lunes, 15 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 13






Pedro subió las escaleras de dos en dos tratando de ignorar el hecho de que Paula olía a galletas y que tenia la piel más suave que había tocado nunca.


Había encontrado la solución para el problema de la historia mientras vaciaba los cajones de Paula y de la niña.


Siempre le pasaba lo mismo cuando escribía. Si un personaje o una situación se le resistía se sentía enormemente frustrado hasta que, en el momento más inesperado, todo se aclaraba.


Mientras sus dedos volaban sobre el teclado del ordenador, se dio cuenta de que su personaje se parecía mucho a Paula. No era físicamente como ella, pero tenía su esencia.


No se detuvo a considerar si eso tenía algún significado; lo consideraba un regalo de su musa. Si trataba de analizar lo que escribía en profundidad, se distraía de la historia y se despistaba.


En ese momento oyó un ruido de maquinaria y al asomarse por la ventana vio un enorme quitanieves abriéndose paso por la carretera que llevaba al pueblo.


Tras él venía una camioneta con una pala quitanieves en el frente que se había apartado de la carretera para despejar el caminito que llevaba hasta la casa. Pedro se sintió frustrado al ver las carreteras despejadas.


Le encantaba sentirse aislado, pero aquello tenía que acabar en un momento u otro. Aquella tarde vendría un contratista de obras para darle un presupuesto por la reforma de la casa.


Trabajó unas cuantas horas más, hasta que su espalda y su cerebro le pidieron un descanso, y bajó a la cocina cediendo a las presiones de su estómago.


Tal vez se había equivocado. Tal vez no fuese Paula la que olía a galletas. Tal vez las había estado haciendo… Tenía que comprobarlo.


Cuando bajó tuvo la sensación de que la casa estaba vacía. 


¿Dónde se había metido ella?


Encontró la respuesta sobre la encimera. En una nota, Paula le decía que había ido al pueblo a la compra, que tenía un sándwich en la nevera y que si quería café, no tenía más que apretar el interruptor de la cafetera.


Pedro estudió la nota con un sentimiento de disgusto que lo sorprendió. ¿Desde cuándo le gustaba que hubiera alguien en la casa mientras escribía? Una semana antes hubiera jurado que sería incapaz de escribir con ella en la casa, pero desde entonces había tenido la racha más productiva de los dos últimos años.


Abrió la nevera y vio un sándwich en un plato cubierto de film transparente.


¿Hacía cuánto tiempo que se había marchado? ¿Por qué no había subido a decírselo?


Seguro que el motivo era que él había dejado bien claro que no debía molestarlo bajo ningún concepto mientras estaba escribiendo. Recordaba la expresión de alarma de su rostro cuando él había salido de su oficina mientras ella lijaba los escalones. Tendría que decirle que todas las normas tenían excepciones y que quería saberlo cuando se marchara.


Mientras se comía el sándwich decidió que necesitaba encontrar a alguien que se ocupase del trabajo duro y el mantenimiento. Ella trabajaba demasiado y con la casa y la cocina tenía más que suficiente.


Mientras sus pensamientos volaban libres, el gato salió de algún sitio y se frotó contra su pierna. A él no le gustaban los animales, siempre parecían querer más atención de la que él estaba dispuesto a prestarles, y se sorprendió al sentirse contento con su presencia.


Observó sus orejas destrozadas, la cabeza arañada y la cola cortada.


—¿Cuál es tu historia? —le murmuró al desaliñado animal—. Debió de ser un encuentro de lo más desagradable.


Sus pensamientos volvieron a Paula. Cuando llegara la primavera, el trabajo en el exterior necesitaría de más de una persona. Elena podría hablar con el agente de propiedad que le vendió la casa para encontrar otro guarda para la finca. Podría empezar en primavera, cuando la reforma de la casita estuviera terminada.


Se acabó el sándwich y se dedicó a explorar la cocina unos minutos, abriendo cajones y armarios. La casa estaba muy tranquila, muy distinta de la suya en la ciudad. Era justo lo que había querido, pero sin Paula hubiera resultado demasiado aislada, demasiado solitaria.


Al ver la cestita que ella usaba como cama para Emma, se acordó de la cuna de hierro que había desmontado y que había almacenado junto con su colchón en la habitación más pequeña. Hasta entonces no se le había ocurrido que Emma pudiera usarla.


Subió al piso superior y llevó todo al salón; después empezó a buscar en el cuarto trastero hasta que encontró una pequeña caja de herramientas muy ordenada.


Justo cuando estaba acabando de montar la cuna, oyó al perro ladrar y al asomarse a la ventana, la vio acercarse por el camino empujando un carrito.


Ella no tenía coche y él había supuesto que habría llamado a un taxi o algo así.


¿Por qué no lo había llamado para que fuera a buscarla?


Fue al porche, agarró una chaqueta y fue a su encuentro para ayudarla. La temperatura había subido un poco y el camino estaba blando y lleno de barro por la nieve derretida.


Cuando llegó a su altura, ella estaba tan ocupada empujando el anticuado carrito por el barro que no lo vio hasta casi chocar con él y casi se sobresaltó al verlo.


Ella probó con una sonrisa y después se volvió hacia el perro, que no dejó de bailar a su alrededor hasta que ella no lo saludó. Después, bajó el morro al suelo, olisqueó el terreno y se dirigió al establo. Para estar ciego, no se las apañaba tan mal…


Además del carrito, ella llevaba una mochila grande a la espalda que le daba la apariencia de un gnomo. El bebé estaba tumbado en su carrito, rodeado de bolsas de papel, intentando agarrar una cuerda con bolitas de colores colgada de lado a lado de la silla.


Paula parecía una mula de carga y eso lo molestó mucho, sin saber por qué.


—¿Por qué no me ha llamado?


—¿Llamarlo?


—Sí. Para que la ayudara —dijo él, irritado.


Ella puso esa cara de terror que él odiaba.


—Estaba trabajando.


Él hizo un esfuerzo para suavizar su tono.


—Podía haberla llevado al pueblo.


Su rostro mostró una enorme sorpresa e hizo un gesto señalando la carretera.


—He ido en autobús.


¿Iba a la compra en autobús? ¿Todas las semanas? No podía entender a aquella mujer. ¿Alguna vez pedía algo?


Él la miró mientras ella intentaba echar el carrito a andar de nuevo, pero las ruedas se habían hundido en el barro del camino.


—Déjeme a mí —dijo él bruscamente.


Ella dudó un segundo y después se apartó para dejarlo probar.


Él empujó el carro y lo liberó del barro.


—La próxima vez que necesite ir a la tienda, avíseme y yo la llevaré —gruñó él.


Ella lo miró, sorprendida, y después empezó a sonreír. Él le miró los labios pensando que hasta entonces no la había visto sonreír así.


—Los tres no cabemos en su coche, por no hablar de la compra.


—Entonces llévese el coche. Tiene maletero —dijo, defendiendo su coche. Era cierto que había sido diseñado para la velocidad, no para ser funcional, pero podría encargarse de la compra semanal.


Ella pareció aterrada.


—¿Qué yo conduzca su coche? Pero está muy nuevo. Y no tengo sillita para Emma —parecía estar buscando excusas.


¿Nuevo? ¿Qué cambiaba eso?


—Está asegurado. La próxima vez, se llevará el coche.


Por la expresión de su rostro, Pedro sabía que no la había convencido en absoluto.


Hacer avanzar el carrito por el camino embarrado era casi imposible. No podía imaginarse cómo ella había conseguido llegar tan lejos. Aquellas ruedas estaban diseñadas para girar sobre un pavimento liso, no para aquel terreno tan irregular.


Finalmente llegaron a la casa y él la ayudó a descargar todo y colocarlo sobre la encimera. Después él encendió la cafetera y se quedó allí de pie, con las manos en las caderas.


Ella dejó a la niña sobre la manta, en el suelo, y empezó a colocar la compra, evitando mirarlo.


Él intentaba comprenderla. Ella era distinta de todas las mujeres a las que había conocido hasta entonces. Nunca se quejaba, nunca intentaba conseguir nada de él y trabajaba muy duro. Lo cierto era, volvió a pensar, que nunca le había pedido nada.


Paula intentaba no mirar a Pedro. Él estaba mirándola y eso la ponía nerviosa.


Por fin, habló:
—¿Cuáles son sus días libres?


La pregunta la pilló por sorpresa.


—Esto… yo no suelo tomarme días libres.


Él pareció sorprendido.


—¿Por qué no?


—Hay mucho que hacer aquí y no hay mucho que quiera hacer en el pueblo.


Ella guardó la verdura en la nevera.


Todo en el pueblo costaba dinero, incluyendo el autobús que la llevaba allí, y ella estaba intentando cumplir con los pagos de las facturas.


Él continuó mirándola mientras ella guardaba las latas de conserva en la despensa.


—¿Y su familia? ¿No tiene familia cerca a la que visitar? —preguntó.


Ella sintió una puñalada de tristeza, la misma que sentía siempre que alguien le hacía esa pregunta.


—No —dijo, dejando la carne en una balda del frigorífico.


—¿Dónde viven?


Desde luego, era insistente. Se giró para mirarlo de frente.


—Lo que quiero decir es que no tengo familia.


Él pareció sorprendido.


—¿Sus padres han fallecido?


—No lo sé —la respuesta le salió sin pensar, sorprendiéndola incluso a ella misma. Normalmente no sabía cómo responder porque le resultaba muy doloroso. Cada día se preguntaba por qué la habrían abandonado y dónde estarían.


—¿Qué quiere decir con eso de que no lo sabe? —él parecía incrédulo.


Después de veinte años, el dolor debería haber desaparecido, pero no había sido así.


—Fui abandonada cuando tenía unos cuatro años —ni siquiera sabía cuál era su nombre real: sólo recordaba que la llamaban Bebé.


Pedro pareció sentirse incómodo.


—No sé qué decirle.


Era una sensación generalizada entre la gente cuando se enteraban de los detalles de su infancia. Ése era otro de los motivos por el que no solía hablar de ello.


Ella se encogió de hombros.


—Le pasa a mucha gente.


Él la observó cuidadosamente, haciendo que ella se sintiera aún más incómoda. Lo que él pensara de ella le importaba más de lo que debería en un principio.


—¿Dónde creció? —preguntó por fin.


Ella se encogió de hombros e intentó actuar como si aquello no tuviera importancia.


—En el área de Philadelphia. En hogares de acogida.


Deseaba cada día que sus padres volvieran a buscarla. 


Quería creer que ellos la querían de verdad y que no había sido abandonada, sino que se había perdido de algún modo, lo cual no tenía sentido, porque recordaba ver el coche alejarse. Recordaba haber pasado toda la noche sentada en el frío cemento esperando que volvieran a buscarla.


—¿Se supo qué pasó con su madre y su padre?


—No —el modo en que él había planteado la pregunta hacía pensar en que algo les había impedido regresar a por ella. 


Ésa era su versión favorita.


Era mucho mejor que pensar que no la querían lo suficiente como para molestarse en volver.


—Debió de ser muy duro —él sacudió la cabeza—. Cuatro años —dijo, más para sí mismo.


Ella colocó lo que quedaba de la compra esperando que no hiciera más preguntas. No era un tema que le gustase hablar abiertamente.


Tomó una caja de detergente y se dirigió al cuarto de la lavadora.


La antigua cuna de hierro que estaba en la oficina de Pedro estaba ahora en el cuarto trastero, y ella la vio al salir de la cocina. Se giró hacia él.


—Tiene que sacar a la niña de esa cesta —dijo él, casi con un gruñido.


—¿Ha montado la cuna para Emma? —el gesto le pareció muy poco propio de su carácter y la emocionó de un modo indescriptible.


—Sí. La ayudaré a trasladarla a su cuarto.


—Gracias —hubiera deseado decir algo más, pero por sus bruscas maneras, ella dedujo que él no querría oírlo.


Mientras colocaban la cuna junto a la cama, oyeron el ruido de un coche acercándose a la casa. Aquello interrumpió aquel extraño momento.


—Probablemente sea el contratista de obras. Va a darme un presupuesto por la reparación de la casa —él pareció aliviado mientras se dirigía a la puerta principal.


Ella siguió fuera del cuarto y lo miró alejarse, desgarrada por la emoción. Él le había dado una cama para su bebé. Un mueble antiguo valioso. Pasó la mano por los barrotes y pensó que tal vez a él no le pareciera mucho, pero para ella tenía mucha importancia.


Después pensó en lo que él había ido a hacer. Ella sabía que la casita de piedra necesitaba mejoras, pero la idea no le sentaba nada bien. Para ella era su hogar y si la arreglaba ya no sería lo mismo. Estaría mejor, pero no sería lo mismo.


¿Sería demasiado bueno para ella? Las cosas que eran muy buenas al final no eran para ella.


Se echó a reír. Estaba siendo una tonta, se dijo. Si él arreglaba la casa y la mejoraba, seguiría siendo su hogar y el de Emma.


¿O no?


Intentó ignorar su sentimiento de inseguridad. Pedro había dejado claro desde el principio que quería que ella volviera a la casita de piedra. ¿De qué tenía que preocuparse?




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