jueves, 8 de septiembre de 2016

EL ANONIMATO: CAPITULO 2





Aquella semana, las componentes del Club de la Amistad se habían reunido alrededor de la mesa de la cocina de Karen, como cada lunes. Emma se había marchado de Denver para establecerse allí y había abierto su propio bufete, Gina estaba al frente del restaurante de Tony en Winding River y Carla era muy feliz en su matrimonio con Joaquin, por lo que aprovechaban para reunirse en cualquier sitio cada semana y hablar de sus vidas. Paula se les unía siempre que podía, lo que cada vez, iba siendo más frecuente.


Incluso cuando no estaba en la ciudad, le daba la sensación de que era el principal tema de la conversación. Sus amigas estaban muy preocupadas por ella. Era la única que todavía no se había mudado a Winding River desde que la reunión de antiguos alumnos la hizo regresar. También era la única que no estaba ni felizmente casada ni comprometida. Tal vez si se hubiera mostrado muy entusiasmada sobre su vida en Los Ángeles, ellas no estarían tan preocupadas. Sin embargo, Paula no había podido ocultar su descontento.


Ni siquiera ella misma se podía explicar la razón por la que todavía no había podido tomar la decisión de regresar a Winding River, cuando, para todo el mundo, estaba claro que Los Ángeles ya no la atraía tanto como lo había hecho en el pasado.


Permaneció durante un momento en los escalones del porche trasero del rancho Blackhawk, escuchando la conversación que se estaba produciendo en el interior. Aquel rancho se había convertido en su casa en Winding River. Allí había comprendido que aquel era el único lugar en el que se sentía totalmente en paz. Durante los últimos meses, había empezado a encontrarse de nuevo. Lo único que tenía que hacer era reconciliar lo que estaba descubriendo con la vida que llevaba desde hacía diez años.


Oyó su nombre, lo que la hizo prestar atención a la conversación.


—Os digo que le ocurre algo. Paula no es feliz. Sé que quiere regresar aquí —decía Karen—. Tenemos que hacer algo.


Paula suspiró y llamó a la puerta. Entonces, entró sin esperar a que fueran a abrirla.


—¿Ya estáis otra vez hablando de mí a mis espaldas? —preguntó jocosamente mientras tomaba una silla y se sentaba con ellas—. ¿O es que sabíais que estaba ahí fuera?


—Sabes que te diría lo mismo a la cara —replicó Karen—. De hecho, lo he estado diciendo tan a menudo que hasta yo estoy cansada de escuchar lo mismo.


—Entonces, ¿por qué no dejas el tema? —le preguntó Paula, con una ligera tensión en la voz.


Aquella presión no la estaba ayudando a tomar una decisión. 


De hecho, parecía complicarla, dado que no hacía más que preguntarse si querría volver a casa por sus amigas o por ella misma.


—No lo dejaré porque sé que no eres feliz —dijo Karen, frunciendo el ceño—. Y no entiendo por qué no haces algo para solucionarlo.


—¿Tiene razón Karen? —quiso saber Emma—. ¿Quieres regresar aquí? Todas llevamos meses sospechándolo. Si es así, ¿qué te retiene? Déjate llevar. Hazlo… si es eso lo que realmente quieres.


—De todos modos, estás aquí la mitad del tiempo —señaló Carla—. ¿Por qué no lo haces oficial?


Tenían razón. Si aquello era lo que quería, era el momento de actuar. Una a una, sus amigas habían ido regresando a Winding River y eran felices allí. Habían encontrado lo que les faltaba en sus vidas y las envidiaba por ello.


Sin embargo, ¿y si ella no encontraba la misma clase de satisfacción? ¿Y si se estaba equivocando al creer que sería más feliz llevando una vida normal en Wyoming de lo que lo era en el torbellino de Hollywood? ¿Y si quemaba los barcos y regresaba a casa solo para descubrir que seguía sintiéndose igual de triste? ¿Y si el problema estaba en ella misma y no en su profesión?


—Habla con nosotras —le animó Gina—. ¿Por qué dudas?


—Es un paso muy grande…


—Sí, claro —afirmó Emma —, pero ¿cuáles son los riesgos? No se trata de dinero. A menos que hayas sido una completa manirrota, deberías tener dinero suficiente para que te dure toda la vida.


—Eso es cierto.


—Además, no te vuelve loca que te reconozcan por donde quiera que vayas —comentó Carla—, así que no creo que lo eches de menos.


—Por supuesto que no —subrayó Paula fervientemente.
Aquello era algo que odiaba.


—¿Es por tu trabajo como actriz? —preguntó Karen—. Siempre me ha dado la sensación de que no te lo tomabas muy en serio, aunque lo hagas muy bien. ¿Me equivoco? ¿Crees que lo echarás de menos?


—No, no es por actuar. Es divertido, pero en realidad no significa nada para mí. No siento una necesidad imperiosa por colocarme ante las cámaras.


—¿Y los hombres guapos? ¿Es eso? —quiso saber Gina, con una sonrisa en los labios—. Dios sabe que todas echaremos de menos que nos cuentes sus historias, pero estoy dispuesta a sacrificarme con tal de tenerte aquí.


—Te aseguro que no se trata de los hombres. Estoy escarmentada. No he conocido a uno solo que no fuera un egoísta.


—Entonces, ¿de qué se trata? preguntó Emma—. Danos una razón por la que volver a vivir aquí, cerca de todas nosotras, no sería lo mejor que has hecho en tu vida.


—Creo que podrías haber dado en el clavo —sugirió Carla, dándole un codazo a Emma—. Todas estamos aquí y podría ser que no dejáramos de importunarla hasta que encuentre a alguien y se establezca como todas nosotras. Eso podría resultarle algo molesto.


—¿Nosotras? ¿Molestas? —replicó Emma, atónita.


—Sí, claro eso es —comentó Paula, con una sonrisa—. Hacéis una buena competencia a un sabelotodo.


—En ese caso, haremos una promesa —sugirió Emma—. Tú puedes tomar sola tus propias decisiones. Nosotras nos mantendremos al margen.


—¿Cómo ahora?


—Bueno, quiero decir después de esto —replicó Emma—. Nos interesa mucho que regreses. Queremos tenerte cerca. Y nuestros hijos también quieren tenerte a mano porque los mimas demasiado.


Paula llevaba mucho tiempo tratando de tomar la decisión de regresar a Winding River. Se había alojado siempre en casa de Karen. Durante un tiempo había ayudado a su amiga después de la muerte de su esposo, pero desde que se había vuelto a casar con Esteban Blackhawk y se había mudado al rancho de este, había seguido alojándose en su casa. Hasta tenía un guardarropa completo en el cuarto de invitados.


Esteban había sido muy tolerante al respecto. Como estaba tan enamorado de su esposa, era uno de los pocos hombres a los que Paula no impresionaba. La trataba como a un ser humano y a ella le gustaba. Fernando, el marido de Emma, se comportaba de un modo similar, como ocurría con Joaquin y Rafael, las parejas de Carla y Gina respectivamente. 


Resultaba agradable estar con hombres auténticos, que la respetaban por su inteligencia y no por su belleza.


Tal vez eso era parte del problema. Se sentía muy cómoda como invitada en el rancho Blackhawk. Si se mudaba a Winding River, tendría que encontrarse una casa, construirse su propia vida y no vivir en la periferia de la de sus amigos. Y aquello la asustaba. ¿Qué iba a hacer allí si regresaba? 


Aunque podría retirarse, tenía demasiada energía para conformarse con eso. En cuanto a lo de la contabilidad, la aburría muchísimo.


—Ha llegado la hora, cielo —le dijo Karen, apretándole cariñosamente el brazo—. Puedes quedarte aquí con Esteban y conmigo durante todo el tiempo que quieras. De hecho, a él le encantaría que le ayudaras con los caballos. El nuevo cuidador que él contrató la semana pasada es fantástico, pero Esteban dice que nadie tiene tu habilidad.


—¿Lo dices en serio? —preguntó Paula, muy emocionada—. ¿Esteban ha dicho eso?


—Claro, y mi marido no es de los que va soltando cumplidos así como así. Te contrataría en un abrir y cerrar de ojos.


—No necesito vuestro dinero, sino solo saber que estoy contribuyendo.


—Así sería.


—A mí me parece que se trata de una situación ideal —comentó Emma—. Yo podría redactaros el contrato.


—No creo que lo necesitemos —le aseguró Karen, al ver que se disponía a sacar lápiz y papel.


—Claro que no —afirmó Paula—. Además, esto sería una prueba. Si no sale bien, nadie pierde nada.


—Solo pensé que si estaba escrito, todo el mundo comprendería lo que esperaban las otras partes —dijo Emma, a la defensiva, mientras guardaba el lápiz y el papel.


—Eso es porque piensas como la abogada que eres. Paula lo comprende todo perfectamente, ¿no es así?


—Perfectamente —respondió ella—. Yo trabajo con los caballos a cambió de alojamiento y manutención. A mí me parece un trato muy justo.


—Entonces, ¿trato hecho? —preguntó Karen, con un brillo de esperanza en los ojos.


Tras considerar el asunto durante un instante, Paula asintió. Aquella era la razón por la que había estado dudando a la hora de aceptar o no la nueva película que le ofrecía su agente. Había intuido que encontraría algo que la satisfaría mucho más.


—Trato hecho —respondió—. Regresaré en cuanto ate unos cabos sueltos que he dejado en Los Ángeles, pero no me quedaré aquí para siempre. Encontraré mi propia casa. No quiero que Esteban sienta temor de que me vaya a quedar para siempre.


Antes de que terminara de hablar, sus amigas la rodearon, riendo de felicidad. Tras haber tomado aquella decisión, Paula se sentía, por primera vez desde hacía años, como si estuviera exactamente donde se suponía que debía estar, haciendo exactamente lo que debía hacer.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario