domingo, 14 de agosto de 2016
MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 9
Un ruido extraño sacó a Pedro de su trabajo. Molesto por la interrupción, miró a la pantalla del ordenador y se quedó sorprendido al ver que ya había llegado a la tercera parte del borrador.
Llevaba meses sin tener una racha creativa como aquélla.
Había pensado que no sería capaz de escribir hasta que el ama de llaves se trasladase de nuevo a su casa, pero no había sido así.
Se levantó y se estiró, después miró al reloj de la pantalla y vio que era pasada la hora de comer. Normal que le rugiera el estómago; llevaba trabajando desde por la mañana temprano sin haber tomado nada más que un café.
Abrió la puerta de su oficina y descubrió de dónde venía el ruido que lo había sacado de su trabajo. Paula estaba lijando el suelo del rellano a mano, y sus rizos rubios se bamboleaban siguiendo el ritmo de su brazo pasando la lija. Pedro vio lo enrojecidas y estropeadas que tenía las manos.
—¿Qué demonios está haciendo?
Ella dio un respingo al oír su voz. Levantó la cara con una expresión de pánico, que desapareció tan rápidamente como había aparecido y se puso de pie.
—¿Lo molesta? ¿Lo dejo para otro momento? —preguntó a toda velocidad.
Llevaba otra de esas camisas viejas de franela y él se preguntó cuántas tendría, antes de reprocharse que el fondo de armario de su ama de llaves no era de su incumbencia.
—Tengo hambre —dijo, pasándose la mano sobre la tripa.
Ella lo miró, aliviada ante su declaración.
—He hecho sopa. Y unos sándwiches. ¿Le parece bien?
—Perfecto —dijo, empezando a bajar los escalones y notando ya el olor a sopa. Después se paró—. ¿Puedo pisar por aquí?
—Oh, sí —dijo, asintiendo con la cabeza, mientras sus rizos se balanceaban arriba y abajo—. Voy a hacer medio escalón de cada vez, así que no hay problema.
Ella hablaba casi con nerviosismo, gesticulando mucho.
—¿Qué es exactamente lo que está haciendo?
—Están un poco arañados, así que los estaba puliendo.
Él se encogió de hombros. A él le parecía que estaban bien así, pero ella parecía tan nerviosa que prefirió no decir nada y la siguió escaleras abajo. En el último escalón ella se paró y recogió la canastilla de mimbre, que estaba tapada con un retal de tela.
—¿Está ahí la niña?
Su expresión se suavizó.
—Sí. Está durmiendo. Le he puesto la tela por encima para que no le cayera polvo del lijado.
—¿La saca alguna vez de la cesta? —le resultaba divertido cómo cargaba con la niña por todas partes como si fuera el cesto de la colada.
Su expresión se endureció, como si se hubiera sentido insultada.
—Claro que sí, pero ahora está dormida.
Tal vez pensara que estaba cuestionando su forma de hacer las cosas con su hija, pero en realidad era curiosidad, porque no sabía nada de bebés. Buscó algo que decir.
—¿Ya gatea?
Paula dejó la canastilla sobre la encimera de la cocina y apartó la tela que la cubría.
—Sólo tiene tres meses y los bebés no suelen gatear hasta que no tienen siete u ocho —el tono de su voz cambiaba cuando hablaba de su hija.
—Entiendo. ¿Qué va a hacer entonces cuando pueda trepar fuera de la cesta?
Otra vez la misma expresión de alarma le cruzó el rostro.
—Compraré un parque para que juegue dentro, y así podré tener más tiempo para trabajar —dijo ella.
Era la mujer más puntillosa que Pedro había conocido nunca.
Daba igual lo que le dijera, siempre se lo tomaba mal.
Mientras ella le servía la sopa, él encendió la televisión, puso un canal donde emitían noticias y observó sus movimientos por la cocina. No había puesto en duda su eficiencia en ningún momento, es más, tal vez trabajase demasiado.
Su mente volvió al libro que estaba escribiendo en cuanto ella le puso la comida sobre la mesa. Necesitaba otro personaje en el libro, alguien con un pasado, que revelase los secretos del protagonista.
Mientras comía, observaba a Paula por el rabillo del ojo.
Estaba estudiando las posibilidades del nuevo personaje y se le ocurrió que podía parecerse un poco a ella. Cuando acabó de comer y volvió a su oficina, su cabeza explotaba de ideas para ese nuevo personaje.
Pedro trabajó toda la tarde hasta que tuvo la impresión de que el cerebro iba a empezar a echarle humo. Levantó la vista de la pantalla y vio a través de la ventana una pequeña figura con un gorro de lana roja y un abrigo enorme que emergía al exterior desde el porche. Tenía que ser Paula, pero se hacía difícil reconocerla bajo tanta ropa, mientras se abría paso en la nieve, que le llegaba a la cintura. ¿Qué estaría haciendo?
Bajó al salón y vio la cesta donde dormía la niña sobre el sofá, con una especie de radio con antena al lado, y el perro ciego tumbado a su lado. Cuando se inclinó sobre la cesta para mirar el bebé, el perro empezó a gruñirle al espacio que había entre él y la cesta.
Pedro dejó a la niña con su protector canino y fue a la
cocina. Aún no había estado en aquella parte de la casa, pero debía de haber alguna puerta al exterior porque ella había salido por esa parte. Cruzó el cuarto de la lavadora y llegó a un trastero. Allí vio su abrigo y un par de chaquetas viejas colgadas de un perchero. Se puso una que parecía de su talla y unos guantes de cuero que encontró en los bolsillos. Tomó una bufanda de lana y un gorro que colgaban de otra percha y se las puso también. Después se quitó los zapatos y se enfundó unas viejas botas de goma que le venían un poco pequeñas.
Listo para enfrentarse a los elementos, abrió la puerta que daba al porche y el aire frío lo golpeó como una bofetada en la cara. Debían de estar a veinte bajo cero. ¿Por qué se había arriesgado a salir con esa temperatura? La única posibilidad que se le ocurría era que tuviese su coche en el establo y necesitase buscar algo allí.
Siguió el rastro que ella había dejado en la nieve no sin esfuerzo. ¿Cómo se las había apañado ella para pasar por allí?
No le importaba saber por qué había salido ella, se dijo a sí mismo. No estaba preocupado, sino que sentía curiosidad.
Aparte, tenía sus propias razones para ir al establo. Así podría echar un vistazo y valorar qué tendría que hacer para transformarlo en un garaje decente. Tarde o temprano sacaría su coche de la nieve y estaría bien tener un lugar para protegerlo de los elementos.
Se detuvo a tomar aliento, sintiendo cómo el aire frío le quemaba los pulmones incluso a través de la bufanda.
Pensándolo mejor, si pensaba vivir en la granja, estaría bien tener un todoterreno. El camino de entrada no estaba asfaltado y con mal tiempo, sería intransitable para su deportivo.
Por fin consiguió llegar hasta la enorme puerta deslizante del establo y entró dentro inmediatamente. Le costó unos segundos acostumbrarse a la tenue luz del interior. Allí había espacio suficiente para varios coches, pero estaba vacío.
Aquello acababa con su teoría de que Paula había ido a buscar algo de su coche.
Aparte del gran espacio abierto, había un pasillo con cuadras para caballos a ambos lados. Allí olía a polvo, a paja y a animales. Entonces oyó a Paula hablando en voz baja, pero no pudo entender lo que decía.
¿Había alguien allí? ¿Había acudido a reunirse con alguien?
Sólo la idea lo puso de mal humor, no porque ella viera a otra persona, se dijo a si mismo, sino porque aquélla era su propiedad. Tenía derecho a saber si había alguien escondido en el establo.
Echó a andar por el pasillo hasta que la vio y se detuvo de golpe.
Ella estaba saliendo de una de las cuadras, aún murmurando algo. La chaqueta que llevaba le colgaba hasta las rodillas.
Debió de sentir que él estaba allí, porque levantó la cabeza y se giró para mirarlo. Su cara presentaba una cómica muestra de culpa, sorpresa y vergüenza. Él la observó sin decir nada, esperando que fuera ella la primera en hablar.
Justo en ese momento, un enorme caballo la siguió fuera de la cuadra. El caballo movió la cabeza y le dio un golpe juguetón en la espalda, que la empujó hacia delante. Ella dejó escapar un grito de sorpresa y tropezó. Pedro tuvo que dar un paso adelante y agarrarla por debajo de los brazos para que no cayera al suelo. No podía pesar más de cincuenta kilos.
Él la soltó, incómodo por sentirse tan aliviado al ver que ella había acudido al establo a ver al caballo y no a un hombre.
Ella se apartó de él y se volvió hacia el caballo. Pedro hubiera jurado que el animal se estaba divirtiendo con aquello, porque enseñaba sus dientes amarillos como si se estuviera riendo.
—¡Max! —agarró el dogal con ambas manos y lo empujó para que volviera a la cuadra—. Eres un chico malo. ¡Vuelve a tu sitio!
Pedro no sabía nada de caballos y contuvo el aliento mientras se preguntaba si sería una buena idea acercarse tanto a un animal que le doblaba varias veces el peso. Ella, aparentemente despreocupada, lo empujaba como si no fuera más que un perro tranquilote. Además, parecía no darse cuenta de que sus cascos estaban muy cerca de aplastarle los pies mientas lo empujaba.
Cuando lo hubo empujado dentro de la cuadra, Max agarró limpiamente el gorro de lana con los dientes, se lo quitó y lo dejó caer en el suelo.
Pedro volvió a respirar cuando ella cerró la puerta, deteniéndose a recoger el gorro, y dejando al caballo encerrado dentro.
Después miró a Pedro con expresión culpable mientras sacudía el gorro contra su pierna, e hizo un gesto hacia la cuadra.
—Es un caballo —dijo, y se volvió a poner el gorro.
Pedro hizo un esfuerzo por no sonreír.
—Eso ya me lo había imaginado. ¿De quién es? —se suponía que los animales de la granja ya estaban vendidos.
Ella levantó la barbilla en un gesto desafiante.
—Ahora es mío —después cambió la expresión de su preciosa carita mientras parecía librar una lucha interna.
Pedro pensó que aquella mujer no debía de ser buena jugadora de cartas; su rostro era tan expresivo que nunca sería capaz de marcarse un farol.
—Bueno, técnicamente, es suyo —cerró los puños—. No podía dejar que lo llevaran al matadero, así que decidí quedármelo.
Estaba balanceándose sobre las puntas de los pies, pero ni de ese modo le llegaba a los hombros. Y sin embargo, parecía dispuesta a plantar batalla.
Pedro miró al enorme caballo marrón y después a ella.
—¿El intermediario no podía venderlo?
—No. Es viejo y está cojo —parpadeó y se mordió el labio—. Yo se lo pagaré.
Parecía una señora en miniatura, con aquella enorme chaqueta y las botas. Ya tenía un bebé, un gato y un perro.
No sabía cuánto le pagaba, aparte del alojamiento y la comida, pero suponía que no era mucho. Un animal tan grande como aquél debía de ser caro de mantener.
—¿Por qué? ¿Por qué lo quiere? Un viejo caballo cojo no debe de ser muy útil.
Ella se encogió de hombros y los ojos se le llenaron de lágrimas. Parpadeó rápidamente, apartó la cara y echó a andar hacia la puerta sin contestar a la pregunta.
Él sintió un pinchazo de pánico al sentir aquella emoción.
¿Qué haría si se echaba a llorar? Se sentía incómodo ante los despliegues de emotividad, y por otro lado, ninguna de las mujeres a las que conocía hubieran derramado una lágrima por un animal inválido.
Para su alivio, ella pareció recomponerse mientras sacaba una cosa parecida a un walkie talkie de su bolsillo.
—Tengo que volver a la casa. Emma se despertará pronto.
Estaba claro que le había tocado la fibra sensible. Desde luego, no había sido su intención meter las narices en su vida, pero aquélla era su granja y no quería tener las complicaciones que implicaban los animales.
Intrigado por su defensa del animal, dejo de lado el tema del caballo y decidió seguirla.
Tendrían mucho tiempo para hablar de ello. Desde luego, no lo quería allí, pero si la alternativa era matar al animal, se preguntaba si sería capaz de tomar esa decisión.
—Voy a transformar el establo en un garaje —dijo él, sospechando que ella no tenía otro sitio donde tener al caballo.
Ella siguió caminando hacia la puerta con la cabeza gacha.
—¿Necesita todo el establo? ¿Cuántos coches tiene?
—Sólo uno, pero tal vez compre un todoterreno —él creyó oírla resoplar, pero no estaba seguro. Después recordó que había creído que ella tendría su coche en el establo también—. ¿Dónde tiene su coche?
Ella lo miró.
—No tengo coche. Quedó destrozado en el accidente —dijo, como si no tuviera importancia.
Él no recordaba que ella hubiera mencionado nada de un accidente, y después recordó que su marido había fallecido hacía poco tiempo.
—¿El accidente en que falleció su marido? —ella asintió. A él no se le escapó que ella había parecido más conmovida al hablar del caballo que de su marido, pero no podía decir nada más al respecto—. ¿Qué es lo que tiene en la mano?
—Un aparato de escucha para bebés.
Eso explicaba qué era la especie de radio con antena que había junto a la cesta de la niña. Antes de poder preguntarle cómo funcionaba, ella salió al exterior.
Él la siguió y cerró la puerta tras de sí para seguirla a través de la nieve. Desde luego, tenía mucha determinación.
Su lugar de retiro no era en absoluto como él lo había imaginado.
Bueno, tan pronto como volviera la luz, ella volvería a su casa con su bebé y toda su corte. Lo importante era que él volviese a conducir su vida por su camino. Había encontrado el hilo conductor que necesitaba para su libro y el nuevo personaje funcionaba bien. Además, con aquel ritmo de trabajo, terminaría en un tiempo récord.
Vivir en la granja era mucho mejor de lo que lo había imaginado y el problema del caballo podía esperar.
Lo que no tenía tan claro era si sería tan fácil manejar sus crecientes sentimientos hacia Paula.
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