró profundamente y contestó en un tono más calmado:
—No quiero seguir hablando contigo de este tema. Me voy a duchar. Buenas noches. —Muy tieso, giró sobre sí mismo y se dirigió hacia el portal, pero no pudo evitar oír la voz de su insufrible vecina a sus espaldas.


—¡Pedro,Pedro, lo siento! ¡Te prometo que no volveré a meterme contigo! —A pesar de sus excusas, el hombre creyó detectar una nota de regocijo en sus palabras y, furioso, apretó los puños con fuerza—. Si vuelves a tiempo el viernes, te invito a cenar y a una partida de ajedrez —le gritó Paula antes de que él cerrara la puerta sin volverse a mirarla.


«Esa mujer está loca si cree que voy a pasarme el viernes por su piso para que siga insultándome», se dijo Pedro apretando los labios.



***


Durante el resto del paseo, Paula siguió pensando en Pedro Alfonso. Había intentado por todos los medios a su alcance sacarlo de sus casillas pero, a pesar de que estuvo cerca, no lo había conseguido. Ese estirado vecino suyo era duro de pelar, se dijo. Su coraza de buena educación era casi inexpugnable, pero Pau se prometió a sí misma que la atravesaría, aunque para ello se viera obligada a utilizar juego sucio.


—Milo, te pongo por testigo de que el orgulloso Pedro Alfonso no tendrá más remedio que empezar a disfrutar un poco de la vida, le guste o no— juró Pau, alzando el puño contra el cielo oscuro como una moderna Scarlett O'Hara. El perro la miró con adoración y se limitó a mover el rabo, entusiasmado.



***


El viernes Pedro llegó a su piso hacia las ocho de la tarde, acababa de llegar de Nueva York y, a pesar del cansancio acumulado, sabía que no podría pegar el ojo. Al abrir la puerta, vio una nota que alguien había deslizado por debajo de la rendija, se agachó y descubrió una letra desconocida y bastante caótica.


«Como su dueña», pensó mirando la firma que figuraba al final.



Querido Pedro, espero que recordarás la partida que tenemos pendiente.


Pau


Nada más. Estuvo a punto de rasgar la nota y tirarla al cubo de la basura, pero en ese momento su móvil emitió un sonido y vio que su amigo Harry le había dejado un mensaje.
«Pedro», escuchó, «si llegas a tiempo, tengo una mesa reservada en Mason's a las ocho y media. Estaremos nosotros, los George y una chica que está deseando conocerte».


«Demonios», se dijo a sí mismo, «no debería haberle comentado a Harry que lo he dejado con Alicia».


Lo último que le apetecía esa noche era acudir a una cita a ciegas. Otra posibilidad era quedarse en casa zapeando delante del televisor hasta que le entrara el sueño, pero esa opción tampoco le seducía. Quizá lo mejor, al fin y al cabo, sería ir a casa de su vecina. Así aprovecharía para cenar un poco, echar la famosa partida de ajedrez —que liquidaría en cinco minutos—, y regresaría a su casa temprano Sí, haría eso exactamente.


En la nota no ponía hora, así que Pedro se duchó con calma, se puso unos desgastados vaqueros y una camisa blanca y se calzó unos cómodos mocasines de ante. Buscó en su pequeña vinoteca y cogió una botella de vino blanco, con ella en la mano llamó al timbre y esperó varios minutos.


Molesto, oprimió de nuevo el botón durante un buen rato, hasta que la puerta se abrió por fin.


—Hola Pedro, perdona, no te oía con la música —saludó, Paula sin aliento. Luego miró el reloj y al ver la hora exclamó, agobiada—: ¡Dios mío, no pensé que fuera tan tarde!


Pedro contempló el pelo revuelto de su vecina, la cara roja y su expresión angustiada. Sus habituales vaqueros rotos y su camiseta de algodón, a pesar de estar protegidos por un delantal, lucían numerosas manchas de lo que podía ser sangre o, lo más probable, salsa de tomate.


—Parece que te ha pasado un tanque de tres toneladas por encima —fue el veredicto de su vecino.


Paula le sonrió sin ofenderse y retiró el enmarañado cabello de su rostro con una mano no muy limpia.


—Gracias, Pedro, tú en cambio estás impecable, como siempre.


Pedro agradeció el cumplido con una ligera inclinación de cabeza y entró en la vivienda mirando a su alrededor con curiosidad. No había estado allí desde la noche de la fiesta y observó que todo estaba mucho más ordenado; a pesar de ello, un libro en la mesa y algunas revistas abiertas aquí y allá, un jarrón lleno de flores, el perro dormitando frente a la chimenea encendida y el leve olor a comida que salía de la cocina, le daba a la vivienda el ambiente hogareño del que la suya carecía.


—¿Cuál es la emergencia? —preguntó muy tranquilo.


—Quería lucirme —confesó la chica—, así que le pedí a Fiona su libro de Venti deliziose ricette italiane pensando que sería fácil, pero la vitrocerámica me odia y conspira contra mí. A pesar de que he seguido las instrucciones al pie de la letra, en vez de deliziose, todo me sale más bien «asquerosi».


Divertido, Pedro observó su aspecto desesperado.


—Vamos a la cocina —ordenó y, obediente, Pau lo condujo hasta allí arrastrando los pies.


La cocina parecía un campo de batalla; la salsa de tomate salpicaba incluso las paredes, algunos trozos de verdura habían caído al suelo y, por todas partes, había utensilios y platos usados de distintos tamaños y colores.


—Dios mío, ¿esto lo has hecho tú solita?


Paula suspiró, avergonzada, mientras Pedro echaba una ojeada a la receta y a los ingredientes que estaban esparcidos alrededor.


—Creo que podré hacer algo con todo esto.


—¿De verdad? —pregunto ella, animándose de repente. 


Pedro le pareció como si el sol acabara de salir en medio de la desordenada cocina.


—Anda, ve a ducharte. Yo me haré cargo de este código rojo.


Pau protestó:
—Ni hablar, Pedro. No puedo dejarte solo con este follón. Yo he sido la que te invitado, no puedo permitir que con lo cansado que debes estar te ocupes de todo. Llamaré a pedir una pizza.


—Paula —dijo Pedro en un tono de voz de no admitía objeciones, al tiempo que colocaba las palmas de sus manos sobre los hombros de la chica—. Vete a duchar ahora mismo y, ya sabes, no hace falta que te des prisa.


Diciendo eso la giró y con una leve palmada en el trasero, la envió en dirección a la puerta. La chica volvió la cabeza, indignada, pero no se atrevió a protestar. Al fin y al cabo, sentía un alivio tremendo al ver que otro se hacía cargo del desastre.


Siguiendo los consejos de Pedro, aprovechó para lavarse el pelo donde también habían ido a parar restos de salsa de tomate, lo secó con el secador y se puso uno de sus sencillos vestidos.



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