domingo, 28 de agosto de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 21




Paula


A la hora de comer, a la hora de comer… son las cuatro de la tarde, ¡eso se considera, por lo menos, la hora del café! A Pedro le ha pasado algo. Se ha perdido ido bien temprano esta mañana, son demasiadas horas en la montaña, le ha pasado algo, seguro. No puedo creerlo, perdido en medio de la montaña.


Me llevo las manos a la cabeza y empiezo a dar vueltas, nerviosa, por la habitación. ¡Con la que está cayendo!


Descuelgo el teléfono, hay que ponerle solución a esto antes de que pase una desgracia.


—¡Maria! Llama ya a Protección Civil.


—¿Paula? Creí que iba a ir Pedro a buscar a mi marido.


—Eso ha hecho. Por eso mismo hay que alertar ya a Protección Civil.


—Mujer, si tu ganadero ha ido a buscar a Juan Ignacio ni hay de qué preocuparse.


Empiezo a irritarme.


Pedro ha salido temprano esta mañana y no ha vuelto. Diluvia y hay una niebla espesa. ¿Qué más necesitas para que demos la alarma?


—Pero ahora cobran…


—¡Por Dios, Maria! —la interrumpo—. ¿Es que no tienes miedo de que le haya pasado algo a tu marido?


No contesta.


—Porque yo sí tengo miedo de que le haya pasado algo a Pedro. Puede que solo haga un par de semanas que lo conozco pero me gusta y quiero seguir teniendo muchas semanas más para conocerlo. ¡Me niego a perderlo ahora! ¡Y menos por vuestra imprudencia! Si no avisas tú, avisaré yo.


La escucho gimotear asustada al otro lado del teléfono.


—Yo… yo también tengo miedo… ¡Ay, mi pobre Juancho! Si sale de esta me lo llevo de viaje a que recuperemos el amor. ¡Lo juro! Lo quiero mucho. Sé que no se lo demuestro y que no paro de darle órdenes, pero es que se pasa la vida huyendo de mí.


Pobres, se han ahogado en la rutina y ahora no saben cómo salir. La única vía de escape de Juancho son sus salidas a la sidrería y eso está desembocando en un problema con el alcohol que si sigue así se convertirá en algo serio.


—Eso es lo que tienes que hacer. Tanta bebida no es buena.


—¡Ay, ay, ay! —se sigue lamentando—. Voy a dar aviso ahora mismo.


—Gracias —suspiro aliviada.


—Vente a mi casa y los esperamos juntas, ¿quieres?


Aunque estoy molesta con ella porque si hubiera hecho las cosas como tocaban desde el principio Pedro no estaría en esta situación, en el fondo me da lástima, así que acepto. 


Además, si sigo sola en casa voy a ponerme todavía más histérica conforme pase el rato.


Unas horas más tarde estoy sentada frente a la chimenea del caserío de los Oquiñena con una taza caliente de tila en la mano y mucho, mucho más tranquila. Estos son los efectos de la infusión y del Valium que me he tomado.


Porque desde luego, noticias que nos tranquilicen no hay ni una. Maria y yo llevamos toda la tarde esperando y ¡nadie nos dice nada!


Después de que Maria diera la alerta a emergencias, un dispositivo ha salido en su búsqueda. Nos han dicho que seamos optimistas, que lo más probable es que simplemente estén extraviados y no encuentren el camino de vuelta. 


Aunque eso sí, la niebla es espesa y si el clima empeora dejarán la búsqueda para mañana.


Maria dice que no hay por qué ponerse en lo peor.


Sin embargo, yo no puedo evitarlo.


Toda clase de desgracias pasan por mi cabeza. No puedo creer que ahora cuando parecía que Pedro y yo íbamos a empezar algo… No, no quiero ni decir las palabras. No quiero ni imaginarlo.


Maria, que parecía mucho más calmada esta mañana también ha empezado a intranquilizarse. Está acostumbrada a que Juancho desaparezca y se meta en líos pero la mala climatología ha empezado a asustarla y no puede parar quieta.


Mientras yo permanezco sentada y dejo que la procesión vaya por dentro, ella está de pie, recorriendo el salón de arriba abajo una y otra vez, y hablando consigo misma. «Ay, mi Juancho… mi Juancho con lo que yo te quiero», la escucho decir entre dientes.


Ya podía quererlo menos y tratarlo un poquito mejor. Así el hombre no tendría esa manía persecutoria de salir todas las noches y beber como un cosaco y hoy nos habríamos ahorrado el disgusto.


Pero Maria sigue dando vueltas, cada vez más nerviosa. 


«Ay, mi Juancho, como termines como el cura de Arrarats…», la oigo decir.


—¿De qué hablas? —pregunto alarmada.


—Esta Navidad el cura se adentró en el bosque a coger musgo para montar el Belén —lloriquea la mujer del director—, se perdió porque lo sorprendió la niebla y… —Un repentino llanto ahoga las palabras de Miren.


—¿Qué le pasó al cura?


—Cuando lo encontraron, unos días después, ya era tarde. Nunca montó ese Belén.


Escuchar que hace tan solo unos meses alguien murió por una imprudencia muy parecida a la que han cometido Pedro y Juancho enciende en mí todas las alarmas. Ahora ya no me calma ni un Valium.


Las horas pasan lentas y, a las ocho de la tarde, cuando ya empezamos a desesperar, suena el teléfono.


—¿Dígame?


A Maria le tiemblan las manos al descolgar, como si presintiera que van a comunicarle una tragedia.


—¡Ay, ay, ay, Dios mío! —la oigo decir antes de colgar el teléfono.


Maria se ha quedado blanca y sin habla; no dice nada. ¿Qué desgracia ha pasado?


—¡Los han encontrado! —exclama alborozada cuando consigue recuperar la voz.


—¡Te mato, Maria! Pues no parecía por tu cara y tus comentarios que se habían muerto por lo menos. ¡Menudo susto me has dado!


—Lo siento, hija, es que he sentido tanto alivio al recibir la noticia que me he quedado muda.


Más relajadas, nos sentamos de nuevo en el sofá. Por lo visto, estaban en una pequeña gruta no lejos del sendero principal. Maria y yo esperamos a que los traigan a casa. 


Ahora que sabemos que están sanos y salvos, la mujer de mi director se permite el capricho de cotillear sobre mi relación con Pedro.


—Creí que la otra noche dijiste algo de un tal Santi. Un amigo tuyo de Valencia.


Asiento.


—Pero, amigo, ¿cómo de amigo?


—Santi era un amigo con derecho a roce. Un follamigo, como dicen ahora.


—¡Jesús, María y José! —Maria se lleva las manos a la boca escandalizada por la palabra que utilizo—. Y Pedro, ¿qué es?


—Todavía no lo sé. Me gustaría que fuera algo más. Es especial, es diferente. Es el típico hombre con el que nunca hubiera salido y, sin embargo, no puedo dejar de pensar en él a todas horas.


—Yo tampoco puedo dejar de pensar en ti, chica de asfalto. —La voz, aunque afónica y ronca, es, inconfundiblemente, la de mi casero, la de mi chico del norte.


Me pongo en pie de un salto, corro hacia él y lo abrazo con fuerza.


—No sabes qué miedo he pasado —susurro con la cabeza escondida en su cuello.


Él me estrecha entre sus brazos y me acaricia el cabello.


—Tranquila, ya ha pasado todo.


—Me dijiste que estarías de vuelta a la hora de comer.


—Lo siento, cariño, la puntualidad no es una de mis virtudes.


Levanto la cabeza y veo el brillo en sus ojos. Está feliz y con ganas de guasa. Le golpeo el pecho con los puños a modo de riña.


—No se te ocurra bromear con esto. Tuve miedo de verdad de que os hubiera pasado algo o de que no lograran encontraros. La montaña puede ser peligrosa.


Maria prepara chocolate caliente para que entren en calor y, cuando Pedro se la toma, nos vamos de allí. Juancho y Maria tienen mucho de qué hablar si quieren solucionar sus problemas, por lo que lo mejor que podemos hacer es dejarlos solos.


Además, están empapados y no quiero que Pedro coja una pulmonía. Hay que ir a casa para que se cambie cuanto antes de ropa.


Salimos del caserío y, cuando veo que Pedro abre el coche y va directo al asiento del conductor niego con la cabeza, le quito las llaves y lo mando al asiento del copiloto.


—No estás en condiciones. Estás agotado y no creo que puedas ni ver con claridad. Ya conduzco yo.


—¿Pero tú has conducido alguna vez un todoterreno? ¿Y por carreteritas como está?


—Mira, no voy a negarte que estoy acostumbrada a coches pequeños y a moverme por ciudad o por autovías… en cualquier caso tú no vas a coger ahora el coche, así que siéntate y cállate si no quieres que me enfade.


—Está bien —suspira—. Prométeme que irás despacio. Odio estas carreteras cuando llueve, son muy traicioneras.


—Desde luego, no tienes miedo a adentrarte en el monte con el día que hacía hoy pero resulta que el coche te da respeto.


—Malas experiencias, supongo —replica encogiéndose de hombros.


No sé de qué habla pero por hoy ya hemos tenido suficientes problemas. Mañana será otro día.



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