jueves, 8 de septiembre de 2016

EL ANONIMATO: CAPITULO 3




Pedro Alfonso miró a la mujer que se deslizaba por entre los maderos de la valla del corral y sintió que el corazón se le detenía en seco. Se dijo que no había sido su perfecto trasero lo que había provocado aquella reacción, ni el cabello rojizo que, recogido en una coleta, relucía como si fuera fuego, sino el hecho de que se estuviera acercando a un semental al que no le gustaban los desconocidos. Lo que había comenzado evidentemente como una aventura estaba destinado a terminar muy mal.


Echó a correr hacia el corral, pero luego decidió aminorar el paso para no ser él quien asustara al caballo. Medianoche se movía nerviosamente, mirando fijamente a la mujer que se estaba acercando a él.


Pedro oyó que la mujer murmuraba suavemente con un tono bajo y tranquilizador, no muy diferente al que él mismo habría utilizado. A pesar de todo, pensaba echarle una buena regañina por haberse metido en el corral, asumiendo que saliera de una pieza, lo que todavía no estaba nada claro.


¿Dónde diablos estarían Karen y Esteban? ¿Por qué habían permitido que aquella mujer anduviera a sus anchas por el rancho? Tal vez ni siquiera sabían que estaba allí. 


Seguramente así era. Sabían lo nervioso que era Medianoche y, si estuvieran en el rancho, nunca le habrían permitido que se acercara al animal.


Los fuertes músculos del caballo se anudaron cuando ella le colocó suavemente una mano en el cuello. El animal piafaba, pero no la atacó, tal y como Pedro había anticipado. Sin dejar de murmurar, la mujer se metió la mano en el bolsillo y sacó un terrón de azúcar. Cuando Medianoche lo olisqueó, lo tomó delicadamente de la mano de la mujer, como si nunca hubiera pensado en hacerle daño.


Por fin, Pedro se relajó un poco. Evidentemente, aquella mujer conocía muy bien al semental. El caballo hubiera destrozado con los cascos a cualquiera que se hubiera acercado a él, pero le encantaban las golosinas. Azúcar, manzanas, zanahorias… Contempló cómo el caballo le golpeaba el bolsillo con la nariz para que le diera más.


La mujer se echó a reír, ligera y alegremente, cuando el caballo la empujó algo bruscamente y estuvo a punto de hacerla caer sobre su atractivo trasero.


—No, no. Hoy ya no hay más —le dijo, frotándole el cuello.


Pedro sintió un profundo deseo de cambiarle el sitio a Medianoche. Se preguntó cómo se sentiría si aquellas esbeltas manos le acariciaran el cuello y se le deslizaran sobre el pecho de aquella manera. Entonces, murmuró una maldición. Era penoso que un hombre tuviera celos de un caballo.


Después de unos momentos, la mujer se alejó del caballo y volvió a salir por donde había entrado, con una expresión de satisfacción en el rostro. Esta le duró hasta que vio a Pedro quitándose el sombrero. Él tenía una expresión que habría intimidado al mismísimo Wyatt Earp.


—Hola —dijo ella con una agradable sonrisa.


Esta se le heló en el rostro al no verse correspondida.


—¿Qué se creía que estaba haciendo? —le espetó él, con la intención de hacerla temblar dentro de aquellas carísimas botas.


—¿Y a usted qué le parece? —le espetó ella, sin amilanarse.


—A mí me pareció que estaba esforzándose mucho para que la mataran y arruinarle la vida a un semental al mismo tiempo. La próxima vez que decida que quiere hablar con los animales que hay en este rancho, pida permiso. No está usted en un maldito picadero y estos caballos no son mascotas.


Si su intención era intimidarla, fracasó estrepitosamente. La mujer dio un paso firme hacia él. Se acercó tanto que las puntas de las botas de ambos se tocaban y el aroma floral que emanaba de ella lo envolvió hasta turbarlo de la cabeza a los pies.


Pedro tragó saliva. Tuvo que controlarse para no dar un paso atrás. Además, ninguna mujer le iba a dar órdenes en sus establos, especialmente cuando los dos sabían que él estaba en lo cierto.


—Ahora, escúcheme a mí —replicó ella, dándole con un dedo de manicura perfecta en el pecho—. Yo estaba en ese corral porque Esteban y Karen me han pedido que venga a echarle un vistazo a ese caballo. Por lo que yo sé, este rancho les pertenece a ellos. ¿Le vale con ese permiso, vaquero?


—¿Qué le han pedido que entrara en el corral con ese semental? ¿Y por qué iban a hacer eso?


—Tal vez porque llevo trabajando con caballos desde que no levantaba ni un palmo del suelo. Tal vez porque, al contrario de ciertas personas, no les obligo a hacer cosas que no quieren hacer. Tal vez porque ganarse la confianza de un caballo que ha sido maltratado del modo en que lo ha sido este es algo de lo que el cuidador que han contratado no tiene ni la más mínima idea. Supongo que ese será usted —añadió, con una sonrisa.


Efectivamente así era, pero Pedro no tenía la intención de ponerse a discutir con aquella mujer. Lo que sí pensaba hacer era tener una larga charla con Esteban Blackhawk para saber quién estaba a cargo de los caballos de aquel rancho. 


Según le habían dicho, ese trabajo le correspondía a él.


—Hasta que Esteban me diga lo contrario —replicó él, mirando fijamente los ojos azules verdosos de la mujer—, nadie se va a acercar a Medianoche a menos que yo lo diga. Si la vuelvo a ver aquí, no le gustará el modo en el que la echaré.


—¿De verdad? —preguntó ella, no muy impresionada.


—Póngame a prueba.


Pedro no estaba del todo seguro, pero le pareció que, mientras la mujer se daba la vuelta y se marchaba, le había dicho que lo haría. Tal vez era una locura, tal vez era demasiado optimista, pero le daba la sensación de que ella ya no estaba hablando exclusivamente del caballo. De hecho, le había dado la impresión de que aquella mujer tenía otra cosa en mente. El cuerpo de Pedro respondió con una oleada de deseo tan poderosa que estuvo completamente seguro de que aquella noche le costaría mucho conciliar el sueño.



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