lunes, 15 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 12





Paula estaba arrodillada en el suelo, con la cabeza dentro del horno, raspando la suciedad acumulada. La lasaña de la noche anterior se había desbordado y ahora se estaba llamando todo tipo de cosas a sí misma por haber dejado que pasara.


Emma estaba tumbada sobre una manta cerca del radiador.


Llevaba viviendo en la casa de forma oficial tres días, y estaba haciendo todo lo posible por no cruzarse en el camino de Pedro. Además, tenía que mantener a Emma callada para que no lo molestase mientras trabajaba.


Las tardes eran el momento más duro. Él empezaba a escribir sobre mediodía hasta bien entrada la noche. Ella no se sentía cómoda sentándose en el sofá del salón mientras él trabajaba, así que seguía haciendo cosas, lo que la tenía agotada. Quería volver a la casita de piedra lo antes posible, pero él se negaba a hablar sobre ello, y ella no quería forzar el tema y acabar en un piso en la ciudad, y tener que ir todos los días hasta allí en el autobús.


—Está trabajando demasiado.


Paula dio un respingo al oír la voz de Pedro decir lo mismo que había estado pensando ella y se golpeó la cabeza con el techo del horno. Cuando sacó la cabeza del horno intentó poner una expresión neutra, deseando no tener restos de limpiador en el pelo.


—Es mi trabajo. Además, no puedo volver a usar el horno hasta que no quite todos los restos.


—Son las diez de la mañana y ayer estuvo trabajando hasta las diez de la noche. ¿Qué ha sido de la jornada de ocho a cinco?


Él era el último que podía hablar de horarios regulares de trabajo.


Paula se levantó y se quitó los guantes de goma; después se encogió de hombros y sonrió.
—Este trabajo es diferente.


Él parecía muy molesto y ella no sabía qué más decir. 


Empezó a sentir la oleada de pánico que la invadía cada vez que él parecía enfadado. Se dijo a sí misma que aquello le ocurría por lo vulnerable que era, y por lo desesperadamente que necesitaba la seguridad de su trabajo.


—No tiene que dar un salto y darme algo de comer cada vez que bajo las escaleras.


—De acuerdo —él estaba enfadado por algo, pero ella tenía la impresión de que no era por su culpa.


—Quiero establecer unas reglas básicas.


—De acuerdo —tal vez estuviera de mal humor por estar allí encerrado. Realmente, empezaba a afectarla a ella también.


—No necesito tres comidas al día. Cuando estoy trabajando, con un sándwich a mediodía tengo bastante.


—De acuerdo —dijo ella, confundida, porque lo único que le había preparado aquellos días a mediodía eran sándwiches.


Él le lanzó una mirada sombría.


—Y deje de decir «de acuerdo» a todo lo que le digo.


Ella parpadeó ante el comentario e intentó esbozar una sonrisa de alivio. Estaba claro que estaba enfadado, pero que no era con ella. Había algo más que lo molestaba.


—¿Qué es tan divertido? —dijo, poniéndose las manos en las caderas.


Ella se encogió de hombros y se mordió el labio para no sonreír.


—¿Quiere que discuta con usted?


—Claro que no —exclamó él—. Pero podría decir algo distinto.


Ella asintió.


—Bien.


Su expresión se volvió aún más agria.


Estaba forzando su suerte, se dijo ella, y añadió:
—Le prepararé sándwiches a mediodía. ¿Las cenas están bien?


Él asintió y la miró fijamente.


—Iré a buscar el resto de sus cosas de la casita de piedra —dijo él, abriendo la puerta trasera.


Paula lo miró deseando llamarlo. Podría ir ella misma por la tarde y traer las poquitas cosas que habían quedado allí. El instinto detuvo sus palabras. Él estaba nervioso y lo mejor sería no decir nada. Lo vio salir al porche poniéndose la chaqueta, los guantes y el gorro.


Pedro sacó el trineo del cuarto y lo colocó sobre la nieve, que le llegaba a la cintura.


Parecía estar hablando consigo mismo y Paula no sabía qué pensar. Tal vez el aire frío lo ayudara. Intentó buscar un sitio para esconderse y no cruzarse en su camino cuando volviera.


No le gustaba nada que él abriera los cajones de su cómoda y empaquetara, por ejemplo, su ropa interior, pero pensó que sería mejor no decir nada, sobre todo teniendo en cuenta lo malhumorado que estaba. Realmente no necesitaba nada más que lo que tenía allí, porque podía poner la lavadora cuando quisiera.


Fue hasta Emma y la puso boca arriba.


—¿Qué te parece a ti todo esto, preciosa? —Emma hizo ruiditos, dio patadas y movió las manos—. Ya lo sé —respondió Paula, como si Emma hubiera estado de acuerdo con ella—. Está de muy mal humor.


No le gustaba nada el hecho de necesitar la seguridad de que no estaba enfadado con ella.


Paula había aprendido hacía tiempo a no reaccionar ante la ira de otras personas. Cuanto más callada estuviese, menos atención le prestarían. Era la lección que había aprendido en los diversos hogares de acogida donde había estado.


Se puso de pie y volvió a la limpieza del horno, que había dejado a medias.


Paula acabó algunas tareas más antes de que Emma empezara a protestar. Se secó las manos y la levantó del suelo para llevarla a comer al sofá. Después la tumbaría para que se echara una siesta y permanecería en su habitación hasta que el señor Gruñón estuviera de nuevo en el piso de arriba.


Paula se sentó en la esquina en la que solía sentarse a darle el pecho a su hija y cuando ésta empezó a comer, tomó la novela histórica que Emma y ella habían estado leyendo.


Acabó un capítulo y cambió a Emma al otro pecho, y justo en ese momento oyó que se abría la puerta del porche. Se puso tensa y dejó el libro. Había pensado que tendría tiempo suficiente para dar de comer a la niña y salir de allí antes de que él llegara. Agarró la manta que cubría el respaldo del sofá y la puso sobre la niña. Pedro estaba en el porche sacudiéndose la nieve de las botas.


Después de quitarse el abrigo, entró en la casa con un paquete bajo el brazo. Echó un vistazo al cuarto hasta que la vio en el sofá y se le dibujó una enorme sonrisa en la cara.


Paula se quedó sin aliento. Era la primera vez que lo veía sonreír. Cielos, era un hombre guapísimo.


Él cruzó la habitación a grandes zancadas y dejó el paquete en el sofá, a su lado. Había usado la funda de su almohada como bolsa para sus cosas. Después, aún sonriendo, se inclinó y le tomó la cara con ambas manos. Le dio un beso amistoso en los labios que se expandió como una onda por todo su cuerpo.


—Gracias —dijo él, se giró y salió de la sala.


Ella se quedó allí sentada, mirándolo y con los labios palpitantes del beso que acababa de recibir.


¿Qué había pasado? Se había marchado tan de mal humor como un oso al que despiertan en pleno invierno y había vuelto sonriente para plantarle un beso en los labios.


Con la mente hecha un lío, volvió a repasar la conversación que habían tenido sin sacar ninguna conclusión de qué había causado ese cambio en él.


Se pasó las puntas de los dedos sobre los labios, aún palpitantes, y decidió que él tenía que salir fuera más a menudo.



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